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Elayne. Oh, Luz, Elayne y Aviendha. Al menos estaban a salvo. La voz de Min sonaba más alegre ahora; debía de haber encontrado los libros de maese Fel. Iba a permitir que lo siguiera y hallara la muerte porque no era lo bastante fuerte para impedírselo. «Ilyena —gimió Lews Therin—. ¡Perdóname, Ilyena!» Cuando Rand volvió a hablar, su voz sonó fría como el corazón del invierno.

—Sabréis cuándo entregar la otra. Y si debéis o no entregarla. Tanteadlo si es necesario, y actuad según lo que diga. Si decidís que no o si él rehúsa, escogeré a otro. A vos no.

Quizás eso era brusco, pero la expresión de Dobraine no cambió apenas. Sus cejas se enarcaron ligeramente al ver el nombre escrito en el segundo envoltorio, pero nada más.

—Se hará como decís. Perdonad, pero habláis como si fueseis a estar ausente mucho tiempo.

Rand se encogió de hombros. Confiaba en el Gran Señor en la misma medida que confiaba en cualquiera. Casi.

—¿Quién sabe? Vivimos tiempos inciertos. Aseguraos de que la rectora Tarsin tenga el dinero que necesite, así como los hombres que han empezado la escuela en Caemlyn. Y también en Tear, hasta que las cosas cambien allí.

—Como digáis —repitió Dobraine mientras guardaba los envoltorios de papel en su chaqueta. Ahora su semblante no traslucía emoción alguna. Era un buen jugador del Da’es Daemar.

Por su parte, la rectora se las ingenió para mostrarse complacida y descontenta por igual, y se dedicó a arreglarse el vestido sin necesidad, como hacían las mujeres cuando las circunstancias las forzaban a no decir lo que pensaban. Por mucho que protestase por los soñadores y filósofos, miraba con gran celo por el bienestar de la Academia. No lloraría si esas otras escuelas desaparecían y sus estudiosos se veían obligados a acudir a la suya. Incluso los filósofos. ¿Qué opinaría de una orden en particular del envoltorio de Dobraine?

—He encontrado todo lo que necesito —anunció Min, que salió de entre las estanterías, tambaleándose ligeramente bajo el peso de tres abultadas bolsas de paño que llevaba colgadas. La sencilla chaqueta y las polainas de color marrón eran seguramente las mismas que llevaba cuando la vio por primera vez en Baerlon. Por alguna razón, había rezongado a costa de esas prendas hasta el punto de que cualquiera que la conociese habría pensado que Rand le pedía que se pusiese un vestido. Sin embargo, ahora sonreía complacida y con un asomo de malicia—. Espero que esos animales de carga sigan donde los dejamos, o milord Dragón tendrá que hacer las veces de mula de alabarda.

Idrien dio un respingo, escandalizada por la forma en que le hablaba, pero Dobraine se limitó a esbozar una sonrisa. Ya había visto a Min con Rand anteriormente.

Entonces Rand se libró de ellos lo antes posible, ya que habían visto y oído todo cuanto tenían que oír y ver, y los despidió con una última advertencia de que él jamás había estado allí. Dobraine asintió como si no hubiese esperado otra cosa. Idrien parecía pensativa cuando se marchó. Si se le escapaba algo donde pudiese oírla un sirviente o un estudioso, la noticia se conocería en toda la Ciudad al cabo de dos días. En cualquier caso, tampoco había mucho tiempo. Quizá nadie capaz de notarlo hubiese estado lo bastante cerca para percibir que había abierto un acceso, pero cualquiera que estuviera atento a las señales sabría a estas alturas que había un ta’veren en la ciudad. En sus planes no entraba que lo encontraran todavía.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, Rand observó a Min un instante y después cogió una de las bolsas y se la colgó al hombro.

—¿Sólo una? —preguntó ella, que soltó las otras dos en el suelo y se puso en jarras, fruncido el ceño—. A veces eres un verdadero patán, pastor. Estas bolsas deben de pesar un quintal cada una. —No obstante, su tono era más divertido que molesto.

—Pues haber cogido libros más pequeños —le contestó mientras se metía los guantes para ocultar los dragones—. O que pesaran menos.

Se volvió hacia la ventana para recoger la bolsa de cuero, y sufrió un mareo. Las rodillas parecieron volverse de gelatina y se tambaleó. En su mente surgió la imagen rielante de un rostro, fugaz como un destello, que no llegó a distinguir. No sin esfuerzo, logró recobrar el equilibrio y obligó a sus piernas a sostenerlo. La sensación de que todo daba vueltas a su alrededor desapareció. Lews Therin jadeaba entrecortadamente en las sombras. ¿Sería aquélla su cara?

—Si crees que por eso voy a cargar con ellas todo el camino, intenta otra cosa —rezongó Min—. He visto mejores representaciones en mozos de cuadra. Prueba a desplomarte, a lo mejor así tienes más éxito.

—Quizá la próxima vez. —Estaba preparado para lo que ocurría cuando encauzaba, y podía controlarlo en cierta medida. Por lo general. La mayoría de las veces. Pero este mareo sin saidin era algo nuevo. A lo mejor era que se había girado demasiado deprisa. Sí, claro, y a lo mejor los cerdos volaban. Se colgó al hombro la bolsa de cuero. Los hombres en el patio del establo seguían trabajando afanosos. Construyendo—. Min…

Las cejas de la mujer se fruncieron de inmediato. Se estaba poniendo los guantes rojos e hizo una breve pausa; luego empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie. Una señal peligrosa en cualquier mujer, especialmente en una que llevaba cuchillos.

—¡No vuelvas a lo mismo, Rand puñetero Dragón Renacido al’Thor! ¡De ningún modo vas a dejarme atrás!

—Es una idea que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza —mintió. Era demasiado débil; era incapaz de pronunciar las palabras que la alejarían de él. «Demasiado débil —pensó amargamente—, y ella podría morir por eso, ¡así la Luz me abrase para siempre!»

«Así será», prometió quedamente Lews Therin.

—Sólo pensé que deberías saber lo que hemos estado haciendo y lo que vamos a hacer —continuó Rand—. No he estado muy comunicativo, supongo. —Preparándose, asió el saidin.

La habitación pareció girar a su alrededor, y Rand aguantó la avalancha de fuego y hielo, de inmundicia y náusea que bullía en su estómago. Sin embargo, fue capaz de mantenerse erguido sin tambalearse. Por poco. Y justo lo suficiente para tejer los flujos de un acceso que se abrió a un claro nevado, donde había dos caballos ensillados, atados a una rama baja de un roble.

Se alegró de ver que los animales siguiesen allí. El claro se encontraba bastante apartado de la calzada más cercana, pero había trotamundos que habían dado la espalda a familias y granjas, negocios y oficios, porque el Dragón Renacido había roto todos los vínculos y ataduras. Así lo decían las Profecías. Por otro lado, muchos de aquellos hombres y mujeres, con los pies doloridos y ahora medio helados además, estaban cansados de buscar sin tener ni idea de lo que buscaban. Incluso esas monturas anodinas habrían desaparecido en el momento en que alguien las hubiese encontrado solas. Tenía oro suficiente para comprar otras, pero no creía que a Min le hubiese hecho mucha gracia la hora de caminata hasta el pueblo donde habían dejado los animales de carga.

Entró apresuradamente en el claro, fingiendo que el cambio de suelo firme a una capa de nieve que llegaba hasta rodilla era la causa de que se tambaleara, y sólo esperó a que ella recogiese las bolsas de libros y cruzase el acceso tras él con pasos inestables para soltar el Poder. Se encontraban a ochocientos kilómetros de Cairhien, y Tar Valon era la población de importancia más próxima. Alanna había desaparecido de su mente cuando el acceso se cerró.