Una vez que hubo pasado el último de ellos, Nynaeve se encontraba diez pasos más abajo de la calle del punto donde se hallaba antes. La vendedora de cintas gritaba enfurecida y sacudía los puños a los hombres que se alejaban corriendo. Con aire indignado, Nynaeve se arregló la capa retorcida y se planteó hacer algo más que gritar. Casi lo había decidido cuando…
De repente se quedó sin aliento. Los vigilantes urbanos, quizás un centenar, se habían frenado a la vez y se gritaban unos a otros como si de repente no supieran qué hacer a continuación. Se habían detenido delante de la tienda de botas. Oh, Luz, Lan. Y Rand también, siempre Rand, pero primero y ante todo el corazón de su corazón, Lan.
Se obligó a respirar. Un centenar de hombres. Tocó el cinturón enjoyado, el Pozo, que le ceñía el talle. Quedaba menos de la mitad de saidar de lo que había almacenado en él, pero a lo mejor era suficiente, si bien todavía no sabía exactamente para qué. Se caló la capucha y echó a andar hacia donde estaban los hombres. Nadie miraba en su dirección. Podría…
Unas manos la agarraron, tirando de ella hacia atrás y a la vez dándole media vuelta para ponerla mirando en dirección contraria.
Vio que Cadsuane le agarraba un brazo y Alivia el otro, y que ambas la hacían caminar rápidamente calle adelante. Alejándose de la tienda de botas. Andando al lado de Alivia, Min echaba miradas preocupadas por encima del hombro. De repente se encogió.
—Creo que… ha caído —susurró—. Me parece que está inconsciente y herido, pero ignoro lo grave que es.
—Quedándonos no lo ayudaremos a él ni a nosotras, muchacha necia. —La voz de Cadsuane sonaba fría como acero—. Te advertí sobre los guardianes de Far Madding. Has desatado el pánico de las Consiliarias con tu encauzamiento donde nadie puede encauzar. Si los vigilantes los apresan, es por ti.
—Creí que el saidar no importaría —respondió débilmente Nynaeve—. Sólo fue un poco, y durante muy poco tiempo. Pensé… que quizá ni siquiera lo notarían.
Cadsuane le lanzó una mirada de desagrado.
—Por aquí, Alivia —dijo, tirando de Nynaeve hacia una esquina, junto al puesto de guardia abandonado. Grupos pequeños de gente muy excitada ocupaban la calle y cuchicheaban. Un hombre gesticuló violentamente como si blandiese una traba, y una mujer señaló el puesto de guardia vacío y sacudió la cabeza, estupefacta.
—Di algo, Min —suplicó Nynaeve—. No podemos dejarlos ahí. —Ni siquiera se planteó dirigirse a Alivia, que tenía una expresión que hacía parecer dulce la de Cadsuane en comparación.
—No esperes comprensión por mi parte. —La voz queda de Min sonó casi tan fría como la de Cadsuane. Cuando miró a Nynaeve, fue una ojeada de soslayo antes de volver los ojos de nuevo hacia el frente de la calle—. Te supliqué que me ayudaras a impedírselo, pero tú tenías que ser tan estúpida como ellos. Ahora tenemos que depender de Cadsuane.
Nynaeve aspiró sonoramente por la nariz.
—¿Qué puede hacer ella? ¿Tengo que recordarte que Lan y Rand están ahí detrás y nos vamos alejando más de ellos a cada minuto que pasa?
—El chico no es el único que necesita unas lecciones de buenos modales —murmuró Cadsuane—. Todavía no me ha pedido disculpas, pero le dijo a Verin que lo haría, y supongo que puedo aceptar eso de momento. ¡Bah! Ese chico me causa más problemas que diez juntos de los peores que he conocido. Haré lo que esté en mi mano, muchacha, lo que es mucho más de lo que podrías hacer tú intentando abrirte paso a la fuerza entre los vigilantes urbanos. ¡De ahora en adelante harás exactamente lo que te diga, o mandaré a Alivia que se siente encima de ti! ¡Y a Min también!
Nynaeve torció el gesto. ¡Se suponía que esa mujer debía manifestarle respeto! Pese a ello, una invitada de la Primera Consiliaria podría hacer más que una Nynaeve al’Meara común y corriente, aun en el caso de que se pusiera el anillo de la Gran Serpiente. Por Lan, aguantaría a Cadsuane lo que fuera necesario.
Pero, cuando preguntó lo que la otra Aes Sedai planeaba hacer para liberar a los hombres, la única respuesta que la mujer le dio fue:
—Mucho más de que lo quisiera, muchacha, si es que puede hacerse algo. Pero le hice una promesa al chico y yo siempre cumplo mis promesas. Espero que recuerde eso. —Pronunciada con una voz gélida, no era una respuesta que inspirara confianza.
Rand despertó en medio de la oscuridad y el dolor, tendido de espaldas en un tosco jergón. Le habían quitado las botas… y sus guantes habían desaparecido. Sabían quién era. Con toda clase de precauciones, se sentó. Notaba la cara magullada y le dolían todos los músculos como si lo hubiesen golpeado, pero no parecía que tuviese nada roto.
Se puso lentamente de pie y tanteó la pared de piedra contra la que estaba pegado el catre; llegó al rincón casi de inmediato, y luego a una puerta reforzada con toscas bandas de hierro. Sus dedos encontraron la pequeña hoja, pero no pudo abrirla. Ni rastro de luz se colaba por los bordes. Dentro de su cabeza, Lews Therin empezó a jadear. Rand siguió avanzando a tientas, sintiendo las frías losas bajo los pies descalzos. Llegó al siguiente rincón casi de inmediato, y después al tercero, donde los dedos de los pies chocaron contra algo que repicó contra el suelo. Sin apartar una de las manos de la pared, se agachó y tocó un cubo de madera. Lo dejó donde estaba y completó el circuito, de vuelta a la puerta reforzada con hierro. Completo. Se encontraba dentro de un hueco negro de tres pasos de largo y poco más de dos pasos de ancho. Alzó una mano y encontró el techo de piedra a menos de un palmo por encima de su cabeza.
«Encerrados —jadeó roncamente Lews Therin—. Es el arcón otra vez, como cuando esas mujeres nos metieron en él. ¡Tenemos que salir! ¡Tenemos que salir!»
Rand hizo caso omiso de los gritos que resonaban en su cabeza y retrocedió desde la puerta hasta lo que calculó que era el centro de la celda, tras lo cual se agachó y se sentó cruzado de piernas en el suelo. Se había puesto tan lejos de las paredes como era posible, y en la oscuridad intentó imaginar que estaban aún más apartadas, pero tenía la sensación de que si abría los brazos no tendría que extenderlos del todo para tocar la piedra a ambos lados. Se sentía temblar, como si el cuerpo de otra persona se sacudiese de forma incontrolada. Tenía la impresión de que las paredes estaban pegadas a él y el techo casi rozándole la cabeza. Debía luchar contra esa sensación, o se habría vuelto tan loco como Lews Therin cuando alguien viniera a sacarlo. Lo dejarían salir antes o después, aunque sólo fuera para entregarlo a quienquiera que enviase Elaida a buscarlo. ¿Cuántos meses tardaría en llegar un mensaje a Tar Valon y las emisarias de Elaida en viajar hasta Far Madding? Si había hermanas leales a Elaida en algún punto más próximo que la Torre Blanca, eso podría ocurrir antes. El horror aumentó sus temblores cuando comprendió que esperaba que esas hermanas estuvieran más cerca, incluso en la propia ciudad ya, para que así lo sacaran de aquella caja.
—¡No me rendiré! —gritó—. ¡Seré tan duro como sea menester! —En aquel espacio confinado, su voz retumbó con el trueno.
Moraine había muerto porque él no había sido lo bastante duro para hacer lo que debía hacer. Su nombre siempre encabezaba la lista grabada en su cerebro con los de las mujeres que habían muerto por su culpa. Moraine Damondred. Cada nombre de aquella lista despertó en él tal angustia que le hizo olvidar los dolores de su cuerpo, las paredes de piedra que se alzaban al alcance de las puntas de sus dedos. Colavaere Saighan, que murió porque la había despojado de todo lo que ella valoraba. Liah, Doncella Lancera, de los Cosaida Chareen, que murió a sus manos porque lo siguió a Shadar Logoth. Jendhilin, una Doncella de los Miagoma de Pico Frío, que murió porque quiso tener el honor de guardar su puerta. ¡Tenía que ser duro! Recitó los nombres de aquella larga lista uno por uno, forjando pacientemente su alma en el fuego del dolor.