Elza miró hacia el Dragón Renacido y respiró profundamente.
—Merise, sé que no debería preguntar, pero, ¿puedo combinar yo los flujos?
Esperaba tener que suplicar, pero la mujer más alta vaciló sólo un instante antes de asentir y pasarle el control. Casi de inmediato, los labios de Merise se suavizaron, aunque nunca se los podría describir así. Fuego y hielo e infección hinchieron a Elza, y la mujer se estremeció. Costara lo que costara, el Dragón Renacido tenía que estar presente en la Última Batalla. Costara lo que costara.
Barmellin conducía su carro por la nevada calzada a Tremonsien y se preguntaba si la vieja Maglin de Los Nueve Anillos pagaría lo que él quería por el brandy de ciruela que llevaba en el carro. No era optimista al respecto. Maglin era agarrada con la plata, vaya que sí lo era; el brandy no era muy bueno y, tan adelantado el invierno, quizá preferiría esperar hasta la primavera para conseguir otro mejor. De repente cayó en la cuenta de que el día parecía más luminoso, casi como un mediodía estival en lugar de una mañana invernal. Lo más extraño era que el fulgor parecía venir del inmenso agujero que había junto a la calzada, donde los obreros de la ciudad habían estado excavando hasta el año anterior. Se suponía que allí abajo había una estatua monstruosa, pero a él nunca le había interesado lo suficiente para echar una ojeada.
Ahora, casi en contra de su voluntad, frenó la fornida yegua y, bajando del carro, caminó con trabajo por la nieve hasta el borde de la depresión. Éste tenía cien pasos de profundidad y diez veces más de punta a punta, y Barmellin tuvo que resguardarse con las manos para protegerse del resplandor que surgía del fondo. Entrecerró los ojos y, a través de los dedos, distinguió una esfera rutilante, como un segundo sol. De pronto se le ocurrió que aquello debía de ser el Poder Único.
Con un grito estrangulado, retrocedió a trompicones por la nieve hasta el carro, trepó a él y azotó con las riendas a Nisa para que se moviera, al tiempo que tiraba hacia un lado para que diese media vuelta, de regreso a su granja. Iba a quedarse en casa y a beberse aquel brandy él. Hasta la última gota.
Timna caminaba absorta en sus pensamientos y apenas reparaba en los campos en barbecho que cubrían todas las laderas de las colinas del entorno excepto una. Tremalking era una isla grande, y a esta distancia del mar el viento no llevaba ni el menor indicio de sal, si bien lo que la preocupaba eran los Atha’an Miere. Rehusaban la Filosofía del Agua, y sin embargo ella era una de las Guías elegidas para protegerlos de sí mismos, si era posible. Eso era muy difícil ahora, estando todos alborotados con el tal Coramoor. Muy pocos quedaban en la isla; incluso los Gobernadores, siempre inquietos por hallarse lejos del mar, como les ocurría a los Atha’an Miere, habían zarpado en cualquier embarcación que habían podido encontrar para ir en su busca.
De repente, la única colina que no estaba arada atrajo su mirada. Una gran mano de piedra sobresalía del suelo, asiendo una esfera cristalina tan grande como una casa. Y aquella esfera brillaba como un glorioso sol de verano.
Olvidándose por completo de los Atha’an Miere ausentes, Timna se recogió la capa y tomó asiento en el suelo, sonriendo al pensar que quizás estaba a punto de ver cumplirse la profecía y el final de la Ilusión.
—Si realmente eres uno de los Elegidos, te serviré —dijo, dubitativo, el hombre de barba que estaba ante Cyndane, pero ésta no oyó qué más tenía que decir.
Podía sentirlo. Esa gran cantidad de saidar absorbida en un punto era un faro que cualquier mujer del mundo que pudiese encauzar podría percibir y localizar. Así que él había encontrado a una mujer para utilizar la otra llave de acceso. Ella se habría enfrentado al Gran Señor —¡al propio Creador!— junto a él. Habría compartido el poder con él, le habría dejado gobernar el mundo a su lado. ¡Y él había desdeñado su amor, la había desdeñado a ella!
El necio que le hablaba parloteando sin cesar era importante tal y como contaban esas cosas en aquel momento, pero no tenía tiempo de asegurarse de si era o no digno de confianza, y, sin eso, no podía dejar que parloteara, sobre todo cuando podía sentir la mano de Moridin acariciando la cour’souvra que encerraba su alma. Un flujo de Aire, afilado como una cuchilla, partió en dos la barba del tipo al tiempo que le cortaba la cabeza. Otro flujo empujó el cuerpo hacia atrás para que el chorro de sangre que brotó del cuello no le salpicara el vestido. Antes de que cuerpo y cabeza tocaran el suelo, ella había abierto un acceso. Un faro hacia el que podía señalar, que la llamaba.
Mientras entraba en el ondulado terreno boscoso, donde parches de nieve cubrían el suelo bajo las ramas, desnudas a excepción de las colgantes y marchitas lianas de enredaderas, se preguntó adónde la habría conducido aquel faro. No importaba. El faro brilla al sur de su posición, suficiente saidar para destruir un continente de golpe. Él estaría allí; él y quienquiera que fuera la mujer con la que la había traicionado. Con precaución, absorbió Poder para tejer una trama destinada a la muerte de ese hombre.
Rayos como Cadsuane no había visto jamás se descargaban de un cielo sin nubes; no eran relámpagos zigzagueantes sino lanzas de luz azul plateada que caían sobre la cumbre de la colina donde se encontraba, pero que en cambio chocaban contra el escudo invertido que ella había tejido, y estallaban con un estruendo ensordecedor quince metros por encima de su cabeza. Incluso dentro del escudo el aire crepitaba, y Cadsuane sentía el cabello erizado. Sin la ayuda del angreal prendido de su moño, y que tenía cierto aspecto de alcaudón, no habría sido capaz de mantener el escudo alzado.
Otro pájaro dorado, una golondrina, colgaba de su mano por la fina cadena.
—Allí —dijo, señalando en la dirección en que el pájaro parecía estar volando. Lástima no saber a qué distancia se había encauzado el Poder ni si era un hombre o una mujer, pero tendría que conformarse con la dirección. Esperaba que no hubiera… contratiempos. Los suyos también se encontraban en aquella dirección. Si la advertencia llegaba con un ataque, sin embargo, entonces no había lugar a dudas.
Tan pronto como la palabra salió de su boca, un chorro de llamas estalló en el bosque, seguido de un segundo y un tercero, que trazaron una línea irregular hacia el norte. Callandor relucía como el fuego en las manos del joven Jahar. Sorprendentemente, por la intensa concentración reflejada en el rostro de Elza y el modo en que la mujer aferraba la falda con las manos crispadas, era ella la que dirigía aquellos flujos.
Merise agarró un puñado del negro cabello del joven y le sacudió suavemente la cabeza.
—Firme, precioso mío —murmuró—. Oh, firme, mi encantador y fuerte muchacho.
Él le sonrió; fue una sonrisa deslumbrante. Cadsuane hizo un leve gesto de sorpresa. Entender la relación de cualquier hermana con su Guardián era difícil, en especial entre las Verdes, pero era incapaz de imaginar siguiera qué pasaba entre Merise y sus chicos.
No obstante, su atención estaba puesta realmente en otro chico. Nynaeve se mecía y gemía por el éxtasis de tan increíble cantidad de saidar fluyendo a través de ella, pero Rand permanecía sentado como una roca, con el sudor corriéndole por la cara. Sus ojos eran dos zafiros pulidos, sin expresión. ¿Sería consciente siquiera de lo que estaba ocurriendo a su alrededor?