La sonrisilla desapareció para dar paso a una leve mueca; sus pies se movieron ligeramente. Pero la irritación del hombre sólo duró un instante.
—La comida es un problema menor —dijo suavemente mientras extendía las manos—. Como decís, mis hombres pueden Viajar. A cualquier lugar que les ordene. Dudo que pudieseis impedirme comprar lo que quisiera incluso a quince kilómetros de Caemlyn, pero no me quitaría el sueño si pudieseis hacerlo. Con todo, estoy conforme con permitir visitas cuando quiera que lo solicitéis. Visitas controladas, con escolta en todo momento. La preparación es dura en la Torre Negra. Mueren hombres casi a diario. No querría que ocurriese un accidente.
Estaba irritantemente acertado respecto hasta qué distancia de Caemlyn llegaba su mandato. Pero no era más que eso: irritante. Sin embargo, sus comentarios sobre que los hombres Viajaran a cualquier parte que él ordenara y sobre un posible «accidente», ¿eran amenazas veladas? A buen seguro que no. Una oleada de rabia la asaltó al darse cuenta de que su seguridad de que no la amenazaría era a causa de Rand. No pensaba esconderse detrás de Rand al’Thor. ¿Visitas «controladas»? ¿Cuando lo «solicitase»? ¡Debería reducir a cenizas a ese hombre allí mismo!
De pronto fue consciente de lo que le llegaba a través del vínculo con Birgitte: ira, un reflejo de la suya unida a la de la propia Birgitte, reflejándose de Birgitte a ella, rebotando de ella a Birgitte, nutriéndose de sí misma, acrecentándose. La mano con la que Birgitte sostenía el cuchillo temblaba con el deseo de arrojarlo. ¿Y ella? ¡La furia la colmaba! Una pizca más y soltaría el saidar. O arremetería con él.
No sin esfuerzo, se obligó a ahogar la cólera y sustituirla por algo parecido a la calma. Una semejanza apenas esbozada, todavía en ebullición. Elayne tragó saliva y bregó para mantener la voz impasible.
—Los soldados de la Guardia Real harán una visita diaria, maese Taim. —Y no sabía cómo iba a conseguir tal cosa con el tiempo que hacía—. Puede que vaya yo en persona, con unas cuantas hermanas. —Si la idea de tener Aes Sedai dentro de su Torre Negra molestaba a Taim, el hombre no lo puso de manifiesto. Luz, su intención era imponer la autoridad de Andor, no provocar a ese hombre. Llevó a cabo con presteza un ejercicio de novicia, el río contenido por las márgenes, buscando la calma. Le funcionó… un poco. Ahora sólo deseaba arrojarle todas las copas de vino—. Accederé a vuestra petición de llevar escolta, pero no se ocultará nada. No admitiré delitos tapados por vuestros secretos. ¿Me he explicado con suficiente claridad?
La reverencia de Taim fue burlona —¡burlona!— pero cuando habló había tirantez en su voz.
—Os entiendo perfectamente. Sin embargo, entendedme a mí. Mis hombres no son granjeros que agachan la cabeza cuando pasáis. Presionad demasiado a un Asha’man y quizá descubráis cuán fuerte es exactamente vuestra ley.
Elayne abrió la boca para contestar cuán fuerte era exactamente la ley en Andor.
—Es la hora, Elayne Trakand —dijo una voz de mujer desde la puerta.
—¡Rayos y centellas! —rezongó Dyelin—. ¿Es que todo el mundo va a entrar aquí sin llamar?
Elayne había reconocido la nueva voz. Había estado esperando esa llamada sin saber cuándo tendría lugar, pero consciente de que había que obedecerla al instante. Se puso de pie, deseando para sus adentros disponer de un poco más de tiempo para dejar muy claras las cosas a Taim. El hombre observó con el entrecejo fruncido a la mujer que acababa de entrar y luego a Elayne; era obvio que no sabía qué pensar de aquello. Bien. Que se cociera en su propia salsa hasta que ella tuviese tiempo para aclararle qué derechos especiales tenían los Asha’man en Andor.
Nadere era tan alta como cualquiera de los dos hombres que se encontraban junto a la puerta, con una constitución lo más parecida a corpulenta que había visto en cualquier Aiel. Sus verdes ojos examinaron a los dos hombres un momento antes de desestimarlos como alguien sin importancia. Los Asha’man no impresionaban a las Sabias. En realidad, pocas cosas las impresionaban. Mientras se ajustaba el oscuro chal sobre los hombros, en medio del tintineo de los brazaletes, se adelantó hasta detenerse delante de Elayne, dándole la espalda a Taim. A pesar del frío, sólo llevaba el chal encima de la fina blusa blanca aunque, curiosamente, portaba una capa de gruesa lana doblada sobre un brazo.
—Debes venir ahora —le dijo a Elayne—, sin demora.
Las cejas de Taim se arquearon de forma pronunciada; sin duda no estaba acostumbrado a que se hiciese caso omiso de él tan inequívoca y absolutamente.
—¡Luz bendita! —exclamó Dyelin mientras se frotaba la frente—. No sé de qué se trata, Nadere, pero tendrá que esperar hasta que…
Elayne le puso la mano en el brazo.
—No, no lo sabes, Dyelin, y de ningún modo puede esperar. Daré permiso para que se retiren todos e iré contigo, Nadere.
La Sabia movió la cabeza con gesto desaprobador.
—Una criatura que está a punto de nacer no puede perder tiempo diciendo a la gente que se marche. —Sacudió la gruesa capa—. Traje esto para proteger tu piel del frío. Quizá debería dejarlo y decirle a Aviendha que tu recato es mayor que tu deseo de tener una hermana.
Dyelin dio un respingo al comprender de repente. El vínculo de Guardián se estremeció con la indignación de Birgitte.
Sólo había una alternativa. En realidad, no tenía elección. Elayne dejó que se disolviese la coligación con las otras dos mujeres y a continuación soltó el saidar. No obstante, el brillo siguió rodeando a Renaile y a Merilille.
—¿Quieres ayudarme con los botones, Dyelin?
Elayne se sintió orgullosa de lo firme que sonaba su voz. Había estado esperando aquello. «¡Sólo que no con tantos testigos!», pensó con cierto desmayo. Le dio la espalda a Taim —¡al menos no tendría que verlo mientras la observara!— y empezó a desabrochar los diminutos botones de las mangas.
—Dyelin, por favor. ¡Dyelin!
Al cabo de un momento, la noble se movió como una sonámbula y empezó a soltar los botones de la espalda mientras mascullaba entre dientes en tono conmocionado. Uno de los Asha’man que aguardaban junto a la puerta soltó una risita burlona.
—¡Media vuelta! —espetó Taim, y el golpe de botas sonó cerca de la puerta.
Elayne ignoraba si él se había vuelto también —estaba segura de que podía sentir sus ojos sobre ella— pero de repente Birgitte se encontró a su lado, así como Merilille y Reene, y Zaida e incluso Renaile, pegadas hombro con hombro, ceñudas mientras formaban un muro entre ella y los hombres. No un muro muy adecuado, ya que ninguna de las presentes era tan alta como ella, y Zaida y Merilille sólo le llegaban al hombro.
«Concentración —se exhortó—. Estoy serena. Estoy tranquila. Estoy… ¡Me estoy quedando en cueros en una habitación llena de gente, eso es lo que estoy haciendo!» Se desvistió tan deprisa como le fue posible, dejando caer el vestido y la ropa interior al suelo, soltando los escarpines y las medias encima del montón de ropa. La piel se le puso de gallina por el frío; hacer caso omiso de la baja temperatura significaba simplemente que no tiritaba. Y no creía que el ardor de sus mejillas tuviese nada que ver con eso.
—¡Qué locura! —rezongó Dyelin en voz baja mientras recogía la ropa con brusquedad—. ¡Qué disparate!
—¿Qué pasa? ¿De qué se trata todo esto? —susurró Birgitte—. ¿Puedo acompañarte?
—Debo ir sola —contestó Elayne, también en un susurro—. ¡Y no discutas!
No es que Birgitte hubiese dado señales externas de que pensara hacerlo, pero con lo que transmitía el vínculo sobraba todo lo demás. Elayne se quitó los aros de oro de las orejas y se los tendió a Birgitte; vaciló un poco antes de hacer lo mismo con el anillo de la Gran Serpiente. Las Sabias habían dicho que debía ir igual que un bebé llegaba a su nacimiento. Le habían dado muchísimas instrucciones; la primera, que no le contase a nadie lo que iba a pasar. A decir verdad, a ella le gustaría saberlo. Pero un bebé nacía sin tener conocimiento previo de lo que iba a ocurrir. Los rezongos de Birgitte empezaron a sonar como los de Dyelin.