El tipo de ojos agoreros parecía aburrido del servicio que se le había encomendado esa mañana y apenas se molestaba en disimular sus bostezos tras la mano enguantada.
—Cuando terminemos aquí —estaba diciendo mientras pasaban delante de Toveine—, os mostraré la Villa de Artesanos. Bastante más grande que ésta. Tenemos todo tipo de artesanos, desde albañiles y carpinteros hasta forjadores y sastres. Podemos fabricar todo lo que necesitamos, lady Elayne.
—Excepto nabos —comentó una de las mujeres en voz bastante alta, y la otra rió.
Toveine giró bruscamente la cabeza y siguió con la vista a los jinetes que avanzaban calle adelante, acompañados por órdenes voceadas y golpes de tacones de botas. ¿Lady Elayne? ¿Elayne Trakand? La más joven de las dos podía encajar con la descripción que le habían dado. Elaida no había querido revelar por qué deseaba tan desesperadamente atrapar a la Aceptada huida, aunque fuese una que podría convertirse en reina, pero Elaida nunca dejaba que una hermana saliese de la Torre sin antes recibir órdenes sobre lo que debía hacer si encontraba a la chica.
«Ten mucho cuidado, Elayne Trakand —pensó Toveine—. No me gustaría que Elaida tuviese la satisfacción de echarte mano».
Deseaba pensar en aquello, en si habría algún modo de utilizar la presencia de la chica allí, pero de repente fue consciente de las sensaciones en el fondo de su mente. Una leve satisfacción y una creciente determinación. Logain había terminado de desayunar. No tardaría en salir. Y le había dicho que estuviese allí cuando lo hiciera.
Sus pies echaron a correr antes de que la mujer se diese cuenta, con el resultado de que la falda se le enredó en las piernas y se fue de bruces al suelo. El fuerte golpe la dejó sin resuello y la rabia la invadió, pero se incorporó rápidamente y, sin pararse para sacudir el polvo de su ropa, se remangó la falda y echó a correr otra vez, con la capa ondeando a su espalda. Los gritos estentóreos de los hombres la siguieron calle abajo, y los niños la señalaron, riendo de buena gana, al verla pasar.
De pronto, una manada de perros la rodeó, gruñendo, mordisqueándole los talones. Toveine saltó, giró sobre sí misma y les lanzó patadas, pero los animales siguieron hostigándola. Habría querido chillar de rabia y frustración. Los perros eran siempre una molestia, y no podía encauzar ni una pizca para ahuyentarlos. Un podenco hizo presa de la falda y tiró de la mujer hacia un lado. El pánico se apoderó de ella. Si volvía a caerse, la harían pedazos.
Una mujer con vestido de paño marrón gritó y agitó el pesado cesto que llevaba, amenazando al perro que tiraba de la falda de Toveine, y consiguió que se apartara. El cubo de otra mujer oronda acertó a dar en las costillas a un pinto, que huyó lanzando gañidos. Toveine se quedó boquiabierta, y su falta de atención le costó un trozo de media y algo de piel de la pierna izquierda, que tuvo que retirar bruscamente de otro de los perros. Estaba rodeada de mujeres que espantaban a los animales con lo que quiera que tuviesen en las manos.
—Marchaos, Aes Sedai —le dijo una mujer canosa y flaca mientras atizaba con una vara a un perro con manchas—. Ya no os molestarán. A mí me gustaría tener un gato, pero ahora los gatos no aguantan al esposo. Marchaos.
Toveine no perdió tiempo en darles las gracias a sus salvadoras. Corrió, furiosa por lo ocurrido. Las mujeres lo sabían. Si una estaba enterada, las demás también. Pero no llevarían ningún mensaje, no ayudarían a escapar a nadie, no cuando ellas permanecían allí de buen grado. No si se daban cuenta de para qué era su ayuda. No había que darle más vueltas al asunto.
A corta distancia de la casa de Logain, una de las varias que había en una calle lateral más estrecha, frenó la carrera y soltó la falda remangada. Ocho o nueve hombres con chaqueta negra esperaban fuera, jovenzuelos, vejetes y de edades intermedias, pero todavía no había señales de Logain. Seguía sintiéndolo, enfocado totalmente en algo, concentrado. Quizá leía. Recorrió el último tramo caminando, con aire circunspecto, sereno, Aes Sedai de la cabeza a los pies, sin importar las circunstancias. Casi logró olvidar la frenética huida de los perros.
La casa la sorprendía cada vez que la veía. Otras de la calle eran iguales de grandes, y había dos que eran mayores; una casa corriente de madera, de dos pisos, aunque la puerta, los postigos y los marcos de las ventanas en color rojo le daban un aspecto extraño. Unas cortinas sencillas ocultaban el interior, pero los cristales de las ventanas eran tan malos que dudaba que hubiese podido ver claramente a través de ellos aunque las cortinas estuviesen descorridas. Una casa adecuada para un comerciante no demasiado próspero, pero no la morada para uno de los hombres vivos más renombrados.
Se preguntó de pasada qué habría retrasado a Gabrelle. La otra hermana vinculada a Logain tenía las mismas instrucciones que ella y, hasta ahora, siempre había llegado la primera. Gabrelle estudiaba a los Asha’man con avidez, como si tuviese intención de escribir un libro sobre el tema. A lo mejor lo estaba haciendo; las Marrones escribían sobre cualquier cosa. Apartó de su mente a la otra hermana. Sin embargo, si Gabrelle llegaba tarde, tendría que descubrir cómo se las arreglaba para conseguirlo. De momento, tenía su propio tema de estudio.
Los hombres situados ante la puerta roja la miraron, pero no dijeron nada, ni siquiera hablaron entre ellos. Con todo, no había animosidad. Simplemente esperaban. Ninguno llevaba capa por más que, al respirar, el aliento formaba nubecillas de vapor frente a sus caras. Todos eran Dedicados, con el alfiler de plata en forma de espada prendido en los cuellos de las chaquetas.
Igual que todas las mañanas, cuando se «presentaba» allí, aunque no siempre eran los mismos hombres. Conocía a algunos, al menos sus nombres, y a veces algunos dejaban entrever pequeños detalles que le daban información. Evin Vinchova, el muchacho guapo que estaba presente cuando Logain la había capturado, se recostaba en la esquina de la casa y jugueteaba con un trozo de cuerda. Donalo Sandomere, si es que era su verdadero nombre, con su curtido rostro de granjero y su barba cortada en punta y untada con aceites, procuraba adoptar la pose lánguida que a su parecer mostraría un noble. El otro era el tarabonés Androl Genhald, un tipo cuadrado, con las espesas cejas fruncidas en un gesto pensativo y las manos enlazadas a la espalda; llevaba un sello de oro, pero Toveine lo tenía por un aprendiz que se había afeitado el bigote y renunciado al velo. Mezar Kurin, un domani con canas en las sienes, toqueteaba el granate que le adornaba la oreja izquierda; ése sí podría ser un noble de segunda fila. La Aes Sedai estaba recopilando nombres y rostros, archivando en su mente todos los datos que podrían ser útiles para ayudar a identificarlos.
La puerta roja se abrió y los hombres se pusieron firmes, pero no fue Logain quien salió.
Toveine parpadeó sorprendida, y después buscó los verdes ojos de Gabrelle con una mirada fría, sin hacer el menor esfuerzo para ocultar su desagrado. Aquel maldito vínculo con Logain había dejado muy claro en lo que había estado entretenido el hombre la noche anterior —¡Toveine había temido no poder dormirse!—, ¡pero ni por lo más remoto habría imaginado nunca que se trataba de Gabrelle! Algunos de los hombres parecieron tan sorprendidos como ella. Otros intentaron disimular la sonrisa. Kurin esbozó una mueca sin rebozo mientras se atusaba el fino bigote.