A los ojos de cualquier otra persona, no había nada que distinguiera el lugar donde había excavado antes de ir a Far Madding. A los suyos, una fina línea que brillaba como una linterna se alzaba a través del húmedo mantillo del suelo del bosque. Incluso otro hombre capaz de encauzar podría haber caminado a través de aquella línea sin saber que estaba allí. No se molestó en desmontar. Utilizó flujos de Aire para apartar la gruesa capa de hojas y ramitas podridas y abrir la húmeda tierra hasta dejar al aire un bulto estrecho y alargado, atado con cordones de cuero. Los terrones de tierra siguieron adheridos al trozo de tela que la envolvía mientras hacía flotar hacia su mano a Callandor. No se había atrevido a llevar el arma a Far Madding. Sin una vaina, habría tenido que dejarla en el fortín del puente, cual una peligrosa bandera que esperara a anunciar su presencia. No parecía probable que se encontrara en el mundo otra espada hecha de cristal, y mucha gente sabía que el Dragón Renacido tenía una. Y, aun habiéndola dejado allí, en el bosque, había acabado metido en un agujero oscuro y reducido de piedra en el que… No. Eso ya había quedado atrás, había terminado. Se acabó. Lews Therin jadeó en los recovecos de su mente.
Sujetó a Callandor en la cincha de la silla e hizo volver grupas al caballo para mirar a los demás. Los caballos mantenían las colas pegadas contra las patas por el viento, pero de vez en cuando uno de ellos pateaba el suelo con un casco o agitaba la cabeza, impaciente por reanudar la marcha después de la larga estancia en los establos. La bolsa de cuero que llevaba Nynaeve colgada al hombro resultaba casi incongruente con todos los enjoyados ter’angreal que se había puesto. Ahora que se acercaba el momento, la mujer acariciaba la abultada bolsa, sin que aparentemente se diera cuenta de que lo hacía. Intentaba ocultar su miedo, pero la barbilla le temblaba. Cadsuane lo miraba con gesto impasible. La capucha había resbalado hacia atrás, y a veces una ráfaga de viento más fuerte que las otras zarandeaba los pájaros y peces dorados, las estrellas y las lunas que colgaban de su moño.
—Voy a quitar la mácula que infecta la mitad masculina de la Fuente —anunció.
Los tres Asha’man, vestidos ahora con chaquetas y capas oscuras como los demás Guardianes, intercambiaron miradas excitadas, pero entre las Aes Sedai hubo una reacción que se extendió como una oleada. Nesune soltó una exclamación ahogada, tan profunda que no parecía propia de la esbelta hermana con aspecto de pájaro. La expresión de Cadsuane no varió un solo instante.
—¿Con qué? —preguntó mientras enarcaba la ceja en un gesto escéptico al dirigir la mirada hacia el envoltorio que Rand llevaba en la cincha.
—Con los Choedan Kal —contestó. Ese nombre era otro regalo de Lews Therin y ahora residía en la mente de Rand como si hubiese estado siempre allí—. Los conocéis como enormes estatuas, sa’angreal; uno de ellos está enterrado en Cairhien, y el otro en Tremalking. —Al oír el nombre de la isla de los Marinos, Harine levantó bruscamente la cabeza, de manera que los medallones dorados de la cadena que unía la nariz a una oreja tintinearon—. Son demasiado grandes para moverlos sin dificultad, pero tengo un par de ter’angreal que se llaman llaves de acceso. Utilizándolos, los Choedan Kal se pueden «abrir» desde cualquier parte del mundo.
«Muy peligroso —gimió Lews Therin—. Una locura». Rand no hizo caso. De momento, sólo importaba Cadsuane.
El zaino de la Aes Sedai agitó una oreja negra, con lo que pareció más excitado que su amazona.
—Uno de esos sa’angreal está hecho para una mujer —adujo fríamente—. ¿Quién propones que lo utilice? ¿O es que esas llaves te permiten hacer uso de ambas por ti mismo?
—Nynaeve se coligará conmigo. —Confiaba en Nynaeve para coligarse, y en nadie más. Era Aes Sedai, pero había sido la Zahorí de Campo de Emond; tenía que confiar en ella. La mujer le sonrió y asintió firmemente; la barbilla había dejado de temblarle—. No intentéis impedírmelo, Cadsuane.
Ella no dijo nada, sólo lo observó atentamente con sus oscuros ojos, sopesándolo y tomándole la medida.
—Perdona, Cadsuane —intervino Kumira, rompiendo el silencio, y taconeando su rodado para adelantarse—. Joven, ¿has considerado la posibilidad del fracaso? ¿Has considerado las consecuencias del fracaso?
—Esa misma pregunta hago yo —manifestó secamente Nesune, sentada muy derecha en la silla; sus oscuros ojos sostuvieron la mirada de Rand sin vacilar—. Por todo lo que he leído, la tentativa de utilizar esos sa’angreal puede conducir al desastre. Juntos pueden ser lo bastante fuertes para resquebrajar el mundo como un huevo.
«¡Como un huevo! —convino Lews Therin—. Nunca se probaron, nunca se comprobaron. ¡Esto es demencial! —chilló—. ¡Estás loco! ¡Loco!»
—Según mis últimas informaciones —respondió Rand a las hermanas—, un Asha’man de cada cincuenta se ha vuelto loco y ha habido que abatirlo como a un perro rabioso. A estas alturas habrá habido más. Existe un riesgo en hacer esto, pero es una mera posibilidad. La única certeza es que, si no lo intento, más y más hombres perderán la razón, puede que veintenas, quizá todos nosotros, y antes o después serán demasiados para acabar fácilmente con ellos. ¿Os gustaría esperar a la Última Batalla con un centenar de rabiosos Asha’man merodeando por ahí, o doscientos o quinientos? ¿Y tal vez siendo yo uno de ellos? ¿Cuánto tiempo sobreviviría el mundo a eso? —Se dirigió a las dos Marrones, pero era a Cadsuane a la que observaba. Los ojos casi negros de la mujer no se apartaron de él un solo momento. Necesitaba conservarla a su lado; pero, si intentaba hacerlo cambiar de opinión, rechazaría su consejo, fueran cuales fueren las consecuencias. ¿Y si intentaba impedírselo…? El saidin rugía embravecido dentro de él.
—¿Lo llevarás a cabo aquí? —preguntó la Aes Sedai.
—En Shadar Logoth —contestó Rand, y ella asintió.
—Un lugar apropiado —dijo—, si es que vamos a correr el riesgo de destruir el mundo.
Lews Therin gritó; fue un aullido que retumbó en el cráneo de Rand hasta apagarse paulatinamente a medida que la voz huía a los más recónditos recovecos de su mente. Sin embargo, no había dónde esconderse. No había ningún lugar donde estar a salvo.
El acceso que tejió no se abría dentro de la ciudad en ruinas de Shadar Logoth, sino en la cima irregular de una colina escasamente arbolada, unos cuantos kilómetros al norte, donde los cascos de los caballos repicaron sobre el pedregoso terreno, sin apenas vegetación, con contados árboles pelados de hojas y cubierto en algunas zonas con parches de nieve. Mientras Rand desmontaba, atrajo su mirada la imagen lejana del lugar antaño llamado Aridhol, asomando por encima de las copas de los árboles; torres que terminaban bruscamente en piedras resquebrajadas y cúpulas blancas con forma de bulbo que habrían albergado un pueblo entero de haber estado completas. No miró mucho tiempo. A despecho del cielo matinal despejado, aquellas pálidas cúpulas no brillaban como habría sido de esperar; era como si algo arrojase una sombra sobre las extensas ruinas. Incluso a esa distancia de la ciudad, la segunda herida sin curar del todo en su costado había empezado a darle suaves punzadas. La cuchillada propinada por la daga de Padan Fain, que procedía de Shadar Logoth, no palpitaba a la par con la herida más grande sobre la que se extendía de través, sino más bien contra ella, superponiéndose.