¿Dónde estaría?
No deseaba verlo, lógicamente, pero eso lo encontraba bastante decepcionante, después de lo preocupada que había estado.
Colocó la mano en el pomo.
Debería salir a toda prisa. Debería salir inmediatamente, no había un alma por ninguna parte y podía escapar sin ser vista.
Pero se detuvo.
– ¿Michael? -susurró.
En realidad, sólo moduló la palabra, lo cual no contaba para nada, pero no lograba quitarse la sensación de que él estaba ahí, y la estaba observando.
– ¿Michael? -dijo entonces, en voz baja, mirando hacia todos lados.
Nada.
Agitó la cabeza. Buen Dios, ¿qué le pasaba? Se estaba volviendo muy fantasiosa, incluso paranoica.
Echando una última mirada hacia atrás, abrió la puerta y salió.
Y no lo vio, pues él estaba observándola oculto en el esconce bajo la curva de la escalera, con una leve y muy franca sonrisa en la cara.
Francesca perseveró al aire libre todo el tiempo que pudo, hasta que finalmente la derrotó una combinación de cansancio y frío. Había caminado sin rumbo por los campos tal vez unas seis o siete horas, y estaba cansada, tenía hambre y no deseaba otra cosa que una taza de té.
Además, no podía estar fuera de la casa eternamente.
Así que, volvió, y entró con el mismo sigilo con que había salido, con la idea de subir a su dormitorio, donde podría comer algo en privado. Pero aún no había llegado al pie de la escalera cuando oyó su nombre.
– ¡Francesca!
Era Michael. Quién iba a ser si no él. No podría haber supuesto que la dejaría en paz eternamente.
Pero lo extraño era que no sabía muy bien si eso le molestaba o le aliviaba.
– Francesca -repitió él, asomándose a la puerta de la biblioteca-, ven a acompañarme.
Su voz sonaba afable, demasiado afable, si eso era posible. Además, sintió desconfianza ante la elección de la sala. ¿No era más lógico que hubiera deseado atraerla al salón rosa, donde la asaltarían los recuerdos de su tórrida unión sexual? ¿O por lo menos haber elegido el salón verde, que estaba decorado en un lujoso estilo romántico, con divanes acolchados y cojines muy mullidos?
¿Qué pretendía hacer en la biblioteca, que, estaba segura, era la sala de Kilmartin que menos se prestaba para una escena de seducción?
– ¿Francesca? -repitió él, como si le divirtiera la indecisión de ella.
– ¿Qué haces ahí? -le preguntó ella, tratando de no parecer desconfiada.
– Tomar té.
– ¿Té?
– Hojas de una planta llamada té remojadas en agua hirviendo. Tal vez lo has probado.
Ella frunció los labios.
– ¿En la biblioteca?
– Me pareció un lugar tan bueno como cualquier otro -repuso él, encogiéndose de hombros. Se hizo a un lado y con un amplio gesto con el brazo le indicó que debía entrar-. Un lugar tan inocente como otro cualquiera -añadió.
Ella trató de no ruborizarse.
– ¿Ha sido agradable el paseo? -preguntó él, en tono amable y amistoso.
– Eh… sí.
– El día está precioso para estar fuera.
Ella asintió.
– Aunque me imagino que el suelo todavía está encharcado en muchas partes.
¿Qué se proponía?, pensó ella.
– ¿Té? -ofreció él.
Ella asintió y agrandó los ojos al verlo servir una taza. Los hombres jamás hacían eso.
– En la India tenía que arreglármelas solo de vez en cuando -explicó él, leyéndole el pensamiento-. Ten.
Ella cogió la delicada taza de porcelana, se sentó y la rodeó con las manos para calentárselas. Sopló ligeramente el té y tomó un sorbo, para comprobar la temperatura.
– ¿Galletas? -ofreció él, presentándole una bandeja llena de todo tipo de exquisiteces horneadas.
A ella le rugió el estómago, y cogió una sin decir nada.
– Son muy buenas -comentó él-. Me he comido cuatro mientras te esperaba.
– ¿Cuánto tiempo has esperado? -preguntó ella, casi sorprendida por el sonido de su voz.
– Una hora más o menos.
Ella bebió otro sorbo.
– Todavía está bastante caliente.
– Hice traer otra tetera hace diez minutos.
– Ah.
Esa consideración era, si no exactamente sorprendente, sí inesperada.
Él arqueó una ceja, aunque muy levemente, y ella no supo si lo había hecho a propósito. Él siempre controlaba muy bien sus expresiones; habría sido un excelente jugador si hubiera tenido esa inclinación. Pero su ceja izquierda era diferente; ella había observado hacía años que a veces se le movía sola cuando era evidente que quería mantener la expresión impasible. Siempre había considerado ese gesto su pequeño secreto, su ventana privada para ver el funcionamiento de su mente.
Aunque ya no estaba segura de si deseaba una ventana así; entrañaba una intimidad con la que ya no se sentía cómoda.
Por no decir que se había engañado al creer que alguna vez había entendido el funcionamiento de su mente.
Él cogió una galleta de la bandeja, contempló un momento la pequeña porción de mermelada de frambuesas del centro y se la echó a la boca.
– ¿De qué va esto? -preguntó ella al fin, sin poder seguir conteniendo su curiosidad. Se sentía como una presa, bien cebada y lista para matar.
– ¿El té? -preguntó él, después de tragar su bocado-. Principalmente de té, si necesitas saberlo.
– Michael.
– Pensé que podrías tener frío -explicó él, encogiéndose de hombros-. Has estado fuera un buen rato.
– ¿Sabes a qué hora salí?
– Por supuesto -contestó él, mirándola sardónico.
Y ella no se sorprendió. En realidad, lo único que le sorprendió fue no haberse sorprendido.
– Te tengo una cosa -dijo él.
Ella entrecerró los ojos.
– ¿Sí?
– ¿Te parece tan extraordinario? -musitó él y alargó la mano para coger algo que estaba en el sillón de al lado.
Ella retuvo el aliento. «Un anillo no. Por favor, que no sea un anillo. Todavía no.»
No estaba preparada para decir sí.
Y tampoco estaba preparada para decir no.
Pero él dejó sobre la mesa un ramillete de flores, cada flor más delicada que la otra. Ella nunca había sido muy buena para reconocer las flores; no se había tomado el trabajo de aprenderse los nombres, pero había unas absolutamente blancas, otras lila y otras que eran casi azules. Todas estaban elegantemente atadas con una cinta plateada.
Se limitó a mirar el ramillete, sin lograr interpretar el significado de ese gesto.
– Puedes tocarlo -dijo él, con un asomo de diversión en la voz-. No te contagiará ninguna enfermedad.
– No, claro que no -se apresuró a decir ella, cogiendo el ramillete-. Sólo que…
Se acercó el ramillete a la cara, aspiró el aroma de las flores y lo dejó sobre la mesa, y rápidamente juntó las manos sobre la falda.
– ¿Sólo que qué? -preguntó él.
– La verdad es que no lo sé -contestó ella. Y no lo sabía. No tenía ni idea de cómo pensaba terminar esa frase ni si había tenido la intención de terminarla. Miró el ramillete, pestañeó varias veces y preguntó-: ¿Qué es esto?
– Yo lo llamo flores.
Ella levantó la vista y lo miró a los ojos, profundamente.
– No. ¿Qué es esto?
– ¿El gesto, quieres decir? -preguntó él, y sonrió-. Vamos, te estoy cortejando.
Ella entreabrió los labios.
– ¿Es tan sorprendente?
«¿Después de todo lo que ha ocurrido entre nosotros? -pensó ella-. Sí.»
– Te lo mereces, como mínimo.
– Creí oírte decir que tenías la intención de…
Se interrumpió, ruborizándose. Él había dicho que le iba a hacer el amor hasta que se quedara embarazada.
Tres veces ese día, en realidad. Tres veces, había prometido, y todavía estaban en cero, y…
Le ardieron las mejillas y no pudo evitar la sensación que le produjo el recuerdo de él entre sus piernas.