A pesar de la sorpresa de ver en Far Madding vestido con una chaqueta raída al hombre que había intentado ocupar el trono de Cairhien, Rand no apartó la vista de Fain ni dejó de blandir la espada contra el que antaño había sido buhonero. Moraine lo había descrito como un Amigo Siniestro y algo mucho peor, en un tiempo que ahora le parecía a Rand muy lejano. El intenso dolor en el costado lo hacía trastabillar al arremeter contra Fain, pero trató de hacer caso omiso del vibrante choque de los aceros a su espalda, al igual que de los gemidos de Lews Therin dentro de su cabeza. Fain se desplazaba atrás y adelante, intentando aproximarse lo suficiente para usar la daga que había asestado en el costado de Rand la cuchillada que nunca sanaba, y barbotaba maldiciones entre dientes cuando las arremetidas de su adversario lo obligaban a retroceder. Inopinadamente se dio media vuelta y echó a correr hacia la parte trasera del edificio.
El insoportable dolor que lo desgarraba se redujo a una punzada amortiguada cuando Fain desapareció de la habitación, pero aun así Rand fue en pos de él, sin bajar la guardia. No obstante, en el umbral vio que Fain no intentaba ocultarse, sino que lo esperaba en el descansillo de la escalera que conducía hacia los pisos inferiores, todavía asiendo la curvada daga en una mano. El enorme rubí que remataba la empuñadura brillaba, atrapando la luz de las lámparas colocadas sobre varias mesas en el cuarto sin ventanas. Tan pronto como Rand entró en la habitación, el fuego y el hielo se clavaron en su costado con ferocidad hasta que sintió el corazón palpitando estremecido en su pecho. Mantenerse de pie le exigió un esfuerzo de voluntad indescriptible, y avanzar un paso hizo que aquel esfuerzo desmedido pareciera una nimiedad, pero dio aquel paso, y el siguiente.
—Quiero que sepa quién lo mata —aulló Fain malhumorado. Miraba feroz y directamente a Rand, pero parecía hablar consigo mismo—. ¡Quiero que lo sepa! Si está muerto, entonces dejará de hostigarme en mis sueños. Sí, entonces dejará de hacerlo. —Con una sonrisa, levantó la mano libre.
Torvil y Gedwyn subían por la escalera, con las capas echadas sobre un brazo.
—Te digo que no vamos a acercarnos a él hasta que sepa dónde están los otros —gruñó Gedwyn—. El M’Hael nos matará si…
Sin pensar, Rand hizo un giro de muñecas, ejecutando Cortar el viento, seguido de inmediato por Desplegar el abanico.
La ilusión de los hombres muertos vueltos a la vida desapareció, y Fain saltó hacia atrás a la vez que soltaba un chillido y la sangre resbalaba por su mejilla. De repente ladeó la cabeza, como si escuchase algo, y un instante después corrió escaleras abajo sin dejar de gritar ininteligible y furiosamente contra Rand.
Desconcertado, Rand hizo intención de seguirlo, pero Lan lo cogió por el brazo.
—La calle de la puerta delantera se está llenando de vigilantes, pastor. —Una mancha oscura y húmeda se marcaba en el lado izquierdo de la chaqueta del Guardián, pero su espada estaba enfundada, lo que probaba quién había bailado mejor aquella danza mortal—. Tendríamos que subir al tejado si es que vamos a marcharnos.
—En esta ciudad uno ni siquiera puede andar por un callejón espada en mano —rezongó Rand mientras envainaba su arma. Lan no rió su chiste, aunque Rand no esperaba que el Guardián hiciera tal cosa, salvo para Nynaeve.
En el hueco de la escalera sonaron gritos y chillidos. Quizá los vigilantes urbanos capturarían a Fain, y tal vez lo colgarían por los cadáveres dejados en el piso alto. No bastaba para satisfacerle, pero tendría que conformarse. Estaba harto de tener que conformarse con esto o aquello.
En el ático, Lan saltó para agarrar la albardilla de la trampilla y se alzó a pulso hasta el tejado. Rand dudaba de ser capaz de dar ese salto. El dolor intenso había desaparecido con Fain, pero sentía el costado como si se lo hubiesen molido a golpes. Mientras se preparaba para intentarlo, Lan asomó la cabeza por la trampilla y le tendió la mano.
—A lo mejor no suben de inmediato, pastor, pero, ¿tiene algún sentido quedarnos aquí para comprobarlo?
Rand agarró la mano del Guardián y dejó que lo alzara hasta donde pudo agarrar la albardilla e impulsarse al tejado. Agazapados, avanzaron por las húmedas pizarras hacia la parte posterior del edificio y después iniciaron el corto ascenso al pináculo. Podría haber vigilantes en la calle, pero aún tenían una oportunidad de huir sin ser vistos, sobre todo si podían avisar a Nynaeve para que realizase una maniobra de distracción.
Rand alargó la mano hacia el vértice del tejado; de pronto, detrás de él, una bota de Lan resbaló con un chirrido. Rand se giró y agarró la muñeca del Guardián, pero el peso de Lan lo arrastró por la resbaladiza superficie gris. En vano se afanaron en encontrar algún punto de agarre con las manos libres, el borde de una pizarra, cualquier cosa. Ninguno de los dos pronunció palabra. Las piernas de Lan salieron por el borde y a continuación el resto de su cuerpo. Los dedos de Rand encontraron algo y se agarraron a ello; no sabía qué y tampoco le importaba. Su cabeza y un hombro chocaron con el reborde del tejado, y Lan quedó colgando de su mano sobre el vacío de diez metros hasta el callejón anexo a la casa baja.
—Suéltame —dijo quedamente Lan, que miraba a Rand con sus ojos fríos y duros, y el rostro impasible—. Suéltame.
—Cuando el sol se vuelva verde —respondió Rand. Si pudiese alzar un poco al Guardián, lo suficiente para que se agarrase a la cornisa…
Lo que quiera que hubiesen agarrado sus dedos se rompió con un seco chasquido, y el callejón salió vertiginosamente al encuentro de ambos.
34
El secreto del colibrí
Procurando que no resultara demasiado obvio que vigilaba el callejón junto a la tienda de velas, Nynaeve dejó la tira de trencilla verde en la bandeja de la vendedora ambulante y volvió a meter la mano debajo de la capa para sujetar la prenda que agitaba el viento. Era una capa más fina que las que llevaban los otros transeúntes, pero lo bastante sencilla para que nadie la mirara interesado. Sin embargo, sí llamaría la atención si se veía el cinturón. Las mujeres que lucían joyas no frecuentaban la calle de la Carpa Azul ni compraban a los buhoneros. Cuando Nynaeve ya llevaba allí parada un rato, toqueteando todas y cada una de las trencillas de la bandeja, la flaca mujer torció el gesto, pero Nynaeve ya había comprado tres de las cintas trenzadas y un paquete de alfileres a otros vendedores para matar el tiempo. Los alfileres siempre eran útiles, pero no sabía qué iba a hacer con lo demás.
De repente oyó un alboroto calle adelante, en la dirección del puesto de guardia, y el repiqueteo de la carraca de los vigilantes urbanos que sonaba cada vez más próximo. El vigilante bajó de su puesto de observación. Los transeúntes que se encontraban cerca del puesto de guardia miraron calle abajo y, más allá, a la calle de la Carpa Azul, y luego se apresuraron a pegarse contra las paredes cuando los vigilantes aparecieron corriendo y haciendo girar las carracas de madera. No eran ni una ni dos ni tres patrullas, sino una avalancha de hombres armados que corría calle de la Carpa Azul adelante, y otra más se unía a la riada desde la otra calle. La gente se paraba para quitarse del paso o la apartaban a empellones, y un hombre acabó pisoteado bajo las botas, pero los vigilantes no frenaron su carrera.
La vendedora de trencillas tiró la mitad de su mercancía al retirarse precipitadamente a un lado de la calle, y Nynaeve reaccionó con igual rapidez y se pegó contra la fachada de piedra de la casa, al lado de la boquiabierta mujer. Abarrotando la calle, con las trabas y los garrotes sobresaliendo como picas sobre sus cabezas, los vigilantes pasaron golpeándola con los hombros, empujándola contra la pared. La vendedora de trencillas chilló cuando perdió la bandeja en uno de los empellones y ésta desapareció de su vista, pero los vigilantes continuaron su camino sin mirar hacia atrás.