Seaine se estremeció. De eso último escaparían si sus sospechas resultaban ser ciertas. No; sospechas no. Certezas. ¡Tenían que estar en lo cierto! Pero, aun así, Yukiri tenía razón en lo demás. La ley de la Torre rara vez tenía en cuenta situaciones de necesidad o cualquier supuesto fin con más altas miras. Sin embargo, si lo que creían era verdad, merecería la pena pagar el precio. ¡Oh, por favor, quisiera la Luz que estuvieran en lo cierto!
—¿Estás ciega o sorda? —espetó Pevara mientras sacudía la Vara Juratoria ante Yukiri—. Rehusó prestar de nuevo el Juramento de no decir una palabra que no fuese verdad, y no puede achacarse simplemente al estúpido orgullo del Ajah Verde una vez que todas lo habíamos hecho ya. ¡Cuando la escudé, intentó acuchillarme! ¿Acaso eso clama su inocencia? ¿Lo hace? ¡Que ella supiera, intentábamos simplemente hablar hasta que se nos secara la lengua! ¿Qué razones tenía para esperar que hubiese algo más?
—Gracias a ambas por exponer lo que es obvio —intervino Saerin en tono seco— Demasiado tarde ya para dar marcha atrás, Yukiri, así que mejor será que sigamos adelante con ello. Y yo que tú, Pevara, no le gritaría a una de las cuatro mujeres en toda la Torre en las que sé que puedo confiar.
Yukiri enrojeció y se ajustó el chal, mientras que Pevara parecía un tanto avergonzada. Un tanto. Todas eran Asentadas, pero no cabía duda de que Saerin había tomado el mando, y Seaine no estaba segura de lo que pensaba al respecto. Unas cuantas horas antes, Pevara y ella habían sido dos viejas amigas embarcadas en una peligrosa búsqueda, dos iguales que tomaban decisiones juntas; ahora tenían aliadas. Debería sentirse agradecida de contar con más compañeras. Sin embargo, no estaban en la Antecámara y en ese asunto no podían acogerse a sus derechos como Asentadas. Ahora lo que contaba era el orden jerárquico de la Torre, con todas las distinciones sutiles —y no tan sutiles— de quién estaba dónde respecto a quién. A decir verdad, Saerin había sido novicia y Aceptada el doble de tiempo que casi todas ellas, pero cuarenta años como Asentada, mucho más de lo que nadie había ocupado ese cargo, tenían mucho peso. Seaine tendría suerte si Saerin le pedía opinión, cuanto menos consejo, antes de tomar una decisión. No obstante, y aun comprendiendo que era una estupidez, saberlo la molestaba como una espina clavada en el pie.
—Los trollocs la arrastran hacia la olla —dijo de pronto Doesine con voz chirriante. Un débil quejido escapaba entre los dientes prietos de Talene; la mujer se sacudía con tal violencia que parecía trepidar—. Yo… No sé si puedo… Mierda, no sé si soy capaz de…
—Hazla volver a la realidad —ordenó Saerin sin molestarse siquiera en mirar a nadie para ver qué opinaban—. Deja de enfurruñarte, Yukiri, y estáte preparada.
La Gris le lanzó una mirada feroz, pero cuando Doesine soltó el tejido y los azules ojos de Talene se abrieron, el brillo del saidar envolvió a Yukiri, que sin pronunciar palabra escudó a la mujer tendida en la Silla. Saerin tenía el mando y todas lo sabían, punto. Sí, una espina muy afilada.
El escudo no era realmente necesario. Talene, con el rostro convertido en una máscara de terror, temblaba y jadeaba como si hubiese corrido kilómetros y kilómetros a toda velocidad. Seguía hundida en la suave superficie; pero, ahora que Doesine no encauzaba en ella, el ter’angreal no se adaptaba a su cuerpo. Talene miró fijamente el techo, con los ojos desorbitados, y después los cerró fuertemente, aunque enseguida los volvió a abrir. Fuesen cuales fuesen los recuerdos que surgían tras sus párpados, no deseaba enfrentarse a ellos.
Salvando en dos zancadas la distancia que la separaba de la Silla, Pevara presentó la Vara Juratoria a la angustiada mujer.
—Renuncia a todos los juramentos que te atan y presta de nuevo los Tres Juramentos, Talene —instó duramente.
La Verde se apartó de la Vara como si ésta fuese una serpiente venenosa, y luego se volvió bruscamente hacia el lado opuesto cuando Saerin se inclinó sobre ella.
—La próxima vez, Talene, es la olla lo que te espera. O las tiernas atenciones del Myrddraal. —El semblante de Saerin era implacable, pero en comparación su tono hacía que pareciese suave—. Nada de despertar antes de que ocurra. Y, si con eso no basta, habrá otra vez, y otra más. Tantas como sea necesario, aunque tengamos que quedarnos aquí hasta el verano.
Doesine abrió la boca para protestar, pero la cerró con una mueca. Era la única del grupo que sabía cómo hacer funcionar la Silla, pero su posición era tan baja como la de Seaine.
Talene seguía mirando fijamente a Saerin. Las lágrimas arrasaron sus grandes ojos, y la mujer rompió a llorar con sollozos hondos y desconsolados. Cegada por las lágrimas, extendió la mano y tanteó hasta que Pevara le puso la Vara Juratoria entre los dedos. A continuación, Pevara abrazó la Fuente y encauzó un fino flujo de Energía en la Vara. Talene la agarraba con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, pero aun así no hizo otra cosa que sollozar.
—Me temo que hay que volver a dormirla, Doesine —dijo Saerin mientras se ponía derecha.
El llanto de Talene se redobló, pero entre sollozo y sollozo farfulló:
—Re… renuncio… a todos los juramentos… que me atan. —No bien acabó de pronunciar la última palabra, empezó a aullar.
Seaine dio un brinco de sobresalto y luego tragó saliva con esfuerzo. Sabía por propia experiencia el dolor que conllevaba retractarse de un único juramento, y había intentado imaginar el espantoso sufrimiento que sería renunciar a más de uno a la vez, pero ahora la realidad se mostraba ante ella. Talene gritó hasta que no le quedó aliento, y después cogió aire y volvió a chillar de tal modo que Seaine casi esperó que la gente bajase corriendo de la Torre para ver qué pasaba. La alta Verde se sacudió, agitando brazos y piernas, y luego su cuerpo se arqueó hasta que sólo los talones y la cabeza tocaron la gris superficie, los músculos agarrotados y todo el cuerpo contraído por violentos espasmos.
De manera tan repentina como se había iniciado el ataque, Talene se desplomó flojamente, desmadejada, y yació sollozando como una niña perdida. La Vara Juratoria escapó de su mano fláccida y rodó por la inclinada superficie gris. Yukiri murmuró algo que sonó como una ferviente plegaria. Doesine musitaba una y otra vez, con voz temblorosa: «Luz, Luz, Luz».
Pevara recogió la Vara y cerró los dedos de Talene sobre ella de nuevo. En la amiga de Seaine no había atisbo de compasión; no en aquel asunto.
—Ahora presta los Tres Juramentos —instó.
Durante un momento pareció que Talene iba a negarse, pero la mujer repitió lentamente los juramentos que las convertían en Aes Sedai y las mantenían unidas: no decir una sola palabra que no fuese verdad; no fabricar un arma con la que un hombre matase a otro; no utilizar jamás el Poder Único como arma, salvo en defensa de su propia vida o de su Guardián o de otra hermana. Al final, empezó a llorar en silencio, sacudiéndose sin emitir sonido alguno. Quizás eran los juramentos, mientras se ceñían a ella. Nada más haberlos prestado se experimentaba una sensación desagradable. Quizá.
Entonces Pevara le dijo el otro juramento que se le exigía. Talene se encogió, pero pronunció las palabras en un tono de total desesperanza:
—Juro obedeceros a las cinco sin reservas. —Sus ojos miraban al frente con fijeza, vidriosos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.