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– Amo a tu primo -musitó ella-. Jamás lo traicionaría.

Él bajó la mano hasta el costado.

– Lo sé.

Estaba tan guapo, tan hermoso, a la luz de la luna, y se veía tan insoportablemente necesitado de amor, que a ella casi se le rompió el corazón. Seguro que ninguna mujer sería capaz de resistírsele, con esa cara perfecta y ese cuerpo alto y musculoso. Y cualquiera que se tomara el tiempo para mirar lo que había debajo de esa belleza llegaría a conocerlo tan bien como ella: como un hombre bueno, amable, leal.

Todo eso mezclado con un poquito de picardía del demonio, claro, pero tal vez eso era justamente lo que atraía a las damas.

– ¿Nos volvemos? -dijo él de repente, todo encanto, haciendo un gesto hacia la casa.

Suspirando, ella se dio media vuelta.

– Gracias por acompañarme -dijo, pasados unos cuantos minutos de agradable y amistoso silencio-. No exageré cuando dije que me iba a volver loca si llovía.

– No dijiste eso -dijo él.

Al instante se dio una patada mentalmente. Lo que había dicho era que se había sentido algo rara, no que se iba a volver loca, pero sólo un intelectual idiota o un tonto enamorado habría notado la diferencia.

Ella frunció el ceño.

– ¿No lo dije? Bueno, lo estaba pensando. Me sentía algo floja, decaída, si has de saberlo. El aire fresco me ha hecho muchísimo bien.

– Me alegra haber contribuido a eso -dijo él, galantemente.

Ella sonrió. Ya iban subiendo la escalinata de la casa y, cuando pusieron los pies en el último peldaño, se abrió la puerta; el mayordomo debía haber estado observándolos. Michael esperó en el vestíbulo mientras el mayordomo la ayudaba a quitarse la capa.

– ¿Te vas a quedar a tomar otra copa, o tienes que marcharte inmediatamente para tu cita? -le preguntó ella, con los ojos brillantes y traviesos.

Él miró el reloj del final del vestíbulo. Eran las ocho y media, y si bien no tenía que ir a ninguna parte, pues no había ninguna mujer esperándolo, aunque sin duda podría encontrar alguna en un abrir y cerrar de ojos, y quizá lo haría, no le apetecía mucho continuar en la casa Kilmartin.

– Tengo que irme -dijo-. Tengo mucho que hacer.

– No tienes nada que hacer, y bien que lo sabes. Sólo deseas portarte mal.

– Es un pasatiempo admirable -masculló él.

Ella abrió la boca para replicar, pero justo en ese momento bajó la escalera Simons, el ayuda de cámara de John, contratado hacía poco.

– ¿Milady?

Francesca se giró hacia él y le hizo un gesto de asentimiento, indicándole que podía continuar.

– He golpeado la puerta de su señoría y le he llamado, dos veces, pero parece que está durmiendo muy profundamente. ¿Quiere que le despierte de todos modos?

Francesca asintió.

– Sí. Me encantaría dejarlo dormir. Ha trabajado muchísimo estos últimos días -esa información iba dirigida a Michael-, pero sé que esa reunión con lord Liverpool es muy importante. Deberías… No, espera, yo iré a despertarlo. Será mejor así. ¿Te veré mañana? -le preguntó a Michael.

– En realidad, si John no se ha marchado todavía, esperaré. Vine a pie, así que me iría muy bien servirme de su coche una vez que lo desocupe.

Asintiendo, ella empezó a subir a toda prisa la escalera.

No teniendo nada que hacer, aparte de canturrear en voz baja, Michael comenzó a pasearse por el vestíbulo, mirando los cuadros.

Y entonces oyó el grito de ella.

Michael no tenía el menor recuerdo de haber subido corriendo la escalera, pero se encontraba allí, en el dormitorio de John y Francesca, la única habitación de la casa en la que no había entrado jamás.

– ¿Francesca? -exclamó-. Frannie, Frannie, ¿qué…?

Ella estaba sentada junto a la cama, con una mano aferrada al antebrazo de John, que colgaba por el lado.

– Despiértalo, Michael -exclamó-. Despiértalo, por favor. ¡Despiértalo!

Michael sintió que su mundo se desvanecía. La cama estaba al otro lado de la habitación, a unas cuatro yardas, pero lo supo. Nadie conocía a John tan bien como él. Nadie.

Y John no estaba en la habitación. No estaba. Lo que estaba en la cama…

No era John.

– Francesca -musitó, avanzando lentamente hacia ella. Sentía el cuerpo raro, las piernas pesadas, muy pesadas-. Francesca.

Ella lo miró, con los ojos muy abiertos, afligidos.

– Despiértalo, Michael.

– Francesca, yo no…

– ¡Ahora! -gritó ella, abalanzándose sobre él-. ¡Despiértalo! Tú puedes. ¡Despiértalo! ¡Despiértalo!

Lo único que pudo hacer él fue quedarse inmóvil donde estaba, mientras ella le golpeaba el pecho con los puños, y continuar ahí cuando ella le cogió la corbata y comenzó a tironeársela y tironeársela hasta que él comenzó a ahogarse, sin poder respirar. Ni siquiera podía abrazarla, no podía darle ningún consuelo, porque él se sentía tan destrozado, tan confundido como ella.

De pronto a ella la abandonó la energía y se desplomó en sus brazos, mojándole la camisa con sus lágrimas.

– Tenía un dolor de cabeza -gimió-. Sólo eso. Sólo un dolor de cabeza. -Lo miró suplicante, escrutándole la cara, buscando respuestas que él no podría darle jamás-. Sólo un dolor de cabeza -repitió.

Y se veía destrozada.

– Lo sé -dijo él, sabiendo que eso no era suficiente.

– Oh, Michael -sollozó ella-. ¿Qué voy a hacer?

– No lo sé -contestó él, porque no lo sabía.

Entre Eton, Cambridge y el ejército, lo habían preparado para todo lo que debe saber de la vida un caballero inglés, pero no para «eso».

– No lo entiendo -estaba diciendo ella.

Pensó que estaba diciendo muchas cosas, pero ninguna de ellas tenía ningún sentido a sus oídos. Ni siquiera tenía la fuerza para continuar de pie, así que juntos se desmoronaron y quedaron sentados sobre la alfombra, apoyados en el lado de la cama.

Él se quedó mirando sin ver la pared de enfrente, pensando por qué no lloraba. Estaba atontado, adormecido, sentía todo el cuerpo pesado, y no lograba quitarse la sensación de que le habían arrancado el alma del cuerpo.

John no.

¿Por qué?

¿Por qué?

Y mientras estaba sentado ahí, vagamente consciente de que los criados se habían agrupado justo fuera de la puerta, le pareció que Francesca estaba gimiendo esas mismas palabras:

– John no.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué?

– ¿Cree que podría estar embarazada?

Michael miró fijamente a lord Winston, el vehemente hombrecillo, miembro, al parecer recién nombrado, del Comité de Privilegios de la Cámara de los Lores, tratando de encontrarle sentido a sus palabras. Sólo hacía un día que había muerto John; todavía le resultaba difícil encontrarle sentido a algo. Y venía ese hombrecillo hinchado exigiéndole una audiencia para perorar acerca de unos deberes sacrosantos hacia la Corona.

– Su señoría -explicó lord Winston-. Si está embarazada, eso lo complicará todo.

– No lo sé. No se lo he preguntado.

– Debe preguntárselo. No me cabe duda de que usted está impaciente por asumir el título y el control de sus nuevas propiedades, pero debemos determinar si ella está embarazada. Además, si lo está, un miembro de nuestro comité deberá estar presente en el parto.

Michael sintió que se le aflojaban todos los músculos de la cara.

– Perdón, ¿qué ha dicho? -logró decir.

– Cambio de bebé -dijo lord Winston, lúgubremente-. Ha habido casos…

– Vamos, por el amor de Dios…

– Esto es tanto para protegerle a usted como a cualquier otro -interrumpió lord Winston-. Si su señoría da a luz a una niña y no hay nadie presente para servir de testigo, ¿qué le impediría cambiar a la niña por un niño?