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Andando despacio, observando las colinas boscosas del entorno, Elza se paró de repente cuando captó un leve movimiento por el rabillo del ojo. Giró despacio la cabeza, pero no hasta la colina donde había visto aquel fugaz destello. Había sido un día difícil para ella. Durante su cautividad en el campamento Aiel de Cairhien le había venido a la mente que era primordial que el Dragón Renacido estuviera en la Última Batalla. De repente esto se había vuelto tan cegadoramente obvio que le sorprendió no haberlo entendido así antes. Ahora lo veía claro, tan claro como el saidar le permitía distinguir el rostro de un hombre que intentaba esconderse en aquella colina mientras se asomaba por detrás de un árbol. Hoy se había visto obligada a luchar contra los Elegidos. Sin duda el Gran Señor lo entendería si por casualidad había matado a alguno de ellos, pero Corlan Dashiva era sólo uno de esos Asha’man. Dashiva alzó la mano hacia la colina en la que ella se encontraba, y Elza absorbió tanto Poder como pudo a través de Callandor, que seguía apoyada en los brazos de Jahar. El saidin parecía muy adecuado para la destrucción, a su entender. Una inmensa bola de centelleante fuego envolvió la cumbre de la otra colina con tonalidades rojas, doradas y azules. Cuando desapareció, la elevación terminaba en una superficie lisa y suave, quince metros más baja que la antigua cresta.

Moghedien no estaba segura de por qué se había quedado tanto tiempo. No podían quedar más de dos horas de luz, y el bosque estaba silencioso. A excepción de la llave, no percibía encauzamiento de saidar en otro sitio. Eso no quería decir que alguien no estuviese utilizándolo en pequeñas cantidades en alguna parte, pero nada como las feroces descargas desencadenadas anteriormente. La batalla había terminado, con los otros Elegidos muertos o huyendo derrotados. Derrotados sin duda, ya que la llave todavía resplandecía en su mente. Sorprendente que los Choedan Kal hubiesen sobrevivido a un uso continuo durante tantas horas, y a semejante nivel.

Tendida boca abajo en lo alto de su ventajosa posición, con la barbilla apoyada en las manos, contemplaba la inmensa bóveda. El adjetivo «negra» ya no parecía describirla; ahora no había término para hacerlo, ya que el negro era un color pálido en comparación. Y ahora era media esfera que se alzaba hacia el cielo como una montaña de tres mil metros o más. Una densa capa de oscuridad se extendía a su alrededor, como si estuviese absorbiendo toda la luz del aire. Moghedien no entendía por qué no tenía miedo. Esa cosa podía crecer hasta envolver el mundo entero, o quizás hacerlo pedazos, como Aran’gar había dicho que ocurriría. Pero, si tal cosa sucedía, no había ningún lugar seguro ni sombras para que se escondiera la Araña.

De repente algo se retorció hacia arriba, saliendo de la oscura y suave superficie; semejaba una llama —si las llamas fueran más negras que el negro—, y la siguió otra, y otra, hasta que la bóveda hirvió con fuego estigio. El fragor de diez mil truenos le hizo taparse los oídos con las manos y lanzar un grito, inaudible en medio de semejante estruendo, y la bóveda sufrió una especie de implosión y en un visto y no visto se redujo a un punto, a nada. Entonces fue el viento el que aulló, precipitándose hacia la desaparecida bóveda, arrastrando a Moghedien sobre el terreno rocoso por mucho que la mujer intentó agarrarse, estampándola contra los árboles, levantándola en el aire. Curiosamente, seguía sin sentir miedo, y Moghedien pensó que, si sobrevivía a esto, jamás volvería a experimentarlo.

Cadsuane dejó caer al suelo lo que había sido un ter’angreal. Ya no podía describirse como la estatuilla de una mujer. El rostro seguía siendo tan sabio como antes, pero la figura se había roto por la mitad y parecía cera derretida en el lado que se había fundido, incluido el brazo que sostenía la esfera de cristal, ahora esparcida en fragmentos alrededor del destrozado objeto. La figurilla masculina estaba entera, y guardada ya en sus alforjas. Callandor también se encontraba a buen recaudo. Era mejor no dejar a la vista, en la cumbre, algo tan tentador. Allí donde había estado Shadar Logoth ahora se veía un gran espacio despejado en el bosque, perfectamente redondo y tan amplio que, aun estando el sol bajo, el extremo opuesto se perdía tras el horizonte.

Lan, que conducía por las riendas su renqueante caballo de batalla, colina arriba, soltó al animal cuando vio a Nynaeve tendida en el suelo y tapada hasta la barbilla con la capa. El joven al’Thor yacía a su lado, arropado también con su capa, y Min acurrucada junto a él, apoyada la cabeza sobre su pecho. La muchacha tenía cerrados los ojos, pero a juzgar por la leve sonrisa no estaba dormida. Lan apenas les dedicó una mirada de pasada mientras corría el trecho que lo separaba de Nynaeve y se hincaba de rodillas a su lado para sostener la cabeza de la mujer sobre su brazo. Nynaeve siguió tan inmóvil como el chico.

—Sólo están inconscientes —le dijo Cadsuane al Guardián—. Corele asegura que es mejor dejarlos que se recuperen por sí mismos. —Y cuánto tiempo requeriría eso era algo que Corele no había podido concretar. Y tampoco Damer. Las heridas en el costado del chico seguían igual, sin cambiar, aunque Damer había esperado lo contrario. Todo aquello era muy inquietante.

Un poco más arriba, el calvo Asha’man se inclinaba sobre una gemebunda Beldeine; los dedos del hombre se retorcían en el aire por encima de ella mientras tejía su extraña Curación. Había estado muy ocupado durante la última hora. Alivia era incapaz de apartar sus ojos sorprendidos del brazo ahora indemne al tiempo que lo flexionaba; lo había tenido roto y abrasado hasta el hueso. Sarene caminaba con inestabilidad, pero era simple cansancio. Había estado a punto de morir ahí fuera, en el bosque, y todavía tenía los ojos desorbitados por la experiencia vivida. Las Blancas no estaban acostumbradas a esas cosas.

No todo el mundo había sido tan afortunado. Verin y la mujer de los Marinos estaban sentadas junto al cadáver cubierto de Kumira, y movían los labios en una silenciosa plegaria por su alma; Nesune intentaba torpemente consolar a la llorosa Daigian, que acunaba el cuerpo del joven Eben entre sus brazos como si fuera un bebé. Las Verdes sí estaban acostumbradas a estas cosas, pero a Cadsuane no le gustaba haber perdido a dos de los suyos con la ínfima contrapartida de unos cuantos Renegados chamuscados y un Asha’man renegado muerto.

—Está limpio —repitió quedamente Jahar. Esta vez, era Merise la que estaba sentada con la cabeza de él apoyada en su regazo. Los azules ojos de la mujer seguían siendo tan serios como siempre, pero acariciaba el pelo de Jahar con suavidad—. Está limpio.

Cadsuane intercambió una mirada con Merise por encima de la cabeza del chico. Damer y Jahar decían lo mismo, que la infección había desaparecido, pero ¿cómo podían estar seguros de que no hubiese quedado un mínimo resto? Merise había dejado que Cadsuane se coligara con el chico, y no sintió nada, como había dicho la otra Verde, mas ¿cómo podían estar seguras? El saidin era tan desconocido para ellas que podía haber oculta cualquier cosa en aquel caos demencial.

—Quiero que nos marchemos tan pronto como los demás Guardianes regresen —anunció. Había demasiadas preguntas sin respuesta para su gusto. Sin embargo, ahora tenía al joven al’Thor y no estaba dispuesta a perderlo.