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Michael ni siquiera tuvo la fuerza para decir que sería indigno contestar a esa pregunta.

– Tiene que enterarse de si está embarazada -insistió lord Winston-. Será necesario tomar medidas, establecer disposiciones.

– Se quedó viuda ayer -contestó Michael secamente-. No le voy a aumentar la pena molestándola con preguntas tan indiscretas.

– Hay más en juego que los sentimientos de su señoría -replicó lord Winston-. No podemos transferir adecuadamente el condado mientras haya dudas respecto a la línea de sucesión.

– ¡Qué el diablo se lleve el condado! -aulló Michael.

Lord Winston ahogó una exclamación y retrocedió unos pasos, horrorizado.

– Olvida sus modales, milord.

– No soy su lord. No soy el lord de nadie…

Interrumpió el torrente de palabras que lo ahogaban y se sentó en una silla, esforzándose por contener las lágrimas que amenazaban con brotarle de los ojos. Sentía deseos de echarse a llorar, ahí mismo, en el despacho de John, delante de ese maldito hombrecillo que al parecer no entendía que había muerto un hombre, no sólo un conde, sino un hombre.

Y lloraría, seguro. Tan pronto como se marchara lord Winston y él pudiera cerrar la puerta con llave y asegurarse de que no lo vería nadie, se cubriría la cara con las manos y lloraría.

– Alguien tiene que preguntárselo -dijo lord Winston.

– No seré yo -repuso Michael en voz baja.

– Entonces se lo preguntaré yo.

Michael se levantó de un salto, cogió al hombre por el cuello de la camisa y lo aplastó contra la pared.

– No se va a acercar a lady Kilmartin -gruñó-. Ni siquiera va a respirar el mismo aire que respira ella. ¿He hablado claro?

– Muy claro -logró decir el hombrecillo, en un gorgoteo.

Michael lo soltó, vagamente consciente de que la cara se le estaba poniendo morada.

– Márchese.

– Va a tener que…

– ¡Fuera! -rugió.

– Volveré mañana -dijo lord Winston, saliendo a toda prisa por la puerta-. Hablaremos cuando esté más calmado.

Michael se apoyó en la pared, mirando la puerta abierta. Buen Dios. ¿Cómo había ocurrido todo eso? John aún no había cumplido los treinta años. Era la imagen misma de la salud. Él podría haber sido el segundo en la línea de sucesión mientras John y Francesca no tuvieran ningún hijo, pero a nadie se le habría ocurrido pensar jamás nunca que él le heredaría.

Ya había oído decir que en los clubes los hombres lo consideraban el hombre más afortunado de Gran Bretaña. De la noche a la mañana había pasado de la periferia de la aristocracia a su epicentro mismo. Por lo visto nadie comprendía que él jamás había deseado eso. Jamás.

No deseaba un condado. Deseaba tener de vuelta a su primo. Y al parecer nadie lo entendía.

A excepción, tal vez, de Francesca. Pero ella estaba tan inmersa en su propia aflicción que no podía comprender del todo el sufrimiento de él.

Y no le pediría que lo comprendiera, lógicamente, estando ella tan sumergida en el suyo.

Se cruzó de brazos, pensando en ella. Nunca, en lo que le quedaba de vida, olvidaría la expresión en la cara de Francesca cuando finalmente comprendió la verdad: que John no estaba durmiendo; que no despertaría.

Y Francesca Bridgerton era, a la tierna edad de veintidós años, la criatura más triste de la Tierra.

Sola.

Él entendía su sufrimiento mejor de lo que nadie podría imaginarse.

La habían llevado a la cama entre él y la madre de ella, que llegó corriendo gracias al mensaje urgente que le envió. Y había dormido como un bebé, sin siquiera emitir un gemido, con su cuerpo agotado por toda la conmoción.

Pero esa mañana al despertar, ya había adquirido la proverbial cara impasible, resuelta a mantenerse fuerte y firme, para atender a todos los detalles de las actividades que habían caído como un torrente sobre la casa tras la muerte de John.

El problema era que ninguno de los dos sabía cuáles eran esos detalles. Eran jóvenes; habían vivido libres de preocupaciones. Y nunca se les había pasado por la mente que tendrían que enfrentarse a la muerte.

¿Quién sabía, por ejemplo, que intervendría ese dichoso Comité de Privilegios? ¿O que exigirían un asiento de palco en un momento y lugar que debía ser totalmente privado para Francesca?

Si es que estaba embarazada.

Pero, infierno y condenación, él no se lo preguntaría.

«Tenemos que comunicárselo a su madre», le había dicho Francesca esa mañana a primera hora. Y eso fue lo primero que dijo, en realidad. Sin ningún preámbulo, sin saludarlo, simplemente «Tenemos que comunicárselo a su madre».

Él asintió, porque, claro, ella tenía razón.

«Tenemos que comunicárselo a tu madre también -añadió ella-. Las dos están en Escocia. Todavía no lo saben.»

Y él volvió a asentir; fue lo único que consiguió hacer. «Yo escribiré las notas.»

Y asintió por tercera vez, pensando qué debía hacer él.

Y la respuesta a eso la obtuvo con la visita de lord Winston, aunque no soportaba pensar en eso en ese momento. Lo encontraba absolutamente horrible, de mal gusto. No quería pensar en todo lo que ganaba con la muerte de John. ¿Cómo alguien podía hablar como si de todo eso hubiera resultado algo «bueno»?

Se le fue deslizando el cuerpo por la pared hasta que se quedó sentado en el suelo, con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en las rodillas. Él no lo había deseado, ¿verdad?

Había deseado a Francesca. Sólo eso. Pero no de esa manera. No a ese precio.

Jamás le había envidiado a John su buena suerte. Jamás había deseado su título, ni su dinero ni su poder.

Solamente había deseado a su mujer.

Y ahora estaba destinado a tener su título, a meterse en su piel.

Y el sentimiento de culpa le atenazaba sin piedad el corazón como un puño de hierro.

¿Lo habría deseado de alguna manera? No, no habría podido. No lo había deseado.

¿Lo habría deseado?

– ¿Michael?

Levantó la cabeza. Era Francesca, todavía con esa mirada vacía, su cara una máscara sin expresión que le rompía el corazón más que si estuviera llorando desconsolada.

– Le pedí a Janet que viniera.

Él asintió. La madre de John; se sentiría destrozada.

– Y a tu madre también. También se sentiría destrozada.

– ¿Se te ocurre alguna otra persona…?

Él negó con la cabeza, consciente de que debía levantarse, consciente de que la educación dictaminaba que se levantara; pero no lograba encontrar la fuerza. No quería que Francesca lo viera tan débil, pero no podía evitarlo.

– Deberías sentarte -dijo al fin-. Necesitas descansar.

– No puedo. Necesito… Si paro, aunque sea un momento, me…

No terminó la frase porque se le cortó la voz, pero no tenía importancia. Él lo comprendía.

La miró un momento. Llevaba el pelo castaño recogido en una sencilla coleta, y tenía la cara muy pálida. Se veía muy joven, como una niña recién salida del aula, demasiado joven para ese tipo de sufrimiento.

– Francesca -dijo, no en tono de pregunta, sino más como un suspiro.

Y entonces ella se lo dijo. Lo dijo sin que él tuviera que preguntárselo:

– Estoy embarazada.

Capítulo 3

… lo amo con locura, ¡con locura! De verdad, me moriría sin él.

De una carta de Francesca, condesa de Kilmartin,

a su hermana Eloise Bridgerton,

una semana después de su boda.

– Tengo que decir, Francesca, que eres la futura madre más sana que han visto mis ojos en toda mi vida.

Francesca sonrió a su suegra, que acababa de entrar en el jardín de la mansión en Saint James que ahora compartían. Daba la impresión de que de la noche a la mañana la casa Kilmartin se había convertido en residencia de mujeres. La primera en llegar a vivir ahí había sido Janet, y después Helen, la madre de Michael. Era una casa llena de mujeres Stirling, o por lo menos de aquellas que habían adquirido el apellido por matrimonio.