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– Por el amor de Dios, Michael, ¿no puedes dejarme pensar? ¿No puedes darme un poco de tiempo para pensar?

Pero la verdad era que le aterraba pensar, porque, ¿qué descubriría? ¿Que era una lasciva, una desvergonzada? ¿Que con ese hombre había sentido sensaciones primitivas, sensaciones escandalosas, intensísimas, sensaciones que nunca había sentido con su marido, al que había amado con todo su corazón?

Con John había sentido placer, pero nada parecido a eso.

Jamás había soñado siquiera que eso existiera.

Y lo había descubierto con Michael.

Con Michael, que era su amigo también. Su confidente.

Su amante.

Dios santo, ¿en qué la convertía eso?

– Por favor -susurró al fin-. Por favor, necesito estar sola.

Michael la miró un largo rato, tanto que ella sintió deseos de encogerse, pero finalmente soltó una maldición en voz baja y salió pisando fuerte del salón.

Entonces ella se desmoronó en el sofá y bajó la cabeza hasta apoyarla en las manos. Pero no lloró.

No lloró. No derramó ni una sola lágrima. Y, por su vida, que no entendía por qué no pudo llorar.

Jamás entendería a las mujeres.

Soltando una sarta de maldiciones, Michael se quitó de un tirón las botas y las arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta del ropero.

– ¿Milord? -preguntó tímidamente su ayuda de cámara, asomando la cabeza por la puerta abierta del vestidor.

– Ahora no, Reivers.

– Muy bien -se apresuró a decir Reivers, entrando discretamente en el dormitorio a recoger las botas-. Sólo me llevaré esto. Las querrá limpias.

Michael volvió a maldecir.

Reivers tragó saliva.

– Eh…, o tal vez prefiere que las queme.

Michael se limitó a mirarlo y a gruñir.

Reivers salió corriendo, pero, en su torpeza, olvidó cerrar la puerta.

Michael se levantó y fue a cerrarla de una patada, y soltó otra maldición al no encontrar ninguna satisfacción en el portazo.

Por lo visto ahora se le negaban hasta los placeres más pequeños de la vida.

Empezó a pasearse desasosegado por la mullida alfombra color vino, deteniéndose de tanto en tanto ante la ventana.

¿Para qué intentar entender a las mujeres? Jamás había pretendido tener esa capacidad. Aunque había creído que entendía a Francesca. Por lo menos lo bastante para decirse que se casaría con un hombre con el que se hubiera acostado dos veces.

Una vez, tal vez. Una vez podría haberlo considerado un error. Pero dos veces…

Jamás permitiría que un hombre le hiciera el amor dos veces a menos que le tuviera un cierto aprecio.

Pero por lo visto estaba equivocado, pensó, haciendo una mueca.

Al parecer estaba dispuesta a utilizarlo para su placer, y lo había utilizado. Santo Dios, lo había utilizado. Asumió el mando, obtuvo de él lo que deseaba y sólo renunció al dominio cuando la pasión entre ellos se convirtió en llamas.

Lo utilizó.

Y él nunca se habría imaginado que pudiera tener eso en ella.

¿Habría sido así con John? ¿Asumía el mando? ¿Lo…?

Se paró en seco, con los pies inmóviles sobre la alfombra.

John.

Se había olvidado de John.

¿Cómo era posible?

Durante años, cada vez que veía a Francesca, cada vez que se le acercaba para aspirar su embriagador aroma, John estaba ahí, primero en sus pensamientos y después en su memoria.

Pero desde el momento en que ella entró en el salón rosa la noche anterior, cuando oyó sus pasos detrás de él y susurró para sí mismo las palabras «Cásate conmigo», se olvidó de John.

Su recuerdo no desaparecería jamás. Era demasiado querido, demasiado importante, para los dos. Pero en algún momento, en algún momento durante su viaje a Escocia, para ser exactos, se había dado permiso para pensar, «Podría casarme con ella; podría pedírselo. Podría».

Y cuando se dio el permiso, fue disminuyendo poco a poco la idea de que la iba a robar del recuerdo de su primo.

Él nunca había aspirado a ocupar ese puesto. Jamás había mirado al cielo deseando el condado. Jamás había deseado verdaderamente a Francesca; simplemente aceptaba que ella nunca podría ser suya.

Pero John había muerto. Muerto.

Y eso no era culpa de nadie.

John había muerto, y a él le cambió la vida en todos los aspectos imaginables a excepción de uno.

Seguía amando a Francesca.

Dios santo, cuánto la amaba.

No había ningún motivo para que no pudieran casarse. No lo prohibía ninguna ley, ninguna costumbre ni ninguna tradición; nada, aparte de su conciencia, que de repente, guardó silencio sobre el asunto.

Entonces, por fin, se permitió hacerse, por primera vez, la única pregunta que no se había hecho.

¿Qué pensaría John de todo esto?

Y comprendió que su primo le habría dado su bendición. Así de grande era su corazón, y así de verdadero su amor por Francesca, y por él. Habría deseado que ella fuera amada y mimada tal como él la amaba y mimaba.

Y habría deseado que él fuera feliz.

La única emoción que nunca había pensado que pudiera aplicarse a éclass="underline" feliz.

Feliz.

Imagínate.

Francesca había estado esperando que Michael golpeara la puerta de su dormitorio, pero cuando sonó el golpe, de todos modos pegó un salto, sorprendida.

La sorpresa fue mucho mayor cuando abrió la puerta y tuvo que bajar considerablemente la vista, a mirar un pie, para ser exactos. Michael no estaba al otro lado de la puerta; sólo una de las criadas, con una enorme bandeja para ella.

Entrecerrando los ojos, desconfiada, asomó la cabeza y miró a uno y otro lado del corredor, suponiendo que él estaría al acecho en un rincón oscuro, esperando el momento oportuno para saltar.

Pero no estaba.

– Su señoría pensó que podría tener apetito -dijo la criada, dejando la bandeja en el escritorio.

Francesca examinó atentamente la bandeja en busca de una nota, una flor, en fin, de algo que indicara las intenciones de Michael, pero no encontró nada.

Y no hubo nada el resto de la noche, y tampoco nada a la mañana siguiente.

Nada fuera de una bandeja con el desayuno, otra reverencia de la criada y otro:

– Su señoría pensó que podría tener apetito.

Ella le había pedido tiempo para pensar y por lo visto eso era exactamente lo que le daba.

Y era horrible.

De acuerdo, tal vez sería peor si él no hubiera hecho caso de sus deseos y no le hubiera permitido estar sola. Estaba claro que no podía fiarse de sí misma en presencia de él; y no se fiaba particularmente de él tampoco, con su atractivo, sus miradas seductoras y sus preguntas susurradas. «¿Me das un beso, Francesca? ¿Me permites que te bese?»

Y ella era incapaz de negarse, teniéndolo tan cerca, con esos ojos, esos pasmosos ojos plateados de párpados entornados, mirándola con esa intensidad que la derretía.

La atontaba, la hechizaba. Tal vez esa era la única explicación.

Se puso un práctico vestido de diario que le serviría muy bien para estar al aire libre. No quería quedarse encerrada en su habitación, pero tampoco deseaba vagar por los corredores de Kilmartin, reteniendo el aliento al dar la vuelta a cada esquina esperando que Michael apareciera ante ella.

Si él se lo proponía, la encontraría, sin duda, pero por lo menos tendría que dedicar tiempo y esfuerzo a eso.

Cuando se tomó el desayuno le sorprendió comprobar que tenía bastante apetito, considerando las circunstancias. Después salió sigilosamente y agitó la cabeza regañándose cuando miró furtivamente a un lado y otro del corredor, actuando como un vulgar ladrón, impaciente por escapar sin ser vista.

A eso estaba reducida, pensó, malhumorada.

Pero no lo vio cuando iba por el corredor ni tampoco cuando bajó la escalera.

Tampoco lo vio en ninguno de los salones ni salas de estar, y cuando llegó a la puerta principal, no pudo evitar fruncir el ceño.