Cuando Egeanin cruzó el umbral, Mat se tambaleó ligeramente, apoyado en la lanza, invadido por el alivio. Dos sul’dam entraron tras ella, y a continuación Domon. Mat vio a Edesina por primera vez sabiendo quién era, aunque la recordó de un día en el patio, cuando las damane hacían ejercicio; era una mujer atractiva, alta, con el negro cabello cayéndole hasta la cintura. Llevaba uno de aquellos sencillos vestidos grises, y, a pesar del a’dam que la ataba a la muñeca de Seta, Edesina se mostraba tranquila. Sería una Aes Sedai atada a la correa, pero una que tenía la certeza de que esa correa desaparecería muy pronto. Por otro lado, Teslyn era un manojo de ansiedad, se lamía los labios y miraba fijamente la puerta de los establos. Renna y Seta apuraron a las dos Aes Sedai para que siguieran a Egeanin, aunque sin apartar la vista de la puerta que daba al patio.
—Tuve que tranquilizar a la der’sul’dam —dijo Egeanin tan pronto como entró en la antesala—. Todas ellas se muestran muy protectoras con las que están a su cargo. —Al reparar en Juilin y Thera frunció el ceño; no había habido razón para hablarle de Thera, y menos con su aceptación de ayudar a las damane, pero obviamente no le gustaba aquella sorpresa vestida con paño gris—. La presencia de Seta y Renna le hizo ver las cosas de otra manera, claro, pero… —Su voz se cortó de golpe, como sesgada por un cuchillo, cuando su mirada se posó en Tuon. Egeanin era pálida de tez, pero se puso blanca. Tuon le devolvió la mirada con ira y con la severa ferocidad de un verdugo—. ¡Oh, Luz! —exclamó, ronca la voz, y cayó de rodillas—. ¡Estás loco! ¡Se castiga con la muerte por tortura lenta el poner las manos sobre la Hija de las Nueve Lunas!
Las dos sul’dam soltaron una exclamación ahogada y se arrodillaron sin vacilación, no sólo arrastrando con ellas a las dos Aes Sedai, sino tirando del a’dam para obligarlas a poner el rostro contra el suelo. Mat gimió como si Tuon acabara de soltarle una patada en la entrepierna. Se sentía como si lo hubiera hecho. La Hija de las Nueve Lunas. Los alfinios le habían dicho la verdad, por mucho que odiara reconocerlo. Que moriría y volvería a vivir, si es que aún no había pasado por eso. Que daría la mitad de la luz del mundo para salvar el mundo, lo que ni siquiera quería imaginar qué significaba. Que se casaría con…
—Es mi esposa —musitó lentamente. Alguien soltó un sonido ahogado, le pareció que Domon.
—¿Qué? —exclamó Egeanin con un tono chillón mientras giraba la cabeza hacia él tan deprisa que la cola de pelo se meció hasta darle en la cara. Mat nunca habría imaginado que esa mujer chillara—. ¡No puedes decir eso! ¡No debes decirlo!
—¿Por qué no? —demandó. Los alfinios siempre daban respuestas verdaderas. Siempre—. Es mi esposa. ¡Vuestra jodida Hija de las Nueve Lunas es mi esposa!
Todos lo miraban de hito en hito, excepto Juilin, que se había quitado el gorro y observaba fijamente el interior de la prenda. Domon sacudió la cabeza, y Noal soltó una queda risita. Egeanin se había quedado boquiabierta. Las dos sul’dam también, como si estuvieran viendo a un demente, absolutamente loco de atar, y suelto. Tuon lo contemplaba fijamente, pero su expresión resultaba indescifrable, ocultando lo que pensaba tras aquellos ojos negros. Oh, Luz, ¿qué iba a hacer? Bien, para empezar, ponerse en marcha antes de que…
Selucia entró corriendo en la antesala, y Mat gimió. ¿Es que todo el jodido palacio iba a aparecer allí? Domon intentó agarrarla, pero ella lo esquivó y siguió hacia el centro de la estancia. La so’jhin rubia y de generoso busto no mostraba su habitual actitud majestuosa, ya que se retorcía las manos y miraba a su alrededor como un animal acorralado.
—Perdonadme por hablar —empezó en un tono rebosante de temor—, pero lo que hacéis es peor que una locura. —Con un gemido, corrió a situarse entre las sul’dam arrodilladas, y se acurrucó, con una mano en el hombro de cada una de las mujeres como si buscase su protección. Sus azules ojos no dejaban de ir de un lado a otro de la antesala—. Sean cuales sean los augurios, esto todavía puede arreglarse si accedéis a no derramar sangre.
—Cálmate, Selucia —dijo Mat en tono tranquilizador. La mujer no lo miraba a él, pero la mujer de todos modos acompañó sus palabras con gestos también tranquilizadores. En ninguno de sus recuerdos había podido encontrar un modo de vérselas con una mujer histérica. Aparte de esconderse—. Nadie va a salir herido. ¡Nadie! Te lo prometo. Cálmate.
Por alguna razón, la consternación asomó fugazmente al rostro de la so’jhin, pero se apoyó en las rodillas y enlazó las manos sobre el regazo. De repente, todo su miedo desapareció y volvió a exhibir el aire majestuoso de siempre.
—Os obedeceré, siempre y cuando no hagáis daño a mi señora. Si lo hacéis, os mataré.
Viniendo de Egeanin, esas palabras le habrían dado que pensar. Viniendo de esa mujer rellenita y de mejillas sonrosadas, de baja altura aunque fuera más alta que su señora, Mat desechó la amenaza. La Luz sabía que las mujeres eran peligrosas, pero se creía capacitado para manejar a la doncella de una noble. Al menos ya no estaba histérica. Curioso, cómo ese estado iba y venía en las mujeres.
—Supongo que os proponéis dejarlas a las dos en el desván —comentó Noal.
—No —contestó Mat, que miró a Tuon. Ésta le sostuvo la mirada sin pestañear, todavía sin mostrar expresión alguna que él pudiera descifrar. Una chiquilla menuda, delgada como un muchacho, cuando a él le gustaban las mujeres con carne rellenando los huesos. Heredera del trono del Seanchan, cuando las nobles le ponían carne de gallina. Una joven que había querido «comprarle», y que ahora seguramente deseaba clavarle un cuchillo en las costillas. Y sería su esposa. Los alfinios siempre daban respuestas verdaderas—. Nos las llevamos —dijo.
Finalmente el rostro de Tuon reflejó una expresión. Una sonrisa, como si de repente hubiera descubierto un secreto. Sonrió, y Mat se estremeció. Oh, Luz, tembló de pies a cabeza.
32
Una parte de sabiduría
La Rueda Dorada era una posada grande, justo al lado del mercado de Avharin, con una sala común larga, techada con vigas, y abarrotada de mesas pequeñas. Sin embargo, ni siquiera a mediodía había más de una de cada cinco mesas ocupadas, generalmente por algún mercader forastero sentado frente a una mujer vestida con ropas de colores sobrios y con el cabello recogido en lo alto de la cabeza o en la nuca, en un moño bajo. También ellas eran mercaderes, o banqueras; en Far Madding el comercio y la banca les estaban vetado a los hombres. Todos los forasteros que había en la sala eran varones, puesto que las mujeres comerciantes podían pasar a la Sala de Mujeres. El olor a pescado y cordero preparándose en la cocina impregnaba el aire, y de vez en cuando un sirviente acudía a la llamada de una de las mesas; los sirvientes esperaban en una línea en la parte trasera de la sala. Aparte de esas llamadas, mercaderes y banqueras mantenías las voces bajas. El sonido de la lluvia en el exterior era más fuerte.