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– Bueno, supongo que ya lo habrá visto -dijo él, en tono guasón.

– No puedo creer que nadie me lo haya dicho.

– Has estado en Escocia.

– De todos modos -insistió ella, malhumorada.

Michael se limitó a reírse de su fastidio, el maldito.

– Es como si yo no existiera -continuó, tan irritada que lo miró feroz a él.

– Vamos, yo no diría…

– Ah, sí -dijo ella, con mucha energía-. Francesca.

– Frannie -musitó él, y su voz denotaba que se sentía bastante divertido.

– ¿Alguien se lo ha dicho a Francesca? -dijo ella, haciendo como si estuvieran hablando sus familiares-. ¿La recordáis? ¿La sexta de ocho? ¿La de los ojos azules?

– Frannie, no seas tonta.

– No soy tonta, sólo que me siento ignorada.

– Yo creía que te gustaba estar algo separada de tu familia.

– Bueno, sí -gruñó ella-, pero eso no viene al caso.

– Ah, no, claro -musitó él.

Ella lo miró indignada por el sarcasmo.

– ¿Nos preparamos para ir a la boda? -le preguntó él, entonces.

– Como si pudiera -bufó ella-. Es dentro de tres días.

– Mis felicitaciones -dijo él, admirado.

Ella entrecerró los ojos, desconfiada.

– ¿Y qué quieres decir con eso?

– No se puede dejar de sentir un inmenso respeto por cualquier hombre que consigue esa hazaña con tanta rapidez -dijo él, encogiéndose de hombros.

– ¡Michael!

– Yo lo hice -añadió él, mirándola con una sonrisa decididamente maliciosa.

– Aún no me he casado contigo.

– La hazaña a la que me refería no es el matrimonio -repuso él, sonriendo.

Ella sintió subir un intenso rubor a la cara.

– Basta -masculló.

– Ah, pues no -dijo él, deslizándole las yemas de los dedos por el dorso de la mano.

– Michael, este no es el momento -dijo ella, retirando la mano.

– Ya comienza -suspiró él.

– ¿Qué significa eso?

– Ah, nada -contestó él, yendo a sentarse en una silla cercana-. Simplemente que aún no estamos casados y ya parece que llevamos juntos muchos años.

Ella lo miró burlona y volvió la atención a la carta de su madre. Sí que hablaban como una pareja casada hace mucho tiempo, pero no le daría la satisfacción de mostrarse de acuerdo. Eso se debía tal vez a que, a diferencia de los novios recién comprometidos, se conocían desde hacía años. A pesar de los pasmosos cambios de las últimas semanas, él era su mejor amigo.

Se quedó inmóvil al pensar eso.

– ¿Pasa algo? -le preguntó Michael.

– No -contestó ella, negando levemente con la cabeza.

En algún momento, en medio de toda su confusión, había perdido de vista eso. Michael era tal vez la última persona con la que hubiera pensado que se casaría, pero eso era por un buen motivo, ¿verdad?

¿Quién habría pensado que ella se casaría con su mejor amigo?

Eso tenía que ser un buen presagio para la unión.

– Casémonos -dijo él, de pronto.

Ella lo miró interrogante.

– ¿No estaba decidido ya?

– No -dijo él, cogiéndole la mano-. Quiero decir, casémonos hoy.

– ¿Hoy? ¿Estás loco?

– No, en absoluto. Estamos en Escocia. No necesitamos proclamas.

– Bueno, no, pero…

Él hincó una rodilla ante ella, con los ojos brillantes.

– Hagámoslo, Francesca. Seamos locos, malos y precipitados.

– Nadie se lo creerá -dijo ella al fin.

– Nadie se lo va a creer de todos modos.

Él tenía su punto de razón en eso.

– Pero mi familia…

– Acabas de decir que te dejaron fuera de las celebraciones.

– ¡Sí, pero no lo hicieron adrede!

Él se encogió de hombros.

– ¿Importa eso?

– Bueno, sí, si lo pensamos…

Él se incorporó y de un tirón la puso de pie.

– Vamos.

– Michael…

Y la verdad era que no sabía por qué arrastraba los pies, aunque tal vez sólo era porque creía que debía. Al fin y al cabo era una boda, y una precipitación así sería un poco indecorosa.

Él arqueó una ceja.

– ¿De veras deseas una boda celebrada ante una gran concurrencia, con fiesta y mucho lujo?

– No -respondió ella, sinceramente. Ya la había tenido una vez; no sería apropiado en la segunda.

Él se le acercó y le rozó la oreja con los labios.

– ¿Estás dispuesta a correr el riesgo de tener un bebé ochomesino?

– Es evidente que lo estaba -repuso ella, muy fresca.

– Venga, démosle a nuestro bebé los respetables nueve meses de gestación -dijo él, en tono airoso.

Ella tragó saliva, incómoda.

– Michael, tienes que saber que es posible que no conciba. Con John me llevó…

– No me importa -interrumpió él.

– Yo creo que te importa -dijo ella dulcemente, preocupada por su respuesta, pero resuelta a entrar en el matrimonio con la conciencia tranquila-. Lo has dicho varias veces y…

– Para lograr que te casaras conmigo -interrumpió él y, acto seguido, con pasmosa rapidez, la apoyó de espaldas en la pared y se apretó a ella, aplastándole el cuerpo a todo lo largo con el suyo-. No me importa si eres estéril -le dijo al oído con voz ardiente-. No me importa si das a luz una camada de cachorros. -Le levantó el vestido y le subió la mano por el muslo-. Lo único que me importa -añadió con la voz espesa, moviendo un dedo y acariciándola de modo muy seductor-, es que seas mía.

– ¡Ooh! -exclamó ella, sintiendo flaquear las piernas-. Ah, sí.

– ¿Sí a esto? -preguntó él, con su sonrisa diabólica, moviendo el dedo justo para volverla loca-. ¿O sí a casarnos hoy?

– A esto. No pares.

– ¿Y la boda?

Francesca tuvo que cogerse de sus hombros para no desplomarse.

– ¿Y la boda? -repitió él, retirando el dedo.

– ¡Michael! -gimió ella.

Él estiró los labios en una sonrisa feroz.

– ¿Y la boda?

– Sí -gimió ella, suplicante-. Sí a lo que quieras.

– ¿Cualquier cosa?

– Cualquier cosa -suspiró ella.

– Estupendo -dijo él y se apartó bruscamente, dejándola boquiabierta y bastante chafada y desarreglada.

– ¿Voy a buscarte la chaqueta? -se ofreció entonces, arreglándose los puños de la camisa.

Era el cuadro perfecto de la virilidad elegante, sin un pelo fuera de lugar, absolutamente tranquilo y sereno.

Ella en cambio, estaba segura, parecía una bruja agorera.

– ¿Michael…? -logró decir, tratando de desentenderse de la muy desagradable sensación que le había dejado en las partes bajas.

– Si quieres continuar esto -dijo él, más o menos en el tono que habría empleado para hablar de la caza de perdices-, tendrás que hacerlo como condesa de Kilmartin.

– Soy la condesa de Kilmartin -gruñó ella.

Él asintió.

– Tendrás que hacerlo como «mi» condesa de Kilmartin -enmendó-. Le dio un momento para contestar y al no hacerlo ella, volvió a preguntarle-. ¿Voy a buscar tu chaqueta?

Ella asintió.

– Excelente decisión. ¿Esperas aquí o me acompañas al vestíbulo?

Ella tuvo que separar los dientes para decir.

– Te acompañaré al vestíbulo.

Él le cogió el brazo y mientras la llevaba a la puerta se inclinó a susurrarle al oído:

– Estamos impacientes, ¿eh?

– Vamos a buscar mi chaqueta -gruñó ella.

Él se echó a reír, pero con una risa cálida, sonora, y ella notó que empezaba a desvanecerse su irritación. Era un pícaro sinvergüenza y tal vez otras cien cosas más, pero era su pícaro sinvergüenza, y sabía que tenía un corazón tan bueno y leal como ningún hombre al que hubiera esperado conocer. Salvo…

Se detuvo en seco y le enterró un dedo en el pecho.

– No habrá otras mujeres -dijo con firmeza.

Él la miró con una ceja arqueada.

– Lo digo en serio. Nada de amantes, nada de coqueteos, nada de…