—De uno en uno, podría —dijo finalmente—. Pero utilizaría más de la mitad de lo que contiene el Pozo. Luego no podría bajaros.
—Con subirnos es suficiente —contestó Rand—. Nos marcharemos por los tejados y descenderemos por el costado de la tienda de velas.
Nynaeve protestó, naturalmente, mientras regresaban hacia la tienda de botas; siempre se oponía a cualquiera cosa que no se le ocurriese a ella.
—¿Y se supone que sólo tengo que subiros y quedarme esperando? —rezongó, mirando a derecha e izquierda tan ceñudamente que la gente la esquivó tanto o más que a los dos hombres que la flanqueaban, llevasen o no espadas. Sacó la mano de debajo de la capa para mostrar el brazalete con las gemas de color rojo pálido—. Esto puede protegerme con una armadura mejor que cualquiera de acero. Ni siquiera sentiría el golpe de una espada. Creí que entraría con vosotros.
—¿Para hacer qué? —preguntó quedamente Rand—. ¿Sujetarlos con Poder mientras nosotros los matamos? ¿Para matarlos tú misma?
Nynaeve clavó la vista en el suelo, sin que se borrara su ceño y sin decir palabra. Pasaron la tienda de Zeram, y Rand se paró frente a la casa baja, tras lo cual miró a su alrededor con la mayor indiferencia posible. No había vigilantes urbanos a la vista; pero, cuando empujó suavemente a Nynaeve para que entrara en el callejón, se movió con rapidez; tampoco había visto vigilantes el día que había seguido a Rochaid.
—Estás muy callada —dijo Lan, que los seguía de cerca.
La mujer dio otras tres rápidas zancadas antes de contestar, y no frenó el paso ni se volvió a mirar atrás.
—Antes no había pensado en ello —contestó quedamente—. Lo enfocaba como una aventura, enfrentarse a Amigos Siniestros, a Asha’man renegados, pero vais a subir a ejecutarlos. Los mataréis antes de que se den cuenta de que estáis ahí, si podéis, ¿no es verdad?
Rand echó una ojeada a Lan por encima del hombro, pero éste se limitó a sacudir la cabeza, tan desconcertado como él. Por supuesto que los matarían sin previa advertencia si era posible. Aquello no era un duelo; era una ejecución, como ella lo había definido. Al menos eso era lo que Rand esperaba fervientemente que fuera.
El callejón que había detrás de los edificios era un poco más ancho que el que desembocaba en la calle, y el suelo de tierra pedregosa estaba marcado con surcos de los carretones de basura que pasaban por las mañanas. A su alrededor se alzaban paredes de piedra negra. Nadie quería una ventana para ver los carros de basura.
Nynaeve observó intensamente la parte trasera del edificio de Zeram, y después suspiró.
—Matadlos mientras duermen, si podéis —musitó en un tono muy quedo para unas palabras tan feroces.
Algo invisible ciñó el torso de Rand por debajo de los brazos, sin presión y lo alzó lentamente en el aire hasta que flotó por encima de la cornisa. El arnés invisible desapareció, y sus botas tocaron el tejado inclinado, resbalando un poco sobre las húmedas pizarras. Agazapado, se apartó gateando del borde. Unos segundos más tarde Lan flotaba y aterrizaba también en el tejado. El Guardián se agazapó igualmente, y se asomó al callejón.
—Se ha marchado —dijo al cabo. Se volvió para mirar a Rand y señaló—. Ahí está nuestra entrada.
Era una trampilla encajada entre las pizarras, cerca del vértice del tejado, con tapajuntas metálico para que no entrase agua en el ático, que quedó a la vista al levantarla. Rand bajó a pulso a un espacio polvoriento y apenas iluminado por la claridad que se colaba por la trampilla. Durante unos segundos se quedó colgado por las manos y después se soltó, dejándose caer los palmos que lo separaban del suelo. Salvo una silla con tres patas y un baúl que tenía abierta la tapa, el cuarto alargado estaba tan vacío como el baúl. Al parecer, Zeram había dejado de utilizar el ático como almacén cuando su esposa empezó a coger huéspedes.
Los dos hombres, que pisaban haciendo el menor ruido posible, examinaron los tablones del suelo hasta que encontraron otra trampilla, ésta más grande. Lan tanteó los goznes de latón y susurró que, aunque no estaban engrasados, tampoco tenían herrumbre. Rand asintió y desenvainó la espada, y Lan abrió la trampilla de golpe.
Rand no sabía bien qué iba a encontrarse cuando saltó por el hueco, utilizando una mano en la albardilla para controlar la caída. Aterrizó suavemente sobre las punteras de los pies, en un cuarto que parecía hacer las veces de ático ya que había armarios y cómodas arrimadas a las paredes, arcones de madera apilados unos sobre otros y mesas con sillas puestas encima. Lo último que esperaba, no obstante, era ver dos hombres muertos, despatarrados en el suelo como si los hubiesen llevado a rastras hasta el almacén y abandonado allí. Las caras hinchadas y ennegrecidas resultaban irreconocibles, pero el más bajo de los dos llevaba un prendedor de pelo de plata, con una gran gema roja engastada.
Lan aterrizó silenciosamente desde el ático, miró los cadáveres y enarcó una ceja. Eso fue todo. Nada lo sorprendía nunca.
—Fain está aquí —susurró Rand. Como si pronunciar el nombre hubiera actuado al igual que un percutor amartillado, las dos heridas del costado empezaron a dolerle de golpe, la más antigua cual un círculo de hielo, y la más reciente como una barra de fuego sobre ella—. Fue él quien envió la carta.
Lan señaló hacia la trampilla con su espada, pero Rand sacudió la cabeza. Había querido acabar con los Asha’man renegados con sus propias manos; pero, ahora que Torvil y Gedwyn estaban muertos —y probablemente Kisman también, comprendió al recordar el cadáver hinchado que había mencionado el mercader en La Rueda Dorada—, se daba cuenta de que le daba igual que muriesen a manos de quien fuera, el caso era acabar con ellos. Si un extraño mataba a Dashiva, tampoco importaba. Pero Fain era harina de otro costal. Fain había arrasado Dos Ríos con trollocs y le había infligido una nueva herida que no se curaría. Si tenía a Fain a su alcance, no dejaría que se escapase. Indicó por señas a Lan que harían lo mismo que en el ático, y se situó delante de la puerta, asiendo la espada con las dos manos. Cuando el Guardián abrió de un tirón la hoja de madera, Rand entró de un salto en una gran habitación alumbrada con lámparas; había una cama grande en la pared opuesta y el fuego chisporreteaba en una pequeña chimenea.
Sólo la rapidez con que entró le salvó la vida. Captó un fugaz movimiento por el rabillo del ojo, algo golpeó la capa que ondeaba tras él, y giró sobre sí mismo atropelladamente para frenar las arremetidas de una daga curva. Cada movimiento requirió una gran fuerza de voluntad. Las heridas del costado no sólo le dolían, sino que se hincaban en su carne cual garras de hierro fundido y ardiente hielo que parecían querer desgarrarlo. Lews Therin aullaba. Rand casi no podía pensar, cegado por el dolor.
—¡Te dije que él es mío! —chilló el huesudo hombrecillo mientras saltaba hacia atrás para evitar la arremetida de Rand. Con el rostro contraído por la furia, la enorme nariz y las orejas salientes, tenía el aspecto de un espantajo inventado para asustar a los niños, pero en sus ojos se agazapaba la muerte. Enseñó los dientes en un gruñido sordo, como una comadreja enloquecida por el ansia de matar. Una comadreja rabiosa, dispuesta a atacar ferozmente incluso a un leopardo. A decir verdad, con aquella daga podría matar a varios leopardos—. ¡Mío! —chilló Padan Fain, que volvió a saltar hacia atrás cuando Lan entró corriendo en la habitación—. ¡Tú mata al feo!
Sólo cuando el Guardián se apartó de Fain advirtió Rand que había alguien más en el cuarto, un hombre alto, de tez pálida, que se lanzó casi con ansiedad al combate, espada contra espada, con Lan. Toram Riatin tenía el semblante demacrado, pero se sumergió en la danza de las espadas con la gracia propia del maestro espadachín que era. Lan lo recibió con igual gracia, una danza de acero y muerte.