Gabrelle se recostó en la silla; su cara denotaba un repentino cansancio.
—Sí, no es una decisión fácil. Y siguen trayendo más hombres cada día. Quince o veinte desde que llegamos aquí, creo.
—¡Déjate de jueguecitos conmigo, Gabrelle! ¿Cuál es la primera cuestión?
La mirada de la Marrón se volvió penetrante mientras la observaba durante unos largos segundos.
—A no tardar, la conmoción se pasará —dijo finalmente—. ¿Qué pasará entonces? La autoridad que te otorgó Elaida se ha acabado; la expedición se ha acabado. La primera cuestión es: ¿somos cincuenta y una hermanas unidas o volvemos a ser Marrones, Rojas, Amarillas, Verdes y Grises? Y la pobre Ayako, que debe de estar lamentando que las Blancas insistiesen en que se incluyese a una de ellas en la expedición. Lemai y Desandre son las que se encuentran en una posición más alta entre nosotras. —Gabrelle agitó la cuchara en un gesto de advertencia—. La única posibilidad que tenemos de mantenernos unidas es si tú y yo nos sometemos públicamente a la autoridad de Desandre. ¡Tenemos que hacerlo! En cualquier caso, será el comienzo para lograrlo. Espero. Aunque sólo se nos unan unas cuantas en un primer momento, será un principio.
Toveine respiró profundamente y fingió tener la mirada perdida en la nada, como si meditara. Someterse a una hermana que se encontraba por encima de ella no era un problema en sí mismo. Los Ajahs siempre habían guardado secretos y a veces hasta habían maquinado un poco unos contra otros, pero la declarada disensión por la que pasaba ahora la Torre la consternaba. Además, había aprendido como mostrarse sumisa con la señora Espigo. Se preguntó qué le habría parecido a esa mujer encontrarse de repente pobre y tener que trabajar en una granja para una ama más exigente y estricta que ella misma.
—Sí, me siento capaz de hacerlo —dijo al cabo—. Deberíamos tener un plan de acción que presentar a Desandre y Lemai, si queremos convencerlas. —De hecho, ya tenía uno desarrollado en parte, aunque no para presentárselo a nadie—. Oh, el agua está hirviendo, Gabrelle.
Repentinamente sonriente, la estúpida mujer se levantó y se acercó a la estufa. Pensándolo bien, a las Marrones se les daba mejor leer libros que leer el pensamiento a la gente. Antes de que Logain, Taim y el resto fueran destruidos, ayudarían a Toveine Gazal a derrocar a Elaida.
La gran urbe de Cairhien era una mole dentro de enormes murallas, apiñada a orillas del río Alguenya. El cielo estaba despejado, pero un viento frío soplaba y el sol relucía sobre los tejados cubiertos de nieve y arrancaba destellos en los carámbanos, que no daban señales de derretirse. El Alguenya no se había congelado, pero pequeños témpanos flotaban en la superficie, arrastrados por la corriente desde zonas más altas, y de vez en cuando chocaban contra las quillas de los barcos que esperaban turno para atracar en los muelles. El trasiego comercial había decrecido por el invierno y las guerras y el Dragón Renacido, pero nunca se paralizaba por completo, no hasta que las propias naciones perecían. A despecho del frío, carretas, carros y gente se desplazaban por las calles que atravesaban las colinas de la urbe, escalonadas en terrazas. La Ciudad, como la llamaban allí.
Delante del Palacio del Sol y sus torres cuadradas se apiñaba una multitud en torno a la larga rampa de entrada —mercaderes vestidos con ropas de excelente paño y nobles ataviados con terciopelos junto a braceros de caras sucias y refugiados aún más mugrientos— y observaba con atención. A nadie le importaba a quién tenía a su lado, e incluso los cortabolsas se habían olvidado de realizar su oficio. Algunos hombres y mujeres se marchaban enseguida —a menudo sacudiendo la cabeza—, pero otros ocupaban su sitio de inmediato, y en ocasiones encaramaban a un niño en los hombros para que viese mejor el ala destrozada del palacio, donde los obreros limpiaban los escombros del tercer piso. Por todos los demás lugares de Cairhien, el aire resonaba con los martillazos de los artesanos, el chirrido de los ejes, los gritos de los tenderos, las protestas de los compradores, los murmullos de los mercaderes, pero la multitud reunida delante del Palacio del Sol guardaba silencio.
A un kilómetro y medio del palacio, Rand se encontraba junto a una ventana de la que hasta hacía poco se llamaba Escuela de Cairhien y que ahora se conocía por el más ostentoso nombre de Academia de Cairhien, y escudriñaba a través de los helados cristales el patio del establo, allá abajo. Había habido escuelas llamadas Academias en tiempos de Artur Hawkwing y antes, unos centros de enseñanza repletos de estudiosos llegados de todos los rincones del mundo conocido. La presunción de denominar así a ese centro no tenía importancia; podrían haberlo llamado El Granero siempre y cuando hicieran lo que él quería. Asuntos más peliagudos ocupaban su mente. ¿Había cometido un error al regresar tan pronto a Cairhien? Pero se había visto obligado a huir con demasiada precipitación, de modo que su huida se conocería en los lugares adecuados. Y había sido demasiado rápida para prepararlo todo. Había preguntas que tenía que hacer, y tareas que no podían aplazarse. Además, Min quería más libros de maese Fel. La oía murmurar entre dientes mientras rebuscaba en las estanterías donde se habían guardado tras la muerte de Fel. Con el constante acopio de libros que todavía no poseía, la biblioteca de la Academia empezaba a desbordar las estancias disponibles del otrora palacio de lord Barthanes. Alanna estaba presente en el fondo de su mente, aparentemente enfurruñada; sabría que se encontraba en la Ciudad. A tan corta distancia, la mujer habría podido ir directamente hacia él, pero lo sabría si la Verde lo intentaba. Por fortuna, Lews Therin guardaba silencio de momento. Últimamente ese hombre parecía más demente que nunca.
Frotó con la manga un trozo del cristal para quitar el hielo. La prenda era de paño gris oscuro, suficientemente buena para un hombre con un poco de dinero y cierta pretensión, pero no la clase de ropa con la que cualquiera esperaría ver al Dragón Renacido. La dorada melena de la cabeza de dragón, impresa en el dorso de su mano, resplandecía con un brillo metálico; allí no representaba un peligro. Rozó con la puntera de la bota la bolsa de cuero que había al pie de la ventana cuando se inclinó hacia adelante para mirar fuera.
Las piedras del pavimento del patio del establo se habían limpiado de nieve, y en el centro había una carreta grande, rodeada de cubos, como hongos crecidos en un claro del bosque. Media docena de hombres, abrigados con chaquetas gruesas, bufandas y gorros, parecía trabajar con la extraña carga de la carreta, unos artilugios mecánicos apiñados en torno a un grueso cilindro metálico que ocupaba más de la mitad de la caja del vehículo. Aún más extraño era que faltaban las varas de la carreta. Uno de los hombres cogía leña partida desde una carretilla y la metía por un lateral de una caja metálica, adosada a la parte inferior del gran cilindro. La trampilla abierta de la caja reflejaba el brillo rojizo del fuego que ardía dentro, y el humo salía por una chimenea alta y estrecha. Un tipo barbudo, y sin gorro que le protegiera la calva cabeza, se movía de un lado al otro de la carreta, gesticulando y aparentemente gritando órdenes, con las que al parecer no conseguía que los otros trabajaran más deprisa. El aliento de sus respiraciones formaba tenues nubecillas de vapor. Dentro del edificio la temperatura era templada; la Academia contaba con grandes hornos en los sótanos y un extenso sistema de conductos de ventilación. Rand notaba calientes las heridas del costado, aquellas que nunca acababan de curarse.