Выбрать главу

Durante unos largos segundos, Alivia la contempló ceñuda.

—Cogeré mi capa —dijo finalmente—. Te acompaño.

No había sillas de mano ni sirvientes uniformados por la calle de la Carpa Azul, y los carruajes no habrían podido entrar por el angosto y sinuoso pasaje. Tiendas y casas de piedra con tejados de pizarra se alineaban a ambos lados, la mayoría de dos pisos, a veces pegadas unas a otras y en ocasiones separadas por un estrecho callejón. El pavimento seguía resbaladizo por la lluvia, y el frío viento parecía querer arrancar la capa a Rand, pero había gente que iba de aquí para allí con prisas. Tres vigilantes urbanos, uno con una traba al hombro, se pararon para echar una ojeada a la espada de Rand y después siguieron su camino. A no mucha distancia, en el otro lado de la calle, se encontraba la tienda del fabricante de botas, Zeram, un edificio de tres pisos, sin contar el ático bajo el tejado de dos aguas.

Un hombre flaco, sin apenas barbilla, se guardó la moneda de Rand en la bolsa y utilizó una fina tira de madera para levantar un pastel de carne de la parrilla de su carretón. Tenía la cara llena de arrugas, y llevaba el largo y canoso cabello atado con un cordón de cuero, y una oscura chaqueta muy gastada. Sus ojos lanzaban rápidas miradas a la espada de Rand y se apartaban con igual presteza.

—¿Por qué preguntáis por el fabricante de botas? Esta carne es del mejor cordero de aquí. —Una sonrisa desdentada hizo que su barbilla desapareciera casi, y de pronto sus ojos parecieron muy furtivos—. Ni la Primera Consiliaria la come mejor.

«Cuando era pequeño había pasteles de carne que se llamaban empanadas —musitó Lews Therin—. Las comprábamos en el campo y…»

Mientras se pasaba el pastel de una mano a otra, ya que el calor se dejaba sentir incluso a través de los guantes, Rand acalló la voz.

—Me gusta saber qué clase de hombre hace mis botas. Por ejemplo, ¿desconfía de los forasteros? Un hombre no hace su mejor trabajo si desconfía de uno.

—Sí, señora —dijo el tipo sin barbilla mientras inclinaba la cabeza ante una fornida y canosa mujer. Envolvió cuatro pasteles en un trozo de papel basto y se lo entregó antes de coger las monedas—. Un placer, señora. Que la Luz brille sobre vos. —La mujer se alejó sin pronunciar palabra, agarrando los pasteles de carne debajo de la capa, y el vendedor sonrió agriamente a su espalda antes de volver a poner su atención en Rand—. Zeram nunca ha sido desconfiado, y, si lo fuera, Milsa no se lo permitiría. Es su esposa. Desde que se casó su último hijo, Milsa ha alquilado el piso alto. Es decir, cuando encuentra a alguien a quien no le importe quedarse encerrado por la noche. —Se echó a reír—. Milsa hizo poner una escalera hasta el tercer piso, con la idea de que quedase independiente, pero no quiso pagar lo que costaba que abrieran una nueva puerta, de modo que la escalera da a la tienda, y no es tan confiada para dejarla sin cerrar por la noche. ¿Vais a comeros el pastel o sólo pensáis mirarlo?

Rand dio un buen bocado y se limpió el jugo que le escurrió por la barbilla mientras iba a cobijarse bajo la cornisa de una pequeña cuchillería. A lo largo de la calle otros tomaban una comida rápida comprada en los vendedores ambulantes, ya fueran pasteles de carne, pescado frito o cucuruchos de papel llenos de guisantes tostados. Observó a la gente; tres o cuatro hombres tan altos como él y dos o tres mujeres tan altas como la mayoría de los otros hombres que había por la calle podrían ser Aiel. Quizás el tipo de barbilla retraída no era furtivo como parecía, o quizás era sólo que él no había comido nada desde el desayuno, pero Rand se sorprendió deseando engullir el pastel y comprar otro. Sin embargo, se obligó a comer despacio. Al parecer Zeram tenía un buen negocio. Un flujo de hombres, si no constante sí regular, entraba en la tienda, en su mayoría llevando un par de botas que necesitaban un arreglo. Aun en el caso de que Zeram dejara que unos visitantes subieran la escalera sin antes avisar a los inquilinos, sí que podría identificarlos después, y quizá también pudieran hacerlo dos o tres de los clientes, aparte del tendero.

Si los Asha’man renegados tenían alquilado el piso alto a la esposa del fabricante de botas, no sería un gran inconveniente para ellos que cerraran la puerta por las noches. Hacia el sur, un callejón separaba la tienda de una casa de un único piso, una caída peligrosa; pero, por el lado contrario, un edificio de dos plantas, con la tienda de una costurera en el piso bajo, estaba pegado pared con pared con el del fabricante de botas. La casa de Zeram sólo tenía ventanas en la fachada delantera —por la parte posterior había otro callejón para sacar las basuras; Rand ya lo había comprobado—, pero tenía que haber un modo de subir al tejado a fin de reparar las pizarras cuando hiciera falta. Desde allí sería un pequeño salto al tejado de la casa de la costurera, y sólo habría que cruzar otros tres para llegar a otro edificio bajo, una tienda de velas, y desde allí, a la calle de un salto fácil o al callejón que corría por detrás de las casas. No representaría un gran riesgo por la noche, y ni siquiera a la luz del día si uno se mantenía apartado del borde del tejado para que no lo vieran desde abajo, y luego tenía cuidado de que las patrullas no lo sorprendieran cuando saltara a la calle. Por el modo en que se curvaba la calle de la Carpa Azul, los puestos de vigilancia más próximos no estaban a la vista.

Dos hombres que se acercaban a la tienda de botas lo hicieron darse media vuelta y fingir que examinaba el pequeño escaparate del cuchillero, donde se exhibían tijeras y cuchillos sujetos a un tablón. Uno de los hombres era alto, aunque no tanto como los supuestos Aiel. Las capuchas les ocultaban la cara, pero ninguno llevaba botas y, aunque se sujetaban la capa con las dos manos, el viento hacía ondear el repulgo lo suficiente para dejar a la vista la parte inferior de espadas enfundadas. Una ráfaga retiró la capucha del hombre más bajo, que volvió a ponérsela rápidamente, pero no antes de que el mal ya estuviera hecho. Charl Gedwyn había adoptado la costumbre de sujetarse el cabello en la nuca con un prendedor de plata, adornado con una gema roja, pero seguía siendo un hombre de rostro duro con un aire desafiante. Y la presencia de Gedwyn señalaba al otro como Torvil; Rand habría apostado por ello. Ninguno de los otros era tan alto.

Esperó hasta que los dos hubieron entrado en la tienda de Zeram para limpiarse unas migajas grasientas pegadas a los guantes y fue a buscar a Nynaeve y a Lan. Los encontró tras recorrer un corto trecho a lo largo de la curva que trazaba la calle y que ocultaba la tienda de botas. La tienda de velas en la que había reparado como una posible vía para bajar de los tejados quedaba a su espalda, un poco más atrás, con un callejón a un lado. Al frente, la estrecha calle giraba de nuevo en sentido contrario. Unos cincuenta pasos más adelante había un puesto de guardia, con su vigilante urbano apostado arriba, pero otro edificio de tres plantas, el taller de un ebanista que compartía el callejón con el fabricante de velas, le tapaba los tejados que había a continuación.

—Media docena de personas han reconocido a Torvil y a Gedwyn —dijo Lan—, pero a los otros nadie. —Mantenía baja la voz aunque nadie les prestaba atención. Un atisbo de dos hombres que llevaban espadas bajo las capas era suficiente para que cualquiera que reparara en el detalle apretara el paso.

—Un carnicero que hay un poco más abajo dice que esos dos le compran a él —añadió Nynaeve—, pero nunca más de lo que es suficiente para dos. —Miró de reojo a Lan como si la suya fuera la prueba definitiva.

—Los he visto —dijo Rand—. Han entrado ahora. Nynaeve, ¿puedes subirnos a Lan y a mí hasta ese tejado, desde el callejón que hay detrás del edificio?

Nynaeve miró con el entrecejo fruncido al edificio de Zeram mientras toqueteaba el cinturón con una mano.