Выбрать главу

«Y para el grandioso final, préndele fuego, maldita sea. Bravo, Francesca».

Ahí iba su corazón.

Se miró las manos. Se había dejado las marcas de las uñas en las palmas. Una se le enterró y le rompió la piel.

¿Qué podía hacer? ¿Qué demonios podía hacer ahora?

No sabría vivir su vida con ella sabiendo la verdad. Durante seis años, todos sus pensamientos y actos habían girado en torno a procurar que ella no lo supiera. Todos los hombres tienen un principio orientador en su vida, y ese había sido el suyo.

Asegurar que ella nunca lo descubriera.

Se dejó caer en su sillón, sin poder contener su risa de loco maniático.

«Venga, Michael», pensó, haciendo temblar el asiento con los estremecimientos de la risa, y bajando la cabeza hasta apoyar la cara en las manos, «bienvenido al resto de tu vida».

Resultó que su segundo acto comenzó antes de lo que esperaba, con un suave golpe en la puerta, tres horas después.

Él seguía sentado en el sillón, y la única concesión que había hecho al paso del tiempo fue dejar de apoyar la cara en las manos, enderezarse y apoyar la cabeza en el respaldo. Ya llevaba un buen rato así, con el cuello inmóvil, e incómodo, mirando sin ver un punto elegido al azar de la seda color crema que tapizaba la pared.

Se sentía ido, lejos, y cuando oyó el golpe ni siquiera supo que era el sonido de un golpe en la puerta.

Pero el golpe volvió a sonar, igual de tímido que el primero, pero insistente.

El que fuera que estaba ahí, no se marcharía.

– ¡Adelante! -rugió.

El él era una ella.

Francesca.

Debería haberse levantado. Y deseó levantarse; a pesar de todo, no la odiaba, no deseaba faltarle al respeto. Pero ella le había arrancado todo, hasta el último vestigio de fuerza y finalidad, y lo único que logró hacer fue alzar levemente las cejas.

– ¿Qué? -preguntó, cansado.

Ella abrió la boca pero no dijo nada. Estaba mojada, observó él, casi perezosamente. Debía de haber salido de la casa. Vaya tonta, con el frío que hacía fuera.

– ¿Qué pasa, Francesca?

– Me casaré contigo si todavía quieres -dijo ella, en voz tan baja que más que oírla le entendió el movimiento de los labios.

Cualquiera habría pensado que se levantaría de un salto, o por lo menos se levantaría, sin poder contener la dicha que le iba recorriendo el cuerpo. Cualquiera habría pensado que atravesaría a largos pasos la habitación, todo un hombre resuelto y decidido, la cogería en sus brazos, le bañaría de besos la cara y la tumbaría en la cama, donde podría sellar el trato de la manera más primitiva posible.

Pero continuó ahí sentado, con el corazón tan agotado que lo único que pudo hacer fue preguntar:

– ¿Por qué?

Ella se encogió al detectar desconfianza en su voz, pero en ese momento no se sentía particularmente caritativo. Que sufriera un poco de incomodidad, después de lo que le había hecho.

– No lo sé -dijo ella.

Estaba muy quieta, con los brazos rectos a los costados. No estaba rígida, pero se notaba que le costaba un esfuerzo no moverse.

Y si se movía, sospechó él, sería para salir corriendo de la habitación.

– Tendrás que hacerlo mejor -dijo.

Ella se cogió el labio inferior entre los dientes.

– No lo sé -musitó-. No me obligues a inventar una explicación.

Él arqueó una ceja, sardónico.

– No todavía, al menos -añadió ella.

Palabras, pensó él, casi objetivamente. Él había dicho sus palabras, y esas eran las de ella.

– Puedes retractarte -dijo, con voz grave.

Ella negó con la cabeza.

Entonces él se levantó, lentamente.

– No habrá marcha atrás. Nada de dudas. Nada de cambiar de decisión.

– No. Lo prometo.

Y eso fue lo que por fin le permitió creerle. Francesca no hacía promesas a la ligera. Y jamás faltaba a sus promesas.

En un instante estuvo al otro lado de la habitación, con las manos en su espalda, rodeándola con los brazos, bañándole la cara de besos, como un desesperado.

– Serás mía. ¿Lo entiendes?

Ella asintió, y arqueó el cuello cuando él le deslizó los labios por esa larga columna hasta su hombro.

– Si quiero atarte a la cama y retenerte aquí hasta que te quedes embarazada, lo harás.

– Sí.

– Y no te quejarás.

Ella negó con la cabeza.

Él le tironeó el vestido, y este cayó al suelo con pasmosa rapidez.

– Y te gustará -gruñó.

– Sí. Ah, sí.

La llevó a la cama. La tumbó sin ninguna suavidad, pero al parecer ella no deseaba suavidad, y se le echó encima como un hombre hambriento.

– Serás mía -repitió, cogiéndole las nalgas y apretándola a él-. Mía.

Y ella lo fue. Por esa noche, al menos, fue suya.

Capítulo 22

… No me cabe duda de que lo tienes todo bien organizado. Como siempre.

De la carta de la vizcondesa Bridgerton

viuda a su hija, la condesa de Kilmartin,

inmediatamente después de recibir su carta.

La parte más difícil de organizar una boda con Michael, no tardó en comprender Francesca, era encontrar la manera de comunicarlo a la gente.

Con lo difícil que le había resultado aceptar la idea, no lograba imaginarse cómo se lo tomarían los demás. Buen Dios, ¿qué diría Janet? Había apoyado extraordinariamente su decisión de volverse a casar, pero seguro que no habría considerado candidato a Michael.

De todos modos, cuando estuvo sentada ante su escritorio, con la pluma suspendida horas y horas sobre el papel, tratando de encontrar las palabras adecuadas, en su interior sabía que iba a hacer lo correcto.

Todavía no sabía bien por qué había decidido casarse con él. Y tampoco sabía cómo debería sentirse por su pasmosa declaración de amor, pero sí sabía que deseaba ser su esposa.

Pero eso no le hacía más fácil encontrar las palabras para comunicárselo a todos los demás.

Estaba sentada en su despacho, escribiendo cartas a sus familiares, o, mejor dicho, arrugando el papel de su último intento fallido y arrojándolo al suelo, cuando entró Michael con la correspondencia.

– Ha llegado esto de tu madre -dijo, pasándole un sobre color crema escrito con letra muy elegante.

Francesca lo abrió con el abrecartas, sacó la carta y observó, sorprendida, que constaba de cuatro páginas escritas de arriba abajo. Normalmente su madre se las arreglaba para decir todo lo que tenía que decir en una hoja, o como mucho, dos.

– Buen Dios -exclamó.

– ¿Pasa algo? -preguntó Michael, sentándose en el borde del escritorio.

– No, no -contestó ella, distraída-. Sólo que… ¡Santo cielo!

Él se inclinó y estiró un poco el cuerpo, intentando leer.

– ¿Qué pasa?

Francesca se limitó a mover la mano indicándole que se callara.

– ¿Frannie?

Ella pasó a la página siguiente.

– ¡Santo cielo!

– Dame eso -dijo él, alargando la mano para coger el papel.

Ella se apresuró a girarse hacia un lado, sin soltar el papel.

– Ah, caramba -exclamó.

– Francesca Stirling, si no me…

– Colin y Penelope se han casado.

Michael puso los ojos en blanco.

– Ya sabíamos…

– No, quiero decir que adelantaron la boda en, bueno, caramba, tiene que haber sido en más de un mes, diría yo.

– Bien por ellos -dijo él, encogiéndose de hombros.

Francesca lo miró fastidiada.

– Alguien debería habérmelo dicho.

– Me imagino que no hubo tiempo.

– Pero eso no es lo peor -continuó ella, muy irritada.

– No logro imaginar…

– Eloise también se va a casar.

– ¿Eloise? -repitió Michael, sorprendido-. ¿La ha cortejado alguien alguna vez?

– No -repuso Francesca pasando rápidamente a la tercera página-. Es un hombre al que no ha visto nunca.