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Santo Dios.

Pero, afortunadamente, la expresión de él continuó inocente y sólo dijo:

– He repensado mis estrategias.

Ella se llevó la galleta a la boca y le hincó el diente; cualquier pretexto para cubrirse un poco la cara con la mano y ocultar su azoramiento.

– Claro que sigo empeñado en conseguir mi objetivo en ese aspecto -continuó él, inclinándose hacia ella con una seductora mirada-. Sólo soy un hombre, después de todo. Y tú, como creo que lo hemos dejado más que claro, eres muy, muy mujer.

Ella se metió bruscamente el resto de la galleta en la boca.

– Pero pensé que te mereces más -concluyó él, echándose hacia atrás con expresión mansa, como si no acabara de enterrarle un dardo con ese insinuante comentario-. ¿No te parece?

Pues no, no se lo parecía. Al menos ya no. Lo cual era un buen problema.

Porque mientras se echaba comida a la boca desesperada, no podía apartar los ojos de sus labios. Esos labios magníficos, que le sonreían lánguidamente.

Se oyó suspirar. Esos labios le habían hecho cosas magníficas.

A toda ella, palmo a palmo, pulgada a pulgada.

Buen Dios, si prácticamente los estaba sintiendo en ese momento.

Y le hacían revolverse en el asiento.

– ¿Te sientes mal? -preguntó él, solícito.

– Estoy muy bien -logró contestar ella, bebiendo un buen trago de té.

– ¿Es incómodo el sillón?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Se te ofrece algo?

– ¿Por qué haces esto? -logró preguntar ella al fin.

– ¿Hacer qué?

– Ser tan amable conmigo.

– ¿No debería serlo? -preguntó él, arqueando una ceja, sorprendido.

– ¡No!

– No debo ser amable -dijo él, no como una pregunta sino como si lo encontrara divertido.

– No es eso lo que he querido decir -dijo ella, negando con la cabeza.

La confundía, y eso lo detestaba. No había nada que valorara más que tener la cabeza fría y despejada, y Michael había logrado despojarla de eso con un solo beso.

Y luego hizo más. Mucho más.

Jamás volvería a ser la misma.

Jamás volvería a estar «cuerda».

– Pareces afligida.

Ella deseó estrangularlo.

Él ladeó la cabeza y le sonrió.

Ella deseó besarlo.

Él levantó la tetera.

– ¿Más?

Dios santo, sí, y ese era el problema.

– ¿Francesca?

Ella deseó saltar por encima de la mesa y caer en su regazo.

– ¿De verdad te sientes bien?

Se le estaba haciendo difícil respirar.

– ¿Frannie?

Cada vez que él hablaba, cada vez que movía la boca, aunque sólo fuera para respirar, a ella se le iban los ojos a sus labios.

Y sentía deseos de lamerse los suyos.

Y sabía que él sabía exactamente lo que estaba sintiendo, con toda su experiencia, con toda su pericia para seducir.

Podría cogerla en sus brazos en ese momento y ella no lo rechazaría.

Podría acariciarla y ella estallaría en llamas.

– Tengo que irme -dijo.

Pero no logró decirlo con firmeza y convicción. Y no le ayudaba nada no poder desviar los ojos de los suyos.

– ¿Asuntos importantes que atender en tu dormitorio? -musitó él, curvando los labios.

Ella asintió, aun cuando sabía que se estaba burlando.

– Ve, entonces -dijo él, con la voz suave, que en realidad sonó más como un seductor ronroneo.

Ella consiguió mover las manos y ponerlas sobre la mesa. Se cogió del borde, ordenándose levantarse para salir, hacer algo, moverse.

Pero estaba paralizada.

– ¿Preferirías quedarte? -musitó él.

Ella negó con la cabeza, o al menos creyó que lo hacía. Él se levantó, fue a ponerse detrás de su sillón y se inclinó a susurrarle al oído:

– ¿Te ayudo a levantarte?

Ella volvió a negar con la cabeza y se levantó casi de un salto; paradójicamente su cercanía había roto el hechizo. Con el brusco movimiento, le enterró el hombro en el pecho, y retrocedió, aterrada de que otro contacto le hiciera hacer algo que podría lamentar.

Como si ya no hubiera hecho bastante.

– Necesito subir -dijo a borbotones.

– Sí, claro -dijo él dulcemente.

– Sola -añadió.

– Ni soñaría con obligarte a soportar mi compañía un instante más.

Ella entrecerró los ojos. ¿Qué se proponía Michael? ¿Y por qué diablos se sentía tan decepcionada?

– Pero tal vez… -musitó él.

A ella le dio un vuelco el corazón.

– … tal vez debería darte un beso de despedida. En la mano, por supuesto; eso sería lo decoroso.

Como si no hubieran enviado al cuerno el decoro en Londres.

Él le cogió suavemente la mano.

– Estamos de cortejo, después de todo, ¿verdad?

Cuando él se inclinó sobre su mano, ella le miró la cabeza, sin poder apartar los ojos. Apenas le rozó el dorso de la mano con los labios. Una vez, dos veces, y eso fue todo.

– Sueña conmigo -le dijo, entonces, dulcemente.

A ella se le entreabrieron solos los labios. No podía dejar de mirarle la cara. Él la atontaba, le cautivaba el alma. Y no pudo moverse.

– A no ser que desees algo más que un sueño -dijo él.

Y ella lo deseaba.

– ¿Te quedas o te vas? -susurró él.

Ella se quedó. Dios la amparara, se quedó.

Y Michael le demostró lo romántica que puede llegar a ser una biblioteca.

Capítulo 21

… unas pocas letras para decirte que he llegado bien a Escocia. Debo decir que me alegra estar aquí. Londres estaba tan estimulante como siempre, pero creo que yo necesitaba un poco de silencio y quietud. Aquí en el campo me siento mucho más centrada y en paz.

De la carta de la condesa de Kilmartin a su madre, la vizcondesa

Bridgerton viuda, al día siguiente de su llegada a Kilmartin.

Tres semanas después, Francesca seguía sin saber qué hacer.

Michael le había propuesto el tema del matrimonio otras dos veces, y cada vez ella había logrado evadir la respuesta. Si consideraba su proposición, tendría que pensar, de verdad. Tendría que pensar en él, tendría que pensar en John y, lo peor de todo, tendría que pensar en ella.

Y tendría que decidir qué hacer. Vivía diciéndose que sólo se casaría con él si se quedaba embarazada, pero una y otra vez volvía a la habitación de él y se dejaba seducir.

Aunque en realidad eso último ya no era cierto. Se engañaba si creía que necesitaba que él la sedujera para hacerle espacio en su cama. Ella se había convertido en la mala, por mucho que intentara ocultarse de esa realidad diciéndose que salía a vagar por la noche en camisón y bata porque estaba desasosegada, no porque fuera a buscar la compañía de él.

Pero siempre lo encontraba. Y si no lo encontraba, se colocaba en un lugar donde él la encontrara.

Y jamás decía no.

Michael se estaba impacientando. Lo disimulaba, pero ella lo conocía bien. Lo conocía mejor de lo que conocía a ninguna otra persona del planeta, y aunque él insistía en que la estaba cortejando, galanteándola con frases y gestos románticos, ella veía las sutiles arruguitas de impaciencia alrededor de su boca. Cuando él comenzaba una conversación que ella sabía que llevaba al tema del matrimonio, siempre cambiaba de tema antes de que él llegara a decir la palabra.

Él le dejaba salirse con la suya, pero le cambiaba la expresión de los ojos, se le ponía rígida la mandíbula y después, cuando le hacía el amor, lo que siempre hacía después de momentos como esos, lo hacía con renovada urgencia e incluso con un asomo de rabia.

De todos modos, eso no bastaba para incitarla a actuar.

No podía decirle sí. No sabía por qué; simplemente no podía.

Pero tampoco podía decirle no. Tal vez era mala, y tal vez era una lujuriosa, pero no deseaba que eso acabara. No quería que acabara la pasión y tampoco quería, se veía obligada a reconocer, quedarse sin su compañía.