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—Volveréis a nacer.

Todo desapareció. Ella desapareció. Dejó de existir.

Una especie de conciencia. No pensaba en sí misma como tal, no pensaba en nada, pero era consciente. Del sonido. Un líquido rumoroso todo en derredor. Borboteos y retumbos sordos. Y un ruido rítmico amortiguado. Eso por encima de todo. Pu-pum. Pu-pum. No conocía la satisfacción, pero estaba satisfecha. Pu-pum.

Tiempo. No conocía el tiempo, pero transcurrieron eras. Había un sonido dentro de ella, un sonido que era ella. Pu-pum. El mismo sonido, el mismo ritmo que el otro. Pu-pum. Y procedente de otro sitio, cerca. Pu-pum. Otra. Pu-pum. El mismo sonido, el mismo latido, como el suyo. Otra no. Eran la misma; eran una. Pu-pum.

La eternidad transcurrió al ritmo de esa cadencia, todo el tiempo habido desde el principio, siempre. Tocó a la otra que era ella misma. Podía sentir. Pu-pum. Se movía, ella y la otra que era ella misma, retorciéndose una en la otra, los miembros enredándose, retirándose pero siempre regresando una a la otra. Pu-pum. A veces había luz en la oscuridad; tenue más allá de la percepción, pero intensa para quien sólo conocía oscuridad. Pu-pum. Abrió los ojos y miró los de la otra que era ella misma, y volvió a cerrarlos, satisfecha. Pu-pum.

Cambio; repentino, conmocionante para quien jamás había conocido cambios. Presión. Pu-pum-pu-pum. Aquel reconfortante latido era más rápido. Presión espasmódica. Otra vez. Otra vez. Cada vez más fuerte. ¡Pu-pum-pu-pum! ¡Pu-pum-pu-pum!

De pronto, la otra que era ella misma… desapareció. Estaba sola. No conocía el miedo, pero estaba asustada, y sola. ¡Pu-pum-pu-pum! ¡Presión! ¡Más fuerte que cualquiera antes! La apretaba, la aplastaba. Si hubiese sabido cómo gritar, si hubiese sabido lo que era un grito, habría chillado.

Y entonces la luz, cegadora, rebosante de formas en movimiento, arremolinadas. Tenía peso; nunca había sentido peso. Un dolor cortante en lo que sentía como su centro. Algo le hizo cosquillas en el pie. Algo le hizo cosquillas en la espalda. Al principio no se dio cuenta de que aquel plañido salía de ella. Pateó débilmente, agitando miembros que no sabía cómo mover. Fue levantada en el aire, y dejada sobre algo suave pero más firme que nada de lo que había sentido hasta entonces, excepto los recuerdos de la otra que era ella misma, la otra que había desaparecido. Pu-pum. Pu-pum. El sonido. El mismo sonido, el mismo latido. La soledad, no identificada, imperaba, pero también había satisfacción.

La memoria empezó a volver, lentamente. Alzó la cabeza, apoyada en un pecho, y contempló el rostro de Amys. Sí, Amys. Empapada en sudor y con aire de agotamiento, pero sonriente. Y ella era Elayne; sí, Elayne Trakand. Pero había en ella algo más ahora. No como el vínculo del Guardián, pero sí parecido en cierto modo. Más leve, pero más grandioso. Despacio, sobre un cuello que se bamboleaba inestable, giró la cabeza para mirar a la otra mitad que era ella misma, recostada sobre el otro pecho de Amys. Vio a Aviendha, el cabello apelmazado, el rostro y el cuerpo brillantes por el sudor… sonriendo gozosa. Riendo, llorando, se abrazaron con fuerza y siguieron así como si nunca fueran a soltarse.

—Ésta es mi hija Aviendha —dijo Amys—, y ésta es mi hija Elayne, nacidas el mismo día, a la misma hora. Ojalá se protejan, se apoyen y se amen siempre. —Rió queda, cansada, cariñosamente—. Y ahora, por favor, ¿quiere alguien traernos ropas antes de que mis nuevas hijas y yo nos muramos de frío?

En ese momento a Elayne no le importaba si se moría de frío. Se aferró a Aviendha riendo y llorando. Había encontrado a su hermana. ¡Luz, había encontrado a su hermana!

Toveine Gazal se despertó con el ruido de un quedo bullir, de otras mujeres moviéndose de aquí para allí, algunas hablando en voz baja. Tendida en el duro y estrecho catre, suspiró con lástima. Lo de sus manos cerradas en torno al cuello de Elaida sólo había sido un sueño agradable. La realidad era aquel diminuto habitáculo de paredes de lona. Había dormido mal, y se sentía débil, aturdida. También había dormido más de la cuenta; no tendría tiempo para desayunar. Retiró las mantas de mala gana. El edificio había sido un pequeño almacén de algún tipo, con gruesas paredes y pesadas vigas en el techo bajo, pero no tenía chimenea. Su aliento se condensó, y el aire gélido de la mañana traspasó su ropa interior antes de haber puesto los pies en las toscas planchas de madera del suelo. Aun en el caso de que se hubiese planteado quedarse acostada en ese lugar, tenía órdenes que cumplir. El asqueroso vínculo de Logain hacía imposible la desobediencia, por mucho y muy a menudo que deseara desobedecer.

Siempre intentaba pensar en él como en Ablar, simplemente, o, en el peor de los casos, en maese Ablar, pero siempre era Logain lo que le venía a la mente. El nombre que él había hecho infame. Logain, el falso Dragón que había destrozado los ejércitos de su tierra natal, Ghealdan. Logain, que se había abierto paso a sangre y fuego a través de los contados altaraneses y murandianos con valor suficiente para intentar detenerlo, hasta que llegó a amenazar a la propia Lugard. Logain, al que se había amansado y que, a saber cómo, podía encauzar otra vez, el que se había atrevido a implantar su maldito tejido de saidin en Toveine Gazal. ¡Seguro que lamentaba no haberle ordenado que dejara de pensar! Podía sentir al hombre en el fondo de su mente. Siempre estaba allí.

Por un instante, apretó los párpados con fuerza. ¡Luz! La granja de la señora Espigo le había parecido la Fosa de la Perdición, años de exilio y de penitencia, sin salida, excepto lo inconcebible: convertirse en una renegada perseguida. Apenas había pasado media semana desde su captura, pero ahora sabía a qué atenerse. Esto sí que era la Fosa de la Perdición. Y no había salida. Furiosa, sacudió la cabeza y se quitó con los dedos los brillantes reguerillos húmedos de las mejillas. ¡No! Escaparía, de algún modo, aunque sólo fuese el tiempo suficiente para poner de verdad sus manos en el cuello de Elaida. De algún modo.

Aparte del catre, sólo había otros tres muebles, pero aun así apenas dejaban espacio libre para moverse. Rompió el hielo del aguamanil que había sobre el lavabo con la hebilla de su cinturón, llenó la palangana blanca descascarillada, y encauzó para calentar el agua hasta que ésta soltó vapor. Estaba permitido encauzar para eso. Y para nada más. Como medida de precaución se limpió y aclaró los dientes con sal y soda, y después se puso una muda y medias limpias que guardaba en el pequeño arcón de madera, situado a los pies del catre. El anillo lo dejó en el arcón, metido debajo de todo lo demás, dentro de una bolsita de terciopelo. Otra orden. Todas sus cosas estaban allí, excepto la escribanía portátil. Con suerte, se había perdido cuando la prendieron. Sus vestidos colgaban de una percha, la última pieza de mobiliario de su habitación. Eligiendo uno sin mirar realmente, se lo puso de manera automática y utilizó el peine y el cepillo para arreglarse el cabello.

El movimiento del cepillo de mango de marfil se ralentizó cuando la mujer se vio realmente en el espejo barato e irregular del lavabo. Con la respiración agitada, soltó el cepillo al lado del peine a juego. El vestido que había escogido era de paño grueso y bien tejido, sin adornos, de un color rojo tan oscuro que casi parecía negro. Negro, como la chaqueta de un Asha’man. Su imagen distorsionada le devolvía la mirada, con los labios torcidos en una mueca. Cambiarse sería una especie de rendición. Con aire resuelto, cogió de la percha la capa gris, forrada con piel de marta.