– ¿Temías que me muriera? -preguntó en voz baja.
– Por supuesto -contestó ella, con la voz ahogada, ya sin tratar de disimular-. Dios mío, Michael, no puedo creérmelo. ¿Tienes una idea de lo…? Vamos, por el amor de Dios.
Él no entendió lo que quería decir, pero tuvo la impresión de que era algo bueno.
Ella se levantó y el respaldo de la silla golpeó la pared. Cogió la servilleta que estaba junto al tazón de caldo y se la pasó por los ojos.
– ¿Frannie? -musitó él.
– Qué hombre más… -dijo ella, enfurruñada.
Ante eso él sólo pudo arquear las cejas.
– Deberías saber que yo…
Pero se interrumpió sin terminar la frase.
– ¿Qué pasa, Frannie?
Ella negó con la cabeza.
– Todavía no -dijo, y él tuvo la impresión de que hablaba consigo misma, no con él-. Pronto, pero todavía no.
Él pestañeó.
– Perdón, ¿qué has dicho?
– Tengo que salir -dijo ella, en tono curiosamente abrupto-. Necesito hacer una cosa.
– ¿A las ocho y media de la mañana?
– Volveré pronto -dijo ella, dirigiéndose a toda prisa a la puerta-. No vayas a ninguna parte.
– Bueno, maldita sea -dijo él, tratando de bromear-, ahí quedan mis planes de ir a hacerle una visita al rey.
Pero ella estaba tan distraída que no se molestó en replicar algo ingenioso a su patético intento de hacer una broma.
– Pronto -dijo, como si le hiciera una promesa-. Volveré pronto.
Él sólo pudo encogerse de hombros y quedarse mirando la puerta cuando ella la cerró al salir.
Capítulo 24
… No sé cómo decirte esto y tampoco sé cómo vas a recibir la noticia, pero Michael y yo nos casamos hace tres días. No sabría explicar los acontecimientos que nos llevaron al matrimonio, aparte de decir simplemente que me pareció que era hacer lo correcto. Sabe, por favor, que esto no disminuye en nada el amor que sentía por John. Él siempre tendrá un lugar especial y querido en mi corazón, como tú…
De la carta de la condesa de Kilmartin a Janet,
la condesa de Kilmartin viuda, tres días después
de su boda con el conde de Kilmartin.
Pasado un cuarto de hora, Michael se sentía extraordinariamente mejor; no bien del todo, claro; ni estirando mucho la imaginación podría convencerse de que era el hombre sanote y enérgico de siempre. Pero seguro que el caldo le había hecho bien, como también la conversación, y cuando se levantó para usar el orinal descubrió que las piernas lo sostenían con más firmeza de lo que habría creído. Terminada esa tarea procedió a hacerse un improvisado lavado, quitándose la mayor parte del sudor con un paño mojado. Cuando se hubo puesto una camisa limpia, volvió a sentirse casi humano.
Caminó hasta la cama, pero no logró decidirse a meter su cuerpo entre esas sábanas mojadas de sudor, de modo que tiró del cordón para llamar a un criado y fue a sentarse en su sillón de orejas de piel, girándolo un poco para poder mirar por la ventana.
El día estaba soleado; ese era un cambio agradable. El tiempo había estado revuelto esas dos semanas que llevaban casados. No le había importado particularmente; a un hombre que se pasa gran parte de su tiempo haciéndole el amor a su mujer, como había hecho él, no le importa mucho si está brillando el sol.
Pero en ese momento, fuera de su lecho de enfermo, descubrió que se le elevaba el ánimo al ver el brillo de la luz del sol en la hierba cubierta de rocío.
Notó un movimiento abajo que le llamó la atención, y vio que era Francesca, que iba caminando a toda prisa por el jardín de césped. Estaba lejos, por lo que no la veía con claridad, pero iba ataviada con un abrigo muy práctico y llevaba algo en la mano.
Se inclinó, acercando más la cara a la ventana para verla mejor, pero justo en ese momento desapareció detrás de un seto y la perdió de vista.
En ese momento entró Reivers.
– ¿Ha llamado, milord?
Michael se giró a mirarlo.
– Sí. ¿Podrías encargarte de que suba alguien a cambiar las sábanas?
– Por supuesto, milord.
– Y… -continuó él, con la intención de decirle que le hiciera subir la bañera con agua caliente también, pero, sin pensarlo, se le escaparon las palabras-: ¿Sabes adónde va lady Kilmartin? La vi atravesando el césped.
– No, milord -contestó Reivers, negando con la cabeza-. No tuvo a bien comunicármelo, aunque Davies me dijo que ella le pidió que le dijera al jardinero que le cortara unas pocas flores.
Michael asintió, siguiendo mentalmente la cadena de personas; en realidad debería respetar más esa afición a los cotilleos de los criados.
– Flores, dices -musitó, pensativo.
Eso era lo que llevaba en la mano cuando la había visto hacía unos minutos.
– Peonías -confirmó Reivers.
– Peonías -repitió Michael, inclinándose con interés.
Esas eran las flores predilectas de John, y fueron las principales en el ramillete de boda de Francesca. Casi le consternaba recordar un detalle así, pero aunque tan pronto como John y Francesca se marcharon de la fiesta él se emborrachó como una cuba; recordaba la ceremonia hasta en los más mínimos detalles.
El vestido era azul, azul hielo. Y las flores eran peonías. Tuvieron que conseguirlas en un invernadero, pero Francesca había insistido en eso.
Y repentinamente supo exactamente adónde iba ella, bien abrigada para protegerse del ligero frío del aire.
Iba a la tumba de John.
Él había estado allí una vez después de su llegada. Fue solo, unos días después de aquel extraordinario momento en su dormitorio cuando de pronto comprendió que John habría aprobado que se casara con Francesca. Más aún, casi creyó que John estaba ahí, riéndose divertido de todo el asunto.
Y entonces no pudo dejar de preguntarse: ¿Comprenderá eso Francesca? ¿Comprendía que John lo habría deseado? ¿Para los dos?
¿O seguiría atormentada por la culpa?
Sin pensarlo se levantó del sillón. Conocía el sentimiento de culpa, sabía cómo roe el corazón, cómo desgarra el alma. Conocía ese sufrimiento, y sabía que se siente como ácido en las entrañas.
Y no le deseaba eso a Francesca. Nunca.
Ella podría no amarlo. Podría no amarlo nunca. Pero era más feliz de lo que había sido antes de que se casaran; de eso estaba seguro. Y le mataría saber que ella se sentía culpable por esa felicidad.
John habría deseado que ella fuera feliz. Habría deseado que ella amara y fuera amada. Y si Francesca, por lo que fuera, no comprendía eso…
Comenzó a vestirse. Seguía débil, sí, todavía tenía fiebre, sí, pero por Dios que sería capaz de ir al camposanto de la capilla. Medio lo mataría pero no permitiría que ella cayera en el mismo tipo de desesperación culpable que él había sufrido tanto tiempo.
Ella no tenía por qué amarlo. No tenía por qué. Se había repetido eso tantas veces durante el poco tiempo que llevaban casados que casi se lo creía.
No tenía por qué amarlo. Pero sí debía sentirse libre; libre para ser feliz.
Porque si no era feliz…
Bueno, eso sí le mataría. Podía vivir sin su amor, pero no sin su felicidad.
Francesca sabía que el suelo estaría mojado, por lo tanto llevaba una pequeña manta, la manta de tartán verde y oro de los Stirling. Sonrió tristemente al extenderla sobre la hierba.
– Hola, John -dijo, arrodillándose a arreglar las peonías al pie de la lápida.
Su tumba era sencilla, mucho menos ostentosa que los monumentos que solían erigir muchos nobles para honrar a sus muertos.
Pero era lo que John habría querido. Ella lo conocía muy bien, y la mitad de las veces era capaz de predecir lo que diría.
Habría deseado algo sencillo, y lo habría deseado ahí, en el rincón más alejado del camposanto, la parte más cercana a los ondulantes campos de Kilmartin, su lugar preferido en el mundo.