Выбрать главу

– Despacio -musitó.

– Por favor…

– Deja que yo te mueva.

Presionándole suavemente las caderas, la fue bajando poco a poco, ensanchándola. El miembro era inmenso, y todo lo sentía distinto en esa posición.

– ¿Bien? -preguntó él.

Ella asintió.

– ¿Más?

Ella volvió a asentir.

Y él continuó la tortura, manteniéndose quieto pero bajándole el cuerpo, penetrándola pulgada a pulgada, quitándole el aliento, la voz y hasta la capacidad para pensar.

– Sube y baja -ordenó él.

Ella lo miró a los ojos.

– Puedes hacerlo -dijo él dulcemente.

Ella se movió, probando, y gimiendo por el placer de la fricción, y entonces ahogó una exclamación al sentir que seguía bajando y ni siquiera el miembro estaba entero dentro de ella.

– Introdúceme hasta la base.

– No puedo.

Y no podía. No podía, de ninguna manera. La noche anterior sí lo había hecho, pero eso era distinto. No le iba a caber.

Él aumentó la presión de las manos y se arqueó ligeramente, y de pronto, con una sola embestida, la dejó sentada sobre él, aplastándolo, piel con piel.

Y casi no podía respirar.

– Oohhh -gimió él.

Ella continuó sentada, meciéndose hacia delante y atrás, sin saber qué hacer.

Él tenía la respiración muy agitada, entrecortada, y empezó a mover el cuerpo. Ella se cogió de sus hombros, para sostenerse y mantener el asiento, y así fue como comenzó a subir y bajar, a tomar el mando, a buscar el placer para ella.

– Michael, Michael -gemía, sintiendo que el cuerpo se le iba a un lado y al otro, como por voluntad propia, y no tenía la fuerza para resistir las ardientes oleadas de excitación y placer que la recorrían toda entera.

Él simplemente gruñía, arqueándose y moviéndose, embistiendo. Tal como lo prometiera, no era suave, ni era manso. La obligaba a moverse para procurarse el placer, a aferrarse, a moverse con él, y luego a machacarlo, y entonces…

Se le escapó un grito, gutural.

Y el mundo simplemente se desintegró.

No supo qué hacer, no supo qué decir. Le soltó los hombros, enderezó el cuerpo y lo arqueó, con todos los músculos terriblemente tensos.

Y entonces él explotó. Se le contorsionó la cara, se arqueó violentamente, levantándolos a los dos, y ella sintió que se estaba vaciando en ella. Él repetía su nombre una y otra vez, disminuyendo el volumen hasta que fueron susurros apenas audibles. Y cuando se quedó quieto, solamente le dijo:

– Acuéstate conmigo.

Ella se tendió a su lado. Y se durmió.

Por primera vez en muchos días, durmió de verdad, profundamente.

Y nunca supo que él continuó despierto, con los labios posados en su sien y la mano en su pelo.

Susurrando su nombre.

Y susurrando otras palabras también.

Capítulo 20

… Michael hará lo que desee. Siempre hace lo que quiere.

De la carta de la condesa de Kilmartin

a Helen Stirling, tres días después

de recibir su carta.

El día siguiente no le trajo ninguna paz a Francesca. Cuando lo pensaba racionalmente, o al menos todo lo racionalmente de que era capaz, le parecía que si tenía que encontrar una respuesta debería percibir una cierta lógica en el aire, algo que le indicara qué debía hacer, cómo actuar, qué decisiones necesitaba tomar.

Pero no. No percibía nada.

Había hecho el amor con él dos veces.

Dos veces.

Con Michael.

Eso sólo debería haberle dictado sus decisiones, convencido de aceptar su proposición. Debería hacérselo claro. Se había acostado con él. Podría estar embarazada, aunque esa posibilidad la veía remota, dado que le había llevado dos años enteros concebir con John.

Pero incluso sin esa consecuencia, su decisión debería ser evidente. En su mundo, en su sociedad, ese tipo de intimidades en que había participado sólo significaban una cosa.

Debía casarse con él.

Y sin embargo no lograba llevar el sí a sus labios. Cada vez que creía haberse convencido de que eso era lo que tenía que hacer, una vocecita interior le aconsejaba cautela, prudencia, y ella paraba, sin poder continuar adelante, con un miedo terrible de llegar al fondo de sus sentimientos e intentar descubrir por qué se sentía tan paralizada.

Michael no lo entendía, lógicamente. ¿Cómo podría entenderlo si ni ella se entendía?

La tarde anterior, cuando despertó en la casa del jardinero, estaba sola, y encontró una nota de él en la almohada, en la que le explicaba que llevaría a Felix al establo y no tardaría en volver con otro caballo.

Pero cuando llegó, sólo traía un caballo, con lo que la obligaba a compartir con él la silla, aunque esta vez ella montó detrás de él.

Y mientras la ayudaba a montar el otro caballo fuera de la casita del jardinero, le dijo al oído:

– Iré a ver al párroco mañana por la mañana.

– No estoy preparada -contestó al instante, invadido su pecho por el terror-. No vayas a verle todavía.

A él se le ensombreció la cara, pero controló el genio.

– Ya lo hablaremos -dijo simplemente.

Y cabalgaron hasta la casa en silencio.

Tan pronto como entraron en ella, Francesca trató de escapar a su habitación, alegando que necesitaba bañarse, pero él le cogió la mano, con suavidad pero firmeza al mismo tiempo, y de pronto se encontró sola con él, en el salón rosa, justamente ese, de todos los salones de la casa, con la puerta cerrada.

– ¿De qué va esto?

– ¿Qué quieres decir? -logró balbucear ella, tratando angustiosamente de no mirar la mesa que estaba detrás de él, la mesa en que la había sentado la noche anterior y luego le había hecho cosas indecibles.

Y el solo recuerdo le hacía estremecerse.

– Sabes qué quiero decir -dijo él, impaciente.

– Michael, yo…

– ¿Te casarás conmigo?

Dios santo, ojalá no hubiera dicho eso. Todo le resultaba mucho más fácil de evitar cuando no estaban las palabras ahí, suspendidas entre ellos.

– Esto…

– ¿Te casarás conmigo? -repitió él, esta vez en tono duro, con filo.

– No lo sé -contestó ella finalmente-. Necesito más tiempo.

– ¿Tiempo para qué? -ladró él-. ¿Para que yo haga otros intentos de dejarte embarazada?

Ella se encogió como si la hubiera golpeado.

– Porque los haré -le advirtió él, acercándosele más-. Te haré el amor aquí mismo y ahora, y nuevamente esta noche, y mañana tres veces, si eso es lo que hace falta.

– Michael, basta…

– Me he acostado contigo -continuó él, en tono seco, aunque extrañamente urgente-. Dos veces. No eres una inocente, Francesca. Sabes qué significa eso.

Y justamente porque no era una inocente, y nadie esperaría que lo fuera, ella pudo decir:

– Lo sé. Pero eso no importa. No importa, si no concibo.

Michael siseó una palabrota que ella jamás se había imaginado que diría en su presencia.

– Necesito tiempo -repitió, rodeándose con los brazos.

– ¿Para qué?

– No lo sé. Para pensar. Para decidir qué hacer. No lo sé.

– ¿Y qué diablos te queda por pensar? -preguntó él, mordaz.

– Bueno, en primer lugar -ladró ella, ya enfurecida-, sobre si vas a ser un buen marido.

Él retrocedió.

– ¿Qué diablos debo entender con eso?

– Tu conducta del pasado, para empezar -replicó ella, entrecerrando los ojos-. No has sido lo que se dice un modelo de rectitud cris tiana.

– ¿Y eso me lo dice la mujer que me ha ordenado que me quitara la ropa esta tarde?

– No seas horrendo -dijo ella en voz baja.

– Y tú no me incites la furia.

A ella empezó a dolerle la cabeza y tuvo que presionarse las sienes.