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No conseguía entender las maldiciones de Min —porque no le cabía duda de que eran maldiciones— pero su tono bastaba para saber que todavía no se marcharían a no ser que la sacara a rastras de allí. Sin embargo, aún podía preguntar sobre un asunto o dos.

—¿Qué comenta la gente? Me refiero a lo del palacio.

—Lo que era de esperar —respondió lord Dobraine a su espalda con impasible paciencia, igual que había contestado a todas las demás preguntas. Aun en los casos en los que admitía falta de información, su tono era siempre el mismo—. Algunos dicen que los Renegados os atacaron, o que lo hicieron Aes Sedai. Los que creen que jurasteis lealtad a la Sede Amyrlin se decantan por el ataque de los Renegados. En cualquier caso, existe un gran debate sobre si estáis muerto o si os han raptado o si habéis huido. La mayoría cree que seguís vivo, estéis donde estéis, o eso afirma. Algunos, bastantes me temo, piensan que… —Calló sin acabar la frase.

—Que me he vuelto loco —terminó Rand por él, en el mismo tono impasible. No era un asunto por el que preocuparse ni encolerizarse—. Que yo mismo he destruido parte del palacio, ¿verdad? —No se referiría a los muertos. Habían sido menos que en otras ocasiones, en otros lugares, pero suficientes, y los nombres de algunos de ellos aparecían cada vez que cerraba los ojos. Uno de los hombres que estaban en el patio se bajó de la carreta, pero el tipo calvo lo agarró del brazo y lo obligó a subirse otra vez para que le enseñara qué había hecho. Un hombre del otro lado saltó al pavimento sin cuidado y resbaló, y el tipo que no llevaba gorro dejó al primero para rodear la carreta y obligar al otro a que volviera a subirse con él. ¿Qué demonios estarían haciendo? Rand giró levemente la cabeza para mirar hacia atrás—. No van muy desencaminados.

Dobraine Taborwin, un hombre de estatura baja, con la parte delantera de la cabeza afeitada y empolvada, y el resto del cabello canoso en su mayoría, le sostuvo la mirada con sus impávidos ojos oscuros. No era un hombre apuesto, pero poseía una calma inalterable y gran firmeza. Bandas azules y blancas surcaban la pechera de su chaqueta de terciopelo oscuro hasta casi las rodillas. Su sello era un rubí tallado, y lucía otro en el cuello de la chaqueta, no mucho más grande que el del anillo pero aun así aparatoso para un cairhienino. Era Cabeza Insigne de su casa, con más batallas a sus espaldas que la mayoría, y no había muchas cosas que lo asustaran. Lo había demostrado en los pozos de Dumai.

Claro que la mujer corpulenta y canosa que esperaba pacientemente su turno junto al noble se mostraba igual de serena y sin temor. En marcado contraste con la elegancia de Dobraine, el sobrio atuendo de Idrien Tarsin era de lana marrón, lo bastante sencillo para una tendera, y sin embargo la mujer poseía una gran autoridad y dignidad. Idrien era la rectora de la Academia, un título que se había otorgado a sí misma al ver que la mayoría de los estudiosos y mecánicos se autodenominaban «maestro de esto» o «maestra de aquello». Dirigía la escuela con mano dura y creía en las cosas prácticas, como nuevos métodos de recubrir calzadas o de hacer tinturas o mejoras para fundiciones y molinos.

También creía en el Dragón Renacido, una idea que podía ser práctica o no, pero sí era pragmática, y a Rand le bastaba con eso.

Se volvió hacia la ventana y de nuevo limpió un trozo del cristal. A lo mejor esa máquina servía para calentar agua; algunos de aquellos cubos parecían tener todavía algo de agua dentro, y en Shienar utilizaban grandes calderas para calentar agua para los baños. Pero ¿por qué en una carreta?

—¿Se ha marchado alguien de repente desde que me fui? ¿O ha venido de forma inesperada?

No esperaba que nadie hubiese hecho tal cosa; nadie de importancia para él. Entre las palomas de los mercaderes y los informadores de la Torre Blanca —y Mazrim Taim; no debía olvidar a Taim; Lews Therin gruñó ante ese nombre—, con todas esas palomas y espías y lenguas locuaces, dentro de unos pocos días más el mundo entero sabría que había desaparecido de Cairhien. Todo el mundo que importaba en ese momento. Cairhien ya no era el campo donde se libraría la batalla. La respuesta de Dobraine lo sorprendió.

—Nadie, excepto… Ailil Riatin y una alta oficial de los Marinos han desaparecido desde el… ataque. —Una mínima pausa, pero una pausa. Quizá tampoco estaba seguro de lo que había pasado. Aún así, cumpliría su palabra. Eso también lo había demostrado en los pozos de Dumai—. No se encontraron los cadáveres, pero podrían haberlas asesinado. La Señora de las Olas de los Marinos se niega a aceptar tal posibilidad, sin embargo. Está armando un revuelo exigiendo que aparezca su oficial. En realidad, Ailil puede haber huido al campo. O tal vez haya ido a unirse a su hermano, a pesar de su promesa de lealtad a vos. Vuestros tres Asha’man, Flinn, Narishma y Hopwil, siguen en el Palacio del Sol. Ponen nerviosa a la gente. Ahora más que antes.

La rectora hizo un ruido con la garganta, y se oyeron sus zapatos moviéndose sobre las tablas del suelo cuando la mujer rebulló. A ella, desde luego, la ponían nerviosa.

Rand desestimó a los Asha’man. A menos que se encontrasen mucho más cerca de lo que estaba el palacio, ninguno era lo bastante fuerte para haberle sentido abrir un acceso en la Academia. Esos tres no habían tomado parte en el ataque contra él, pero un planificador listo podría haber considerado la posibilidad del fracaso. Planear cómo mantener a alguien cerca de él si sobrevivía.

«Tú no sobrevivirás —susurró Lews Therin—. Ninguno de nosotros sobrevivirá».

«Vuelve a dormirte», pensó Rand, irritado. Sabía que no iba a sobrevivir. Pero lo deseaba. Una risa despectiva le respondió dentro de su cabeza, si bien el sonido se fue apagando y desapareció. Ahora el hombre calvo dejaba que los otros se bajaran de la carreta, y se frotaba las manos con aire complacido. ¡El tipo parecía estar haciendo un discurso, nada menos!

—Ailil y Shalon están vivas, y no huyeron —dijo Rand en voz alta. Las había dejado atadas y amordazadas, metidas debajo de una cama, donde las encontrarían los sirvientes en cuestión de horas, aunque el escudo que había tejido en torno a la Detectora de Vientos de los Marinos se habría disipado para entonces. Las dos mujeres habrían podido liberarse ellas mismas en tal caso—. Acudid a Cadsuane. Las tendrá en el palacio de lady Arilyn.

—Cadsuane Sedai entra y sale del Palacio del Sol como si le perteneciese —comentó diplomáticamente Dobraine—, pero ¿cómo podría haberlas sacado sin ser vistas? ¿Y por qué? Ailil es hermana de Toram, pero la reclamación de éste al Trono del Sol se ha convertido en polvo a estas alturas, si es que alguna vez fue algo más. Ahora Ailil ni siquiera es importante como contraria. En cuanto a retener a una Atha’an Miere de alto rango… ¿Con qué propósito?

—¿Y por qué tiene a lady Caraline y al Gran Señor Darlin como «invitados», Dobraine? —repuso Rand, procurando dar a su voz un tono despreocupado—. ¿Por qué hacen las Aes Sedai esto o aquello? Las encontraréis donde he dicho. Si es que Cadsuane os deja pasar para verlo.

Ésta no era una pregunta sin importancia. Lo que pasaba es que él no tenía la respuesta. Por supuesto, Caraline Damodred y Ailil Riatin representaban a las dos últimas casas que habían ocupado el Trono del Sol. Y Darlin Sisnera dirigía a los nobles de Tear que lo querían fuera de su preciosa Ciudadela, fuera de Tear.

Rand frunció el entrecejo. Había tenido la certeza de que Cadsuane estaba centrada en él a pesar de fingir lo contrario, pero ¿y si no fingía? Qué alivio, en tal caso. Pues claro que era un alivio. Sólo le faltaba una Aes Sedai que pensaba que podía meterse en sus asuntos. Sí, sólo le faltaba eso. A lo mejor Cadsuane se dedicaba ahora a entremeterse en los asuntos de otros. Min había visto a Sisnera llevando una corona extraña; había pensado mucho sobre esa visión de Min. No quería pensar en otras cosas que también había visto, concernientes a la hermana Verde y a él. ¿Sería simplemente que Cadsuane pensaba que podía decidir quién gobernaría tanto Tear como Cairhien?