Se frotó los ojos. Se sentía muy cansada, y un poco débil también. Eso era buena señal, suponía; había oído decir que las embarazadas se sentían mucho más cansadas de lo que se sentía ella.
– Creo que voy a subir a echar una siesta -dijo, mirando a Janet.
– Excelente idea -repuso Janet, aprobadora-. Necesitas descansar.
Asintiendo, Francesca se levantó, y tuvo que cogerse del brazo del sillón para no caerse, porque se le fue el cuerpo.
– No sé qué me pasa -dijo, intentando esbozar una sonrisa, que le salió trémula-. Me siento algo mareada, inestable. No… -La interrumpió la exclamación de Janet-. ¿Janet? -preguntó, mirando a su suegra preocupada; estaba muy pálida y se había llevado una mano temblorosa a la boca-. ¿Qué te pasa?
Entonces se dio cuenta de que Janet no la estaba mirando a ella; estaba mirando el sillón del que ella acababa de levantarse. Con creciente temor, bajó la vista y se obligó a mirar el asiento que acababa de desocupar.
En el medio del cojín había una pequeña mancha roja.
Sangre.
La vida se le haría mucho más fácil si fuera dado a la bebida, estaba pensando Michael, sarcástico. Si había una ocasión para emborracharse, para ahogar las penas en el alcohol, era esa.
Pero no, había sido maldecido con una constitución robusta y una maravillosa capacidad para aguantar el licor con dignidad y elegancia. Y eso significaba que si quería emborracharse para obnubilar la mente y olvidar, tendría que beberse toda una botella de whisky ahí sentado ante su escritorio, y tal vez un poco más.
Miró por la ventana. Todavía no oscurecía. Y ni siquiera él, el libertino disoluto que intentaba ser, sería capaz de beberse toda una botella de whisky antes de que se pusiera el sol.
Golpeteó el escritorio con los dedos, deseando saber qué hacer consigo mismo. Habían transcurrido seis semanas desde la muerte de John, y continuaba viviendo en su modesto apartamento en el Albany. No lograba decidirse a tomar residencia en la casa Kilmartin. Esa era la residencia del conde, y él no lo sería hasta por lo menos dentro de seis meses.
O tal vez nunca.
Según lord Winston, cuyos sermones finalmente se había visto obligado a tolerar, el título estaría en suspenso hasta que Francesca diera a luz. Y si daba a luz a un varón, él continuaría en la posición en que había estado siempre: primo del conde.
Pero no era esa situación en particular lo que lo mantenía alejado. Aun en el caso de que Francesca no estuviera embarazada él se habría resistido a mudarse a la casa Kilmartin. Ella seguía viviendo allí.
Seguía viviendo allí y seguía siendo la condesa de Kilmartin, y aun en el caso de que él fuera el conde, sin ninguna duda respecto a su derecho al título, ella no sería «su» condesa, y no sabía si sería capaz de soportar esa ironía.
Había creído que su aflicción por la muerte de John superaría su deseo de ella, que tal vez finalmente podría estar con Francesca sin desearla, pero no, seguía quedándose sin aliento cada vez que ella entraba en la sala, y se endurecía de deseo cada vez que lo rozaba al pasar por su lado, y seguía doliéndole el corazón de amor por ella.
Lo único diferente era que ahora todo eso estaba envuelto en otra capa más de culpabilidad, como si esta no hubiera sido lo bastante intensa mientras John aún estaba vivo. Ella sufría, estaba de duelo, y él debería consolarla, no desearla. Buen Dios, ¿qué tipo de monstruo podía desear a la mujer de su primo, que aún no se había enfriado en su tumba?
A su mujer embarazada.
Ya había ocupado el lugar de John en muchas cosas; no podía completar la traición ocupando su lugar con Francesca también.
Por lo tanto, se mantenía alejado de la casa. No del todo, pues eso sería demasiado evidente. Además, no podía hacer eso, estando su madre y la madre de John viviendo allí. Y todo el mundo esperaba que él se ocupara de los asuntos del conde, aun cuando la posibilidad de que el título fuera suyo sólo se vería dentro de seis meses.
Pero lo hacía. No le importaba ocuparse de los detalles, no le importaba dedicar varias horas al día a la administración de una fortuna que podría ir a otro. Era lo mínimo que podía hacer por John.
Y por Francesca. Le resultaba imposible ser amigo de ella de la manera que debía, pero sí podía encargarse de que sus asuntos financieros estuvieran en regla.
Pero era consciente de que ella no lo entendía. Muchas veces iba a visitarlo cuando estaba en el despacho de John, en la casa Kilmartin, leyendo los informes de los administradores y abogados de las diversas propiedades, y se daba cuenta de que lo que buscaba era la antigua camaradería entre ellos, aunque él no era capaz de ceder en eso.
Ya fuera debilidad o falta de carácter, simplemente no podía ser su amigo. No todavía, en todo caso.
– ¿Señor Stirling?
Levantó la vista. En la puerta estaba su ayuda de cámara acompañado por un lacayo que llevaba la inconfundible librea verde y oro de la casa Kilmartin.
– Un mensaje para usted -dijo el lacayo-, de su madre.
Cuando a un gesto suyo el lacayo entró a entregarle el mensaje, alargó la mano pensando qué sería esta vez. Su madre lo hacía ir a la casa Kilmartin más o menos cada día.
– Dijo que es urgente -añadió el lacayo cuando le puso el sobre en la mano.
Urgente, ¿eh? Eso era una novedad. Miró fijamente al lacayo y a su ayuda de cámara, despachándolos con la mirada. Cuando los dos salieron y se quedó solo, rompió el sello con el abrecartas. El mensaje era breve, decía simplemente: «Ven enseguida. Francesca ha perdido al bebé».
Michael casi se mató cabalgando a la mayor velocidad posible en dirección a la casa Kilmartin, desentendiéndose de los gritos de indignación de los transeúntes a los que estuvo a punto de atropellar con su prisa.
Pero una vez que llegó allí y se encontró en el vestíbulo, no supo qué hacer.
¿Un aborto espontáneo? Eso era con mucho un asunto de mujeres. ¿Qué tenía que hacer él? Era una tragedia, y sentía una pena tremenda por Francesca, pero, ¿qué esperaban que dijera o hiciera él? ¿Por qué lo necesitaban ahí?
Entonces la comprensión lo golpeó como un rayo. Él era el conde ahora; eso ya era un hecho. Lento pero seguro, se había ido apropiando de la vida de John, llenando todos los rincones del mundo que antes perteneciera a su primo.
– Ah, Michael -dijo su madre, entrando a toda prisa en el vestíbulo-. Cuanto me alegra que hayas venido.
Él la abrazó, sintiendo los brazos torpes alrededor de ella. Y tal vez murmuró algo estúpido, sin sentido, algo así como «Qué tragedia», pero principalmente se quedó ahí inmóvil, sintiéndose tonto y fuera de lugar.
– ¿Cómo está? -preguntó al fin, cuando su madre se apartó.
– Conmocionada. Ha estado llorando.
Él tragó saliva, desesperado por soltarse la corbata.
– Bueno, eso es comprensible -dijo-. Esto… eh…
– Parece que no puede parar -interrumpió Helen.
– ¿De llorar?
Helen asintió.
– No sé qué hacer.
Michael hizo unas cuantas respiraciones para serenarse. Parejas, lentas. Inspira, espira.
– ¿Michael?
Su madre lo estaba mirando, esperando una respuesta. Tal vez esperando un consejo, una orientación.
Como si él supiera qué hacer.
– Ha venido su madre -continuó Helen, cuando comprendió que él no iba a decir nada-. Quiere que Francesca vuelva a la casa Bridgerton.
– ¿Francesca desea eso?
Helen se encogió de hombros, con la expresión muy triste.
– No creo que lo sepa. Esto ha sido una tremenda conmoción.
– Sí -dijo él.