Y todo lo sentía ella muy diferente.
Era extraño. Se habría imaginado que percibiría la presencia de John, que lo sentiría en el aire, que lo vería en el entorno que habían compartido durante dos años. Pero no, él simplemente se había marchado, y la llegada de mujeres a la casa había cambiado totalmente su ambiente. Eso era bueno, suponía; necesitaba el apoyo de las mujeres en esos momentos.
Pero se sentía rara; le resultaba extraño vivir entre mujeres. Había más flores en la casa, floreros por todas partes. Y ya no quedaba en el aire el olor del cigarro de John, ni el de jabón de sándalo que prefería.
Ahora la casa Kilmartin olía a lavanda y agua de rosas, y cada vez que aspiraba esos olores se le rompía otro poco el corazón.
Incluso Michael había estado extrañamente distante. Ah, sí que venía de visita, varias veces a la semana, si alguien se ocupaba de contarlas, y ella tenía que reconocer que las contaba. Pero no estaba ahí, de la manera como había estado antes de que muriera John. No era el mismo, y sabía que no debía castigarlo por eso, ni siquiera para sus adentros.
Él también estaba sufriendo.
Eso lo sabía. Recordaba cuando lo miraba y veía sus ojos distantes; recordaba cuando no sabía qué decirle, y cuando él no le hacía bromas.
Y lo recordaba cuando estaban sentados juntos en el salón y no tenían nada que decir.
Había perdido a John, y ahora tenía la impresión de que había perdido a Michael también. E incluso teniendo con ella a dos madres que la mimaban como gallinas a sus polluelos, tres madres, en realidad, si contaba a la suya, que venía a verla cada día, se sentía muy sola.
Y muy triste.
Nadie le había dicho jamás cuánta tristeza sentiría. ¿A quién se le habría ocurrido hablarle de eso? E incluso si a alguien se le hubiera ocurrido decírselo, aun en el caso de que su madre, que también quedó viuda joven, le hubiera explicado el dolor que sentiría, ella no lo habría entendido. ¿Cómo podría haberlo entendido?
Esa era una de aquellas cosas que hay que experimentar para entenderlas. Y, ay, cómo deseaba no pertenecer a ese triste club.
¿Y dónde estaba Michael? ¿Por qué no la consolaba? ¿Por qué no se daba cuenta de lo mucho que ella lo necesitaba? A él, no a su madre, ni a la madre de nadie.
Necesitaba a Michael, la única persona que conoció a John tanto como ella, la única persona que lo había amado totalmente. Michael era su único vínculo con el marido que había perdido, y lo odiaba por mantenerse alejado.
Incluso cuando él se encontraba en la casa Kilmartin, cuando estaba en la misma maldita sala que ella, nada era igual. Ya no se hacían bromas, no reñían. Simplemente estaban sentados ahí, los dos tristes, con las caras afligidas, y cuando hablaban, se notaba una incomodidad, una violencia que no existía antes.
¿Es que era imposible que «algo» continuara tal como era antes de que muriera John? Jamás se le habría ocurrido pensar que su amistad con Michael podría morir también.
– ¿Cómo te sientes, cariño?
Francesca miró a su suegra, cayendo tardíamente en la cuenta de que esta le había hecho una pregunta, o tal vez varias, y ella no se las había contestado, sumida como estaba en sus pensamientos. Eso lo hacía muchísimo últimamente.
– Muy bien -contestó-. No me siento en absoluto diferente a como me he sentido siempre.
– Es extraordinario -comentó Janet, moviendo la cabeza, maravillada-. Jamás había oído cosa semejante.
Francesca se encogió de hombros.
– Si no fuera por las faltas de mis reglas, no sabría que hay algo diferente.
Y era cierto. No sentía náuseas, no tenía hambre a cada momento, no sentía nada distinto. Tal vez se sentía un poco más cansada de lo habitual, pero eso podía deberse a la aflicción también. Su madre decía que se había sentido cansada durante un año después de la muerte de su padre.
Claro que, cuando quedó viuda, su madre tenía ocho hijos que cuidar y atender. Ella sólo se tenía a sí misma, y contaba con un pequeño ejército de criados que la trataban como a una reina inválida.
– Tienes mucha suerte -dijo Janet, sentándose en el sillón de enfrente-. Cuando yo estaba embarazada de John tenía náuseas todas, todas las mañanas, y muchas veces por la tarde también.
Francesca asintió y sonrió. Janet ya le había dicho eso antes, y varias veces. La muerte de John había convertido a su madre en una cotorra; no paraba de hablar, tratando de llenar el silencio que le producía la aflicción de ella. La adoraba por eso, por intentarlo, pero tenía la idea de que lo único que le mitigaría la pena sería el tiempo.
– Me alegra muchísimo que estés embarazada -dijo Janet, inclinándose y apretándole impulsivamente la mano-. Eso lo hace todo un poco más soportable. O tal vez algo menos insoportable -añadió, no sonriendo, pero con el aspecto de intentarlo.
Francesca se limitó a asentir, por miedo a que si hablaba se le soltaran las lágrimas que tenía contenidas en los ojos.
– Siempre deseé tener más hijos -continuó Janet-. Pero eso no estaba destinado a ser. Y cuando murió John…, bueno, limitémonos a decir simplemente que ningún nieto será nunca tan amado como el que ahora llevas en el vientre. -Guardó silencio, simulando que se llevaba el pañuelo a la nariz, cuando en realidad era para los ojos-. No se lo digas a nadie, pero no me importa si es niño o niña. Es una parte de él. Eso es lo único que importa.
– Lo sé -dijo Francesca en voz baja, colocándose la mano en el vientre.
Cómo deseaba sentir algo, cualquier cosa, que le indicara que llevaba un bebé dentro. Pero era demasiado pronto para notar movimientos; aún no llevaba tres meses embarazada, según los cuidadosos cálculos que había hecho, y todos los vestidos le entraban perfectamente, la comida le sabía igual que antes, y sencillamente no experimentaba ninguno de los malestares y achaques de que hablaban las demás mujeres.
Se sentiría feliz si cada mañana le vinieran náuseas y vomitara toda la comida, si sintiera algo con lo que al menos pudiera imaginarse que el bebé estaba moviendo la mano como si quisiera decirle alegremente: «¡Estoy aquí!»
– ¿Has visto a Michael estos últimos días? -preguntó Janet.
– Desde el lunes no. Ya no viene de visita con mucha frecuencia.
– Echa de menos a John.
– Yo también -replicó Francesca, y la horrorizó lo chillona que le salió la voz.
– Debe de ser muy difícil para él -musitó Janet.
Francesca se limitó a mirarla, con los labios entreabiertos por la sorpresa.
– No quiero decir que no sea difícil para ti -se apresuró a decir Janet-, pero piensa en lo delicado de su posición. No sabrá si va a ser el conde hasta dentro de seis meses.
– Yo no puedo hacer nada respecto a eso.
– Noo, claro que no, pero eso lo pone en una situación difícil. He oído decir a más de una señora que sencillamente no puede considerarlo un pretendiente posible para su hija hasta que, y a menos que, tú des a luz una niña. Casarse con el conde de Kilmartin es una cosa; otra muy distinta es casarse con su primo pobre. Y nadie sabe cuál de las dos cosas va a ser.
– Michael no es pobre -dijo Francesca, malhumorada-. Además, no se casará mientras esté de luto por John.
– No, me imagino que no, pero espero que comience pronto a buscar esposa. Deseo muchísimo que sea feliz. Y, claro, si va a ser el conde, tendrá que engendrar un heredero. Si no, el título irá a parar a ese odioso lado Debenham de la familia -concluyó Janet, estremeciéndose ante la idea.
– Michael hará lo que debe -dijo Francesca, aunque no estaba muy segura.
Le resultaba difícil imaginárselo casado. Siempre había sido difícil imaginárselo; Michael no era el tipo de hombre capaz de serle fiel a una mujer durante mucho tiempo; pero en esos momentos simplemente le parecía extraño. Durante esos dos años ella había tenido a John, y Michael había sido el acompañante de ambos. ¿Sería capaz de soportar que Michael se casara y ella pasara a ser la tercera en el grupo? ¿Era lo suficientemente generosa para sentirse feliz por él mientras ella se quedaba sola?