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Francesca se sentó a la mesa del desayuno frente a él. Llevaban dos semanas casados; esa mañana Michael se había levantado temprano y cuando ella despertó, el lado de él en la cama estaba frío.

– No es broma -dijo, frunciendo el ceño, preocupada-. Estás muy pálido y ni siquiera estás sentado derecho. Deberías volver a la cama a descansar un poco.

Él tosió, volvió a toser y el acceso de tos le estremeció el cuerpo.

– Estoy muy bien -dijo, aunque las palabras le salieron casi en un resuello.

– No estás bien.

Él puso los ojos en blanco.

– Dos semanas casados y ya…

– Si no querías una mujer regañona no deberías haberte casado conmigo -replicó ella, calculando la distancia y comprobando que no le llegaría la mano para tocarle la frente para ver si tenía fiebre.

– Estoy bien -repitió él.

Diciendo eso cogió su ejemplar de The London Times, de varios días atrás pero lo más actual que se podía esperar en esos condados de la orilla de Escocia, y procedió a desentenderse de ella.

Dos podían jugar a ese juego, pensó ella, y volvió toda su atención a la siempre interesante tarea de extender mermelada en su bollo.

Pero él volvió a toser.

Ella se movió en el asiento, tratando de no decir nada.

Él volvió a toser y esta vez tuvo que volverse hacia un lado para poder inclinarse un poco.

– Mic…

Él la miró con tal ferocidad que ella cerró la boca. Lo miró con los ojos entrecerrados.

Él inclinó la cabeza en un gesto fastidiosamente condescendiente, pero el efecto se estropeó cuando el cuerpo se le estremeció por otro acceso de tos.

– Ya está -declaró ella, levantándose-. Vas a volver a la cama. Ahora mismo.

– Estoy bien -gruñó él.

– No estás bien.

– Estoy…

– Enfermo -interrumpió ella-. Estás enfermo, Michael. Enfermo, mal, apestado. Estás enfermo. Como un perro. No sé de qué otra manera decirlo más claro.

– No tengo la peste -masculló él.

– No -dijo ella, rodeando la mesa y cogiéndole el brazo-, pero tienes malaria y…

– Esto no es malaria -protestó él, y volvió a toser, como si se le estuviera desgarrando el pecho.

Ella lo levantó de un tirón, cosa que no podría haber hecho sin un poco de colaboración por parte de él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Pues, lo sé.

Ella frunció los labios.

– Y hablas con el conocimiento médico que viene de…

– Haber tenido la enfermedad la mayor parte de un año -terminó él-. No es malaria.

Ella le dio un codazo empujándolo hacia la puerta.

– Además -continuó él-. Es demasiado pronto.

– ¿Demasiado pronto para qué?

– Para otro ataque -explicó él, cansinamente-. Tuve uno en Londres hace… ¿cuánto, dos meses? Es demasiado pronto.

– ¿Por qué es demasiado pronto? -preguntó ella, en un tono curiosamente tranquilo.

– Simplemente lo es -masculló él, pero en su interior sabía que no era así.

No era demasiado pronto; había conocido a un montón de personas que tenían ataques de malaria a los dos meses.

Todos estaban muy enfermos; realmente enfermos.

Bastantes de ellos habían muerto.

Si los ataques le venían muy juntos, ¿significaba eso que la enfermedad estaba ganando?

Bueno, eso sí que era una ironía. Por fin se había casado con Francesca y ahora igual se iba a morir.

– No es malaria -repitió, y con tanta energía que ella dejó de caminar para mirarlo-. No lo es.

Ella se limitó a asentir.

– Probablemente es un catarro -añadió.

Ella volvió a asentir, pero él tuvo la clara impresión de que sólo quería apaciguarlo.

– Te llevaré a la cama -dijo dulcemente.

Y él se dejó llevar.

Diez horas después, Francesca estaba aterrada. A Michael le iba subiendo la fiebre y aunque no deliraba ni balbuceaba cosas incoherentes, era evidente que estaba muy, muy enfermo. Repetía una y otra vez que no era malaria, que no lo sentía como malaria, pero cada vez que ella le pedía detalles, él no sabía explicar por qué, al menos no hasta dejarla satisfecha.

Ella no sabía mucho acerca de la enfermedad; las librerías para damas elegantes de Londres declinaban la posibilidad de ofrecer textos médicos. Ella deseaba preguntarle a su médico, o incluso buscar un experto en el Colegio Real de Médicos, pero le había prometido a Michael mantener en secreto su enfermedad; si iba por la ciudad haciendo preguntas sobre la malaria, finalmente alguien querría saber por qué. Por lo tanto, lo único que sabía era lo que le había explicado él desde que había vuelto definitivamente de la India.

Pero no le parecía correcto que los ataques vinieran tan juntos, aun cuando tenía que reconocer que no poseía ningún conocimiento médico que sirviera de base a esa suposición. Cuando cayó enfermo en Londres, dijo que hacía seis meses desde el último ataque de fiebres, y antes de eso había tenido dos.

¿Por qué la enfermedad iba a cambiar repentinamente su curso y volver a atacar tan pronto? Eso no tenía ningún sentido. No lo tenía, si estaba mejorando.

Y tenía que estar mejorando. Tenía que estar mejorando.

Suspirando le tocó la frente. Se había quedado dormido, y estaba roncando suavemente, como tendía a hacer cuando tenía el pecho congestionado. O al menos eso le dijo él. No llevaban tanto tiempo casados para que ella lo supiera por experiencia.

Tenía la piel caliente, pero no ardiendo. Sus labios se veían muy resecos, por lo que le puso una cucharadita de té tibio, levantándole el mentón para que pudiera tragarlo dormido.

Pero él se atragantó y se despertó, arrojando el té sobre la cama.

– Perdona -dijo ella, contemplando el estropicio. Menos mal que sólo le había dado una cucharadita.

– ¿Qué diablos quieres hacerme? -preguntó él.

– No lo sé. No tengo mucha experiencia en cuidar enfermos. Me pareció que tenías sed.

– Cuando tenga sed te lo diré -gruñó él.

Ella asintió y lo observó mientras él trataba de volver a ponerse cómodo.

– ¿No tienes sed ahora, por una casualidad? -le preguntó mansamente.

– Un poco -dijo él, pronunciando abruptamente las sílabas.

Sin decir palabra, ella le acercó la taza a los labios. Él la bebió entera en unos pocos y largos tragos.

– ¿Te apetece otra taza?

Él negó con la cabeza.

– Si bebo un poco más tendré que ori… -se interrumpió y carraspeó-. Perdona.

– Tengo cuatro hermanos. No te preocupes. ¿Quieres que te traiga el orinal?

– Eso lo puedo hacer yo solo.

Él no estaba bien como para atravesar solo la habitación, pero ella comprendió que no debía discutir con un hombre en ese estado de irritación. Ya entraría en razón cuando intentara levantarse y se cayera redondo en la cama. Ningún argumento ni razón por parte de ella lograría convencerlo.

– Tienes mucha fiebre -dijo dulcemente.

– No es malaria.

– No he dicho…

– Lo estabas pensando.

– ¿Y qué ocurriría si fuera malaria?

– No es…

– Pero ¿y si lo fuera? -interrumpió ella.

Horrorizada notó que la voz le salía muy aguda y ese sonido de terror la hizo atragantarse.

Michael la miró un momento, con los ojos tristes. Finalmente se dio la vuelta en la cama y dijo:

– No lo es.

Francesca tragó saliva. Ya tenía la respuesta.

– ¿Te importa si te dejo solo? -preguntó, levantándose tan rápido que sintió bajar toda la sangre de la cabeza.

Él no dijo nada pero ella vio que se encogía de hombros bajo las mantas.

– Sólo iré a caminar un poco -explicó, con la voz entrecortada, dirigiéndose a la puerta-, antes de que se ponga el sol.

– Estaré muy bien -gruñó él.

Ella asintió, aunque él no la estaba mirando.

– Volveré pronto -dijo.