La golondrina giró en su cadena, colgada de la mano de Cadsuane.
—Allí —señaló, apuntando hacia las ruinas de Shadar Logoth.
Rand había dejado de ver a Nynaeve. No podía ver nada, no podía sentir nada. Nadaba en agitados mares de fuego, caminaba a trompicones entre montañas de hielo que se desplomaban. La infección fluía como una corriente oceánica que intentara arrastrarlo. Si perdía el control aunque sólo fuera durante un segundo, arramblaría con todo lo que era él y también se lo llevaría por el conducto. Y lo que quizás era peor: a despecho de la corriente de inmundicia que fluía a través de aquella extraña flor, la infección de la mitad masculina de la Fuente no parecía haber disminuido. Era como aceite flotando en agua, en una capa tan fina que uno no la notaría hasta que tocara la superficie y, sin embargo, cubría la vastedad de la mitad masculina, era un océano en sí misma. Tenía que aguantar. Tenía que hacerlo. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto más podría aguantar?
Si podía deshacer lo que al’Thor había hecho a la Fuente, se dijo Demandred mientras salía por el acceso a Shadar Logoth, deshacerlo brusca y repentina, eso podría muy bien matar al hombre o, al menos, sesgar su capacidad de encauzar. Había entendido cuál era el plan de al’Thor tan pronto como localizó dónde se encontraba la llave de acceso. Era —no le importaba reconocerlo— un plan brillante, bien que insensatamente peligroso. También Lews Therin había sido brillante fraguando planes, aunque no tanto como se daba a entender. Ni de lejos tanto como el propio Demandred.
Una ojeada a la calle sembrada de cascotes bastó para que desestimara la idea de realizar algún cambio. A su lado se alzaba una cúpula, cuyo arco resquebrajado se elevaba treinta metros o más sobre la calle, y, por encima de ella, el cielo mostraba la luz de media mañana. Sin embargo, en la irregular línea del horizonte, trazada por las ruinas calle abajo, el aire estaba cargado de sombras como si ya empezara a caer la noche. La ciudad… vibraba. Lo notaba a través de las botas.
El fuego estalló en el bosque, grandes explosiones tejidas de saidin que lanzaron al aire árboles envueltos en llamaradas que se extendían hacia él, pero Demandred ya había abierto un acceso. Saltó a través de él y dejó que desapareciera mientras corría lo más deprisa posible entre los árboles envueltos en enredaderas, cruzando parches de nieve, tropezando con piedras ocultas bajo el mantillo, pero sin frenar la carrera en ningún momento.
Había invertido la trama por precaución, pero también lo había hecho con la primera; además, él había sido soldado. Todavía corriendo, oyó las explosiones que había estado esperando que ocurrieran, y supo que avanzaban hacia el lugar donde había abierto el acceso, tan certeras y directas como lo habían hecho hacia el punto de las ruinas donde se encontraba al principio. No obstante, los atacantes se hallaban demasiado lejos para representar un peligro. Sin reducir la velocidad, viró hacia la llave de acceso. Con la cantidad de saidin que brotaba a través de ella era como una ardiente flecha en el cielo que apuntara a al’Thor.
Bien. Así que, a menos que alguien en esta maldita Era hubiese descubierto otra habilidad desconocida, al’Thor tenía que haber conseguido un artefacto, un ter’angreal, capaz de detectar a un hombre encauzando. Por lo que sabía sobre lo que la gente llamaba ahora el Desmembramiento, después de que él mismo quedó recluido en Shayol Ghul, cualquier mujer que supiera cómo construir ter’angreal podría haber intentado crear uno que realizara esa función. En la guerra, la parte contraria siempre salía con algo que uno no esperaba, y había que contrarrestarlo. Él había sido muy hábil en la guerra. Ante todo, tenía que aproximarse más.
De repente vio gente a la derecha, más adelante, a través de los árboles, y se escondió detrás de un tronco gris. Un hombre mayor, calvo salvo una fina orla de cabello blanco, avanzaba cojeando junto con dos mujeres, una de ellas guapa en un estilo salvaje, y la otra una preciosidad. ¿Qué hacían por estas frondas? ¿Quiénes eran? ¿Amigos de al’Thor o simplemente personas que se encontraban en el sitio equivocado en el momento equivocado? No se decidía a matarlos, fueran quienes fuesen. Utilizar el Poder pondría sobre aviso a al’Thor. Tendría que esperar hasta que hubieran pasado de largo. El hombre movía la cabeza a uno y otro lado como si buscase algo entre los árboles, pero Demandred dudaba que un individuo tan decrépito alcanzase a ver muy lejos.
De repente el tipo se paró y señaló hacia Demandred, y éste se encontró repeliendo frenéticamente una trama de saidin que golpeó su salvaguardia con mucha más fuerza de la que habría debido, tanta como la que tendría su propio hilado. ¡Aquel renqueante viejo era un Asha’man! Y al menos una de las mujeres debía de ser lo que en esta época pasaba por Aes Sedai y estar unida en círculo con el tipo.
Intentó lanzar su propio ataque y aplastarlos, pero el viejo lanzaba trama tras trama sobre él, y se las vio y se las deseó para rechazarlas. Las que alcanzaban árboles envolvían a éstos en llamas y desgarraban los troncos en astillas. Él era un general, un buen general, ¡pero los generales no tenían que luchar al lado de los hombres que estaban a su mando! Gruñendo, empezó a retroceder en medio del crepitar de árboles incendiados y del estruendo de explosiones. Alejándose de la llave. Antes o después, el viejo tenía que cansarse, y entonces él se ocuparía de matar a al’Thor. Eso, si es que uno de los otros no se le anticipaba. Esperaba fervientemente que no.
Maldiciendo, recogida la falda hasta las rodillas, Cyndane echó a correr tan pronto como hubo cruzado su tercer acceso. Podía escuchar las explosiones que se aproximaban hacia el lugar donde lo había abierto, pero esta vez comprendió por qué se dirigían directamente hacia ella. Tropezando en las enredaderas ocultas por la nieve, chocando contra los árboles, siguió corriendo. ¡Detestaba los bosques! Al menos algunos de los otros se encontraban también allí —había visto aquellos chorros de fuego desplazarse vertiginosamente hacia otros puntos distintos de su posición, y podía percibir el saidin tejiéndose en más de un lugar, tejiéndose con furia— pero rogaba al Gran Señor llegar la primera hasta Lews Therin. Quería verlo morir, comprendió, y para conseguirlo tenía que aproximarse más a él.
Agazapado detrás de un árbol caído, Osan’gar jadeaba por el esfuerzo de la carrera. Aquellos meses haciéndose pasar por Corlan Dashiva no habían contribuido a aumentar su escasa afición por el ejercicio, precisamente. Las explosiones que casi lo habían matado amainaron, y después se reanudaron en algún punto lejano, así que se asomó con cautela por encima del tronco. Tampoco es que un trozo de madera fuera a servirle de mucha protección. Nunca había sido un soldado, no en el verdadero sentido de la palabra. Sus habilidades, su talento, radicaban en otros aspectos. Los trollocs eran obra suya, así como los Myrddraal que habían surgido de ellos y otras muchas criaturas que habían sacudido el mundo y hecho famoso su nombre. La llave de acceso refulgía con el saidin, pero también sentía cantidades menores utilizadas en distintas direcciones.
Había esperado que otros Elegidos estuvieran allí, adelantándose a él; había confiado en que se hubieran ocupado de la tarea antes de su llegada, pero evidentemente no había sido así. Era obvio que al’Thor había llevado consigo a esos Asha’man, y, a juzgar por la cantidad de saidin desplegada en las explosiones dirigidas contra él, también a Callandor. Y puede que a algunas de sus Aes Sedai domadas.
Volvió a agazaparse y se mordió el labio. El bosque era un lugar muy peligroso, más de lo que había esperado, y en absoluto el sitio adecuado para un genio. Pero seguía contando el hecho de que Moridin lo aterrorizaba. Siempre había despertado ese sentimiento en él, desde el principio. Ya estaba loco de poder antes de que los recluyeran en la Perforación, y desde que se habían liberado parecía pensar que él era el Gran Señor. Moridin se enteraría si huía, y lo mataría. Peor aun, si al’Thor tenía éxito, el Gran Señor podría decidir matarlos a los dos, y a Osan’gar también. Le daba igual que murieran ellos, pero le importaba, y mucho, su propia suerte.