– Pero, buen Dios, Francesca -interrumpió él-. ¿De verdad crees que podría? No, borra eso. ¿Crees que querría?
Había estado tan inmersa en dejar claras sus intenciones que no le había mirado la cara, y le sorprendió la expresión que vio en ella. Estaba enfadado, comprendió, fastidiado por lo que le había dicho. Pero no podía descartar así como así diez años de mala conducta, y encontraba que él no tenía derecho a esperar eso de ella, así que dijo en voz un poco más baja:
– No tienes la mejor de las reputaciones.
– Por el amor de Dios -gruñó él, haciéndola salir al vestíbulo-. Todo eso era simplemente para sacarte a ti de mi cabeza.
Francesca se quedó tan pasmada que guardó silencio y lo siguió casi a trompicones hacia la puerta principal.
– ¿Alguna otra cosa? -preguntó él, volviéndose a mirarla con tanta arrogancia que cualquiera habría pensado que nació heredero del condado y no que el título recayó en él por casualidad.
– Nada -graznó.
– Estupendo. Ahora, vámonos. Tenemos que asistir a una boda.
Por la noche de ese mismo día, Michael no podía por menos que sentirse muy complacido por el giro de los acontecimientos.
– Gracias, Colin -dijo jovialmente, hablando consigo mismo, mientras se desvestía para acostarse-, y gracias a ti también, quienquiera que seas, por no alargar la espera para tu matrimonio con Eloise.
Dudaba bastante que Francesca hubiera aceptado precipitar la boda si su hermano y hermana no se hubieran casado sin la presencia de ella.
Y ahora era su esposa.
Su mujer.
Le resultaba casi imposible creérselo.
Ese había sido su objetivo desde hacía semanas, y por fin esa noche ella había aceptado, pero sólo lo consideró realidad cuando le puso el antiguo anillo de oro en el dedo.
Ella era suya.
Hasta que la muerte los separara.
– Gracias, John -añadió, desaparecida toda la frivolidad de su voz.
No le daba las gracias por morirse, eso jamás, sino por liberarlo del sentimiento de culpa. No sabía bien cómo ocurrió todo, pero desde esa fatídica noche después de que hicieran el amor en la casa del jardinero, sabía, en su corazón, que John lo habría aprobado.
Le habría dado su bendición, y en sus momentos más fantasiosos, le gustaba pensar que si John hubiera podido elegirle un segundo marido a Francesca, lo habría elegido a él.
Poniéndose una bata color borgoña, se dirigió a la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Francesca. Aun cuando habían tenido relaciones íntimas desde el día de su llegada a Kilmartin, sólo ese día se había trasladado a la habitación del conde. Era extraño; en Londres no le habían preocupado tanto las apariencias; cada uno ocupaba las habitaciones oficiales del conde y la condesa y simplemente procuraban que todo el personal estuviera bien enterado de que la puerta que las comunicaba estaba cerrada firmemente con llave por ambos lados.
Pero en Escocia, donde se comportaban de una manera que sí se merecía habladurías, él había tenido buen cuidado de deshacer su equipaje y alojarse en una habitación lo más alejada de la de Francesca, en el mismo corredor. Y aunque tanto él como ella iban y venían de una a otra habitación sigilosamente, todo el tiempo, por lo menos mantenían la apariencia de respetabilidad.
Los criados no eran estúpidos; él estaba muy seguro de que todos sabían lo que ocurría, pero todos adoraban a Francesca, deseaban que fuera feliz, y jamás dirían ni una sola palabra contra ella a nadie.
De todos modos, era agradable dejar atrás toda esa tontería.
Cuando llegó a la puerta, no cogió el pomo inmediatamente; se detuvo y trató de escuchar los sonidos de la otra habitación. No se oía mucho. No sabía por qué pensó que podría oír algo. La puerta era maciza y antigua, no dada a revelar secretos. De todos modos, encontraba algo en ese momento que le pedía que lo saboreara.
Iba a entrar en el dormitorio de Francesca.
Y tenía todo el derecho de hacerlo.
Lo único que podría haber mejorado ese momento era que ella le hubiera dicho que lo amaba.
Esa omisión le producía una persistente inquietud en un pequeño rincón del corazón, que quedaba más que eclipsada por su recién encontrada dicha. No deseaba que ella dijera palabras que no sentía, y aun en el caso de que nunca lo amara como debe amar una mujer a su marido, sabía que sus sentimientos eran más fuertes y nobles que los que albergaban la mayoría de las mujeres por sus maridos.
Sabía que él le importaba, que ella le tenía un profundo cariño como amigo. Y que si le ocurriera algo, ella lo lloraría con todo su corazón.
En realidad, no podía pedir más.
Deseaba más, pero ya tenía muchísimo más de lo que podría haber esperado jamás. No debía ser codicioso. No debía, cuando, por encima de todo, tenía la pasión.
Y había pasión.
Era casi divertido lo mucho que eso la había sorprendido, lo mucho que seguía sorprendiéndola, todos y cada uno de los días. Y él se aprovechaba de eso; eso lo sabía y no le avergonzaba. Esa misma tarde había aprovechado esa pasión para convencerla de casarse con él inmediatamente.
Y le dio resultado. Gracias a Dios, le había resultado.
Se sentía atolondrado, como un muchacho sin experiencia. Cuando le vino la idea, la de casarse ese día, la sintió como un golpe de electricidad que pasaba por sus venas, y no fue capaz de contenerse. Fue uno de esos momentos en que sabía que tenía que triunfar, hacer cualquier cosa para convencerla.
Y en ese momento, detenido en el umbral de su matrimonio, no pudo dejar de pensar si ahora sería diferente. ¿Sería distinto tenerla en sus brazos como esposa a cómo era tenerla como amante? Cuando le mirara la cara por la mañana, ¿sentiría distinto el aire? Cuando la viera al otro lado de un salón lleno de gente…
Agitó ligeramente la cabeza. Se estaba volviendo un tonto sentimental. Su corazón siempre se había saltado un latido cuando la veía en una sala llena de gente. Más de eso; seguro que ese órgano no soportaría el esfuerzo.
Abrió la puerta.
– ¿Francesca? -la llamó, y notó que su voz sonaba suave y ronca en el aire nocturno.
Ella estaba junto a la ventana, ataviada con un camisón de vivo color azul. El corte era recatado, pero la tela se le ceñía al cuerpo y por un momento él no pudo respirar.
Y entonces comprendió, no supo cómo, pero lo comprendió, que siempre sería así.
– ¿Frannie? -musitó, avanzando lentamente hacia ella.
Ella se volvió y él vio vacilación en su cara. No nerviosismo, exactamente, sino más bien una encantadora expresión de aprensión, como si ella también comprendiera que ahora todo era diferente.
– Lo hemos hecho -dijo él, sin poder dejar de esbozar una sonrisa de idiota.
– Todavía me cuesta creerlo -dijo ella.
– A mí también -reconoció él, acariciándole una mejilla-, pero es cierto.
– Mmm… esto… -comenzó ella y luego negó con la cabeza-. No tiene importancia.
– ¿Qué ibas a decir?
– Nada.
Él le cogió las manos y se las acercó.
– No era nada. Nunca es nada, tratándose de ti o tratándose de mí.
Ella tragó saliva y las sombras se movieron por el delicado contorno de su garganta.
– Sólo quería decir… -dijo al fin-, decir…
Él le apretó las manos, como para transmitirle valor. Deseaba que lo dijera. Había creído que no necesitaba oír las palabras, al menos no todavía, pero, Dios santo, cuánto deseaba oírlas.
– Me alegra mucho haberme casado contigo -terminó ella, su voz tan tímida como la nada típica expresión tímida de su cara-. Ha sido lo correcto.
Él notó que se le encogían ligeramente los dedos de los pies, atrapando la alfombra, mientras se tragaba la decepción. Eso era más de lo que habría esperado oírle decir, pero mucho menos de lo había deseado.
Y sin embargo, aún así, ella seguía en sus brazos, era su esposa, y eso, se prometió enérgicamente, tenía que contar para algo.