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Pero él ya se había vuelto a dormir.

El aire estaba neblinoso y daba la impresión de que volvería a llover, por lo que Francesca cogió un paraguas y salió en dirección al mirador. Era abierto por los lados pero tenía techo, de modo que si se descargaba el aguacero no se mojaría.

Pero con cada paso que daba sentía más dificultosa la respiración y cuando llegó al mirador ya iba jadeando por el esfuerzo, no el de caminar sino el de contener las lágrimas.

En el instante en que se sentó, dejó de esforzarse en contenerlas.

Le salían sollozos desgarradores, muy impropios de una dama, pero no le importó.

Michael podría estar muriéndose. Por lo poco que ella sabía de la enfermedad, parecía que se iba a morir, y quedaría viuda por segunda vez.

Y la primera vez casi la había matado.

Simplemente no sabía si tendría la fuerza para pasar por todo eso otra vez. Y no sabía si deseaba tener esa fuerza.

No estaba bien, no era justo, maldita sea, que tuviera que perder a dos maridos cuando tantas mujeres tenían uno durante toda su vida. Y la mayoría de esas mujeres ni siquiera querían a sus maridos, mientras que ella los amaba a los dos.

Se le quedó atrapado el aire en la garganta.

¿Amaba a Michael? ¿Lo amaba?

No, no, se dijo, no lo amaba. No lo amaba así. Cuando lo pensó, cuando pasó la palabra por su cabeza, estaba pensando en amistad. Claro que quería a Michael de esa manera. Siempre lo había amado así, ¿no? Él era su mejor amigo, y lo era ya cuando John estaba vivo.

Cerró los ojos, recordó sus besos y la sensación perfecta que le producía su mano en la espalda, a la altura de la cintura, cuando caminaban por la casa.

Y entonces, por fin, descubrió por qué todo le parecía diferente entre ellos últimamente. No era, como había supuesto al principio, sólo porque se habían casado; no era porque él era su marido, porque llevaba su anillo en el dedo.

Era porque lo amaba.

Eso que había entre ellos, ese vínculo, esa unión, no era solamente pasión ni era malo. Era amor, y era divino.

Y no podría haberse sentido más sorprendida si John se hubiera materializado ante ella y comenzado a bailar un reel irlandés.

Michael.

Amaba a Michael.

No sólo como amigo, sino como marido y amante. Lo amaba con la misma intensidad y profundidad con que había amado a John; era diferente porque ellos eran hombres distintos y ella había cambiado, pero también era igual. Era el amor de una mujer por un hombre, y le llenaba todos los recovecos del corazón.

Y por Dios que no deseaba que se muriera.

– No puedes hacerme esto -exclamó casi a gritos, inclinada sobre un lado del banco del mirador y mirando el cielo.

Una gruesa gota de lluvia le cayó en la nariz y le salpicó hasta el ojo.

– Ah, no -gruñó, secándose el ojo y la nariz-. No te creas que puedes…

Le cayeron otras tres gotas, en rápida sucesión.

– Maldición -masculló, y se apresuró a añadir un «lo siento», dirigido a las nubes.

Se enderezó y echó atrás la cabeza, para que la protegiera el techo del mirador, ya que la lluvia iba aumentando en volumen.

¿Qué debía hacer? ¿Lanzarse adelante con toda la resolución de un ángel vengador, o entregarse a un buen llanto y sentir lástima de sí misma?

¿O tal vez un poco de ambas cosas?

Contempló la lluvia un momento, que ahora ya era un aguacero que caía con tanta fuerza como para meter miedo en el corazón del más resuelto de los ángeles vengadores.

Decididamente, un poco de ambas cosas.

Michael abrió los ojos y se sorprendió al ver que ya era de día. Pestañeó unas cuantas veces, sólo para ratificarlo. Las cortinas estaban cerradas, pero no totalmente, de modo que por una rendija entraba un rayo de luz que formaba una franja en la alfombra.

La mañana. Bueno. Tal vez había estado muy cansado. Lo último que recordaba era a Francesca saliendo de la habitación con la intención de salir a caminar, aun cuando cualquier tonta se habría dado cuenta de que estaba a punto de llover.

Tonta.

Intentó sentarse pero al instante se dejó caer entre las mantas. Maldición, se sentía como si se fuera a morir. No era esa la mejor metáfora en esas circunstancias, tuvo que reconocer, pero no se le ocurría otra manera de definir el malestar que se había apoderado de todo su cuerpo. Se sentía agotado, casi pegado a las sábanas. La sola idea de sentarse le hacía gemir.

Maldición, se sentía fatal.

Se tocó la frente, para comprobar si tenía fiebre, pero si la frente estaba caliente, también lo estaba su mano, por lo que no logró enterarse de nada, aparte de que estaba tremendamente sudado y necesitaba un buen baño.

Inspiró aire con el fin de olerse, pero tenía la nariz tan cogestionada que le vino un acceso de tos.

Exhaló un suspiro. Bueno, si apestaba, por lo menos no tendría que olerse.

Miró hacia la puerta al oír un suave sonido y vio a Francesca, que venía entrando sigilosamente, descalza, sólo con las medias, para no despertarlo. Pero mientras se iba acercando a la cama, lo miró y ahogó una exclamación de sorpresa.

– Ah, estás despierto.

Él asintió.

– ¿Qué hora es?

– Las ocho y media. No es muy tarde, lo que pasa es que anoche te quedaste dormido antes de cenar.

Él volvió a asentir puesto que no tenía nada importante que añadir a la conversación. Además, se sentía tan cansado que no deseaba hablar.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó entonces ella, sentándose en la cama a su lado-. ¿Te apetecería comer algo?

– Fatal, y no, gracias.

Ella esbozó una leve sonrisa.

– ¿Y beber algo?

Él asintió.

Ella fue a coger un pequeño tazón de una mesa cercana, que estaba tapado con un platillo, probablemente para mantener caliente el contenido.

– Es de anoche -dijo, en tono de disculpa-, pero lo hice cubrir para que no supiera muy horroroso.

– ¿Caldo?

Ella asintió y le acercó el tazón a los labios.

– ¿Está demasiado frío?

Él probó un poco y negó con la cabeza. Estaba apenas tibio, pero no se veía capaz de tomar algo más caliente.

Ella le sostuvo el tazón en silencio durante un minuto más o menos, y cuando él dijo basta, fue a dejarlo en la mesa y lo tapó con el platillo, aunque él se imaginó que ordenaría que le trajeran otro tazón para la próxima comida.

– ¿Tienes fiebre? -le preguntó entonces, en voz baja.

Él intentó esbozar su famosa sonrisa «al diablo le importa».

– No tengo ni idea.

Ella le tocó la frente.

– No he podido bañarme -masculló él, disculpándose por la frente pegajosa sin decir la palabra «sudor» en su presencia.

Sin dar señales de haber oído su pretendida broma, ella frunció el ceño y le colocó toda la mano en la frente. Entonces, sorprendiéndolo por su rapidez, se levantó y se inclinó a darle un suave beso en la frente.

– ¿Frannie?

– Tienes la frente caliente -dijo ella, apenas en un susurro-. ¡La tienes ardiendo!

Él se limitó a pestañear.

– Todavía tienes fiebre -continuó ella, emocionada-. ¿No te das cuenta? Si todavía tienes fiebre, ¡no puede ser malaria!

Por un instante, no pudo respirar. Ella tenía razón. Le costaba creer que no se le hubiera ocurrido a él, pero tenía razón. La fiebre de la malaria siempre remitía por la mañana del día siguiente. Volvía día siguiente, claro, muchas veces con una fuerza horrorosa, pero siempre remitía, dándole un día de respiro, para luego hacerlo caer otra vez.

– No es malaria -repitió ella, con los ojos sospechosamente brillantes, y se sentó en la silla que había junto a la cama.

– Te dije que no lo era -dijo él, pero en su interior sabía la verdad: que no estaba tan seguro.

– No te vas a morir -musitó ella, cogiéndose el labio inferior entre los dientes.

Él la miró a los ojos.