«¿Y por qué no pueden tener razón las mujeres? —susurró ferozmente Lews Therin dentro de su cabeza—. Esta ciudad es peor que cualquier prisión. ¡Aquí no está la Fuente! ¿Por qué iban a querer quedarse? ¿Por qué iba a quedarse cualquier hombre en su sano juicio? Podríamos salir a caballo, y llegar más allá de la barrera, sólo durante un día, unas pocas horas. ¡Luz, sólo unas pocas horas! —La voz rió descontrolada, demencialmente—. ¡Oh, Luz! ¿por qué tengo a un loco dentro de mi cabeza? ¿Por qué? ¿Por qué?»
Furioso, Rand forzó a Lews Therin a reducirse a un apagado zumbido, como el de un biteme que volase cerca. Había pensado acompañar a las mujeres en su salida a caballo, sólo para sentir la Fuente de nuevo, aunque únicamente Min mostró cierto entusiasmo. Nynaeve y Alivia no dijeron por qué querían salir a cabalgar cuando el cielo matinal amenazaba con la lluvia que ahora caía a mares. No era la primera vez que se marchaban; para sentir la Fuente, sospechaba Rand. Para absorber el Poder de nuevo, aunque fuese durante un rato. Bien, pues él podía aguantar no poder encauzar. Podía aguantar la ausencia de la Fuente. ¡Podía hacerlo! Tenía que hacerlo, para acabar con los que habían intentado matarlo.
«¡Ésa no es la razón! —gritó Lews Therin, superando la barrera impuesta por Rand un momento antes—. ¡Tienes miedo! ¡Si el mareo se apodera de ti mientras intentas utilizar el ter’angreal de acceso, podría matarte o algo peor! ¡Podría matarnos a todos!», gimió.
El vino resbaló por la muñeca y le mojó el puño de la camisa; Rand aflojó los dedos que apretaban la copa. A decir verdad, ésta tampoco estaba del todo redonda antes, así que no creía que advirtieran que la había aplastado un poco. ¡No tenía miedo! Se negaba a que el miedo lo afectara. Luz, al final tenía que morir; lo había aceptado.
«Intentaron matarme, y los quiero muertos por ello —pensó—. Si tardo un poco en conseguirlo, bien, quizás el mareo se habrá pasado para entonces. Maldita sea, tengo que seguir vivo para la Última Batalla».
Dentro de su cabeza Lews Therin rió más dementemente que nunca.
Otro hombre alto entró en la taberna por la puerta del patio del establo, casi enfrente de la escalera al fondo de la sala. Se sacudió la lluvia de la capa, se retiró la capucha y se encaminó hacia el acceso a la Sala de Mujeres. Con su boca de gesto burlón, la afilada nariz y una mirada que pasó despectivamente por todas las mesas, guardaba cierto parecido con Torvil, sólo que treinta años mayor y con quince kilos más de grasa en el cuerpo. Se asomó al arco amarillo, y llamó con voz alta y remilgada, de fuerte acento illiano:
—¡Señora Gallger, me marcho por la mañana temprano, así que cerrad la cuenta esta noche, ojo!
Torvil era tarabonés. Rand recogió su capa, dejó la copa de vino en la mesa y salió sin esperar más.
El cielo vespertino se mostraba gris y frío; si la lluvia había amainado no lo había hecho en exceso, y, sumada a las ráfagas que soplaban del lago, bastaba para ahuyentar a la gente de las calles. Rand se arrebujó en la capa, agarrando la prenda con una mano, tanto para proteger los dibujos que llevaba en un bolsillo de la chaqueta como para resguardarse él, y con la otra sujetó la capucha que el viento zarandeaba. Las gotas de lluvia impulsadas por el aire le golpeaban la cara como agujas de hielo. Una silla de mano lo pasó; el cabello de los porteadores les colgaba empapado por la espalda y las botas chapoteaban en los charcos formados entre los adoquines. Unas cuantas personas recorrían las calles arrebujadas en sus capas. A pesar de lo encapotado que estaba el día todavía quedaban unas horas de luz, pero Rand pasó frente a una posada llamada El Centro del Llano sin entrar en ella, y después ante Las Tres Damas de Maredo. Se dijo a sí mismo que era por la lluvia; no era el tiempo apropiado para ir de posada en posada. Sin embargo, sabía que mentía.
Una mujer baja y fornida que venía caminando por la calle, envuelta en una capa oscura, de repente viró en su dirección, y cuando se paró delante y levantó la cabeza Rand vio que era Verin.
—Así que estás aquí, después de todo —dijo la Aes Sedai. Las gotas de lluvia caían sobre su cara, pero ella no parecía advertirlo—. Tu posadera creía que tenías intención de ir caminando hasta el Avharin, pero no estaba segura. Me temo que la señora Keene no presta mucha atención a las idas y venidas de los hombres. Y aquí me tienes, con los zapatos calados y las medias mojadas. Me gustaba caminar bajo la lluvia cuando era una jovencita, pero eso ha perdido su encanto en algún punto a lo largo del camino.
—¿Os envía Cadsuane? —inquirió Rand, procurando evitar que en su voz hubiese un atisbo de esperanza. Había seguido albergado en La Cabeza de la Consiliaria después de que Alanna se fue para que Cadsuane pudiese encontrarlo. Difícilmente podría interesarla si tenía que ir buscándolo de posada en posada, sobre todo teniendo en cuenta que la mujer no había dado señales de que tuviese intención de hacerlo.
—Oh, no, ella jamás haría eso. —Verin parecía sorprendida ante semejante idea—. Se me ocurrió que quizá quisieras saber la noticia. Cadsuane ha salido a caballo con las chicas. —Frunció el entrecejo, pensativa, y ladeó la cabeza—. Aunque supongo que no debería llamar «chica» a Alivia. Interesante mujer. Demasiado mayor para hacerse novicia, por desgracia; oh, sí, una verdadera lástima. Absorbe cualquier cosa que se le enseña. Creo que conoce todos los modos posibles de destruir utilizando el Poder, pero ignora casi todo lo demás.
Rand la condujo a un lado de la calle, donde las salientes cornisas de una casa de piedra de un piso ofrecía algo de refugio contra la lluvia, ya que no del viento. ¿Que Cadsuane estaba con Min y las otras? Quizá no significara nada; no era la primera vez que veía Aes Sedai fascinadas por Nynaeve y, según Min, Alivia era incluso más fuerte.
—¿Qué noticia, Verin? —preguntó quedamente.
La oronda y baja Aes Sedai parpadeó como si la hubiese olvidado, y después sonrió de repente.
—Oh, sí. Los seanchan. Están en Illian. No en la ciudad; todavía no. No tienes por qué ponerte pálido. Pero han cruzado la frontera, y están construyendo campamentos fortificados a lo largo de la costa y tierra adentro. Sé poco sobre asuntos militares. Siempre me salto las batallas cuando leo la historia. Pero parece que, tanto si han llegado a la ciudad como si no, es allí hacia donde se dirigen. Tus batallas no parecen haber hecho mucho para frenarlos. Ésa es la razón de que no lea las batallas. Rara vez parecen cambiar algo a largo plazo, sólo a corto. ¿Te encuentras bien?
Rand se obligó a abrir los ojos. Verin lo observaba atentamente, como un gorrión cachigordo. Toda aquella lucha, todos esos hombres muertos, hombres que él había matado, y no había cambiado nada. ¡Nada!
«Se equivoca —murmuró Lews Therin—. Las batallas pueden cambiar la historia. —No parecía complacido por ello—. El problema es que, a veces, uno no sabe cómo va a cambiar la historia hasta que es demasiado tarde».
—Verin, si fuera a visitar a Cadsuane, ¿querría hablar conmigo? Me refiero a otros asuntos aparte de si mis modales le parecen buenos o no. Eso es lo único que parece importarle desde el principio.
—Oh, vaya, me temo que Cadsuane es muy tradicionalista en ciertos aspectos, Rand. De hecho nunca la he oído llamar soberbio a un hombre, pero… —Posó las yemas de los dedos sobre sus labios un instante, con gesto pensativo, y después asintió, de manera que las gotas de lluvia resbalaron por su cara—. Creo que escuchará lo que quieras decirle, si te las arreglas para borrar la mala impresión que le causaste, o al menos suavizarla todo lo que puedas. Pocas hermanas se impresionan por títulos o coronas, Rand, y Cadsuane menos que ninguna otra que conozca. Le interesa mucho más si las personas son necias o no. Si eres capaz de demostrarle que no lo eres, te escuchará.