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Estudió a los demás mientras se dirigían a los caballos del mismo modo que estudiaría unas herramientas que necesitaría para un trabajo complejo y comprometido; porque se temía que Masema iba a hacer de este viaje el peor trabajo que había tenido que abordar en toda su vida, y las herramientas que tenía estaban llenas de fisuras.

Seonid y Masuri se pararon a su lado; llevaban la capucha bien calada para ocultar el rostro. Un olor punzante alteraba el suave aroma de sus perfumes, pero el miedo se hallaba bajo control. Masema las habría matado allí mismo de haber podido. Y los guardias aún estaban a tiempo si uno de ellos reconocía un rostro Aes Sedai. Entre tantos, tenía que haber alguno que supiese identificarlo. Masuri era la más alta por casi un palmo, pero aun así Perrin todavía le sacaba una cabeza. Haciendo caso omiso de Elyas, las hermanas intercambiaron una mirada bajo el resguardo de las capuchas; entonces Masuri habló en tono quedo.

—¿Veis ahora por qué hay que matarlo? Ese hombre es… una alimaña rabiosa.

En fin, la Marrón no solía andarse con remilgos a la hora de escoger las palabras. Por suerte, ninguno de los guardias se encontraba lo bastante cerca para oírla.

—Podríais escoger un sitio mejor para decir eso —respondió. No quería volver a escuchar sus argumentos, ni ahora ni después, pero mucho menos ahora. Y pareció que no tendría que hacerlo.

Edarra y Carelle se situaron detrás de las Aes Sedai, con el oscuro chal echado sobre la cabeza. Los picos que les colgaban sobre el pecho y la espalda no daban la impresión de servir de mucho contra el frío; claro que la nieve, la simple existencia de semejante cosa, era aún más molesta para las Sabias. La impasibilidad de sus semblantes curtidos por el sol era tal que habríase dicho que eran tallas de piedra; sin embargo, su efluvio era punzante como una punta de lanza. Los azules ojos de Edarra, por lo general tan circunspectos que no encajaban con sus rasgos juveniles, tenían la dureza del acero.

Por supuesto, su compostura enmascaraba dureza. Acerada y cortante.

—Éste no es sitio para hablar —les dijo suavemente Carelle a las Aes Sedai al tiempo que metía bajo el chal un mechón de cabello rojo intenso. Tan alta como muchos hombres, siempre era afable. Para ser una Sabia, se entiende. Lo que significaba que no te arrancaría la nariz de un mordisco sin previo aviso.

Las mujeres más bajas le hicieron una breve reverencia y se dirigieron presurosas a sus monturas, como si no fuesen Aes Sedai. Para las Sabias no lo eran. Perrin pensó que nunca se acostumbraría a eso. Hasta Masuri y Seonid parecían haberse habituado.

Con un suspiro, subió a Recio mientras las Sabias iban en pos de sus aprendizas Aes Sedai. Después de la larga inactividad, el semental retozó unos cuantos pasos, pero Perrin lo controló presionando las rodillas y manteniendo firmes las riendas. Las Aiel montaron torpemente, incluso después de la práctica adquirida durante las últimas semanas; las gruesas faldas quedaron remangadas, dejando descubiertas hasta las rodillas las piernas enfundadas en medias de lana. Estaban de acuerdo con las dos hermanas respecto a Masema, al igual que lo estaban las otras Sabias que se habían quedado en el campamento. Buen puchero hirviendo para que cualquiera lo llevase hasta Cairhien sin acabar escaldado.

Grady y Aram ya habían montado, y Perrin no pudo distinguir sus olores entre todos los demás. Tampoco era necesario. Grady siempre le había parecido un granjero a pesar de la chaqueta negra y la espada de plata prendida en el cuello, pero ahora no. Inmóvil como una estatua sobre su caballo, el fornido Asha’man observaba a los guardias con la expresión adusta del hombre que decide dónde hacer el primer corte. Y el segundo y el tercero y todos los que fuesen necesarios. Aram, con su chaqueta de gitano de un color verde bilioso ondeando al viento y la empuñadura de la espada asomando por encima de su hombro, sujetaba las riendas y en su semblante se reflejaba tal excitación que a Perrin se le cayó el alma a los pies. En Masema, Aram había encontrado un hombre que había entregado vida, alma y corazón al Dragón Renacido. Desde su punto de vista, el Dragón Renacido se encontraba casi al mismo nivel que Perrin y Faile.

«Le has hecho al chico un flaco favor —le había dicho Elyas—. Lo ayudaste a romper con lo que creía, y ahora lo único que le queda a lo que agarrarse y en lo que creer eres tú, y esa espada. No es suficiente para ningún hombre». Elyas había conocido a Aram cuando éste era todavía un gitano, antes de que cogiese la espada.

Un puchero que podía tener veneno para algunos.

Puede que los guardias contemplasen a Perrin con asombro, pero no se movieron para abrirles paso hasta que alguien gritó desde una ventana de la casa. Llegar hasta el Profeta no era fácil, sin su permiso. Y sin su permiso era imposible dejarlo. Una vez que dejaron atrás a Masema y a sus guardias, Perrin marcó un paso todo lo vivo que permitían las calles abarrotadas. Abila había sido una ciudad grande y próspera hasta no hacía mucho, con sus mercados de piedra y edificios techados de pizarra, de hasta cuatro pisos de altura. Seguía siendo grande, pero montones de escombros señalaban dónde se habían echado abajo casas y posadas. En Abila no quedaba una sola posada ni una casa donde alguien había tardado en proclamar la gloria del lord Dragón Renacido. La forma en que Masema mostraba su desaprobación nunca era sutil. Entre la muchedumbre eran pocos los que parecían ser vecinos de la ciudad, gente tan apagada como el color de su ropa en su mayor parte, que caminaba por los lados de la calle, huidiza y atemorizada; y no se veían niños. Y tampoco perros; a buen seguro que el hambre ya se dejaba sentir en la ciudad. Por doquier, grupos de hombres armados avanzaban chapoteando por la masa embarrada que la noche anterior había sido nieve y que llegaba hasta los tobillos, veinte aquí, cincuenta allí, empujando y derribando a aquellos que no andaban listos para apartarse de su camino, e incluso haciendo que los carros de bueyes se desviaran a su paso. En todo momento había cientos de ellos a la vista. Debía de haber a millares en la ciudad. El ejército de Masema era chusma, pero hasta el momento su número había compensado otras carencias. Gracias a la Luz el hombre había accedido a llevar sólo un centenar en el viaje. Había hecho falta discutir el asunto una hora, pero al final transigió, y gracias a que su deseo de llegar ante Rand cuanto antes, aunque no Viajando, lo había decidido. Muy pocos de sus seguidores tenían caballos, y cuantos más fueran a pie más despacio marcharían. Por lo menos no llegaría al campamento hasta la caída de la noche.

De hecho, Perrin no vio a nadie montado aparte de su grupo, que atraía las miradas de los hombres armados, miradas pétreas, febriles. Gente bien vestida acudía a ver al Profeta con frecuencia, nobles y mercaderes que esperaban que una sumisión en persona les reportaría más bendiciones y menos castigos, pero generalmente se marchaban a pie. No obstante, no encontraron impedimentos, aparte de tener que rodear a los grupos de los seguidores de Masema. Si se marchaban montados, entonces es que era voluntad del Profeta que lo hicieran así. Con todo, Perrin no tuvo necesidad de decir a nadie que no se separara del grupo. Se percibía una especie de espera en Abila, y nadie con dos dedos de frente querría encontrarse cerca cuando esa espera llegase a su fin.

Fue un alivio para Perrin ver aparecer a Balwer por una calle lateral, azuzando con las rodillas a su castrado, cerca ya del bajo puente de madera que conducía fuera de la ciudad; un alivio casi tan grande como el que sintió cuando hubieron cruzado el puente y dejado atrás a los últimos guardias. El hombrecillo, todo él huesos y ángulos, con la chaqueta que más que llevarla puesta parecía colgar de una percha, sabía cuidar de sí mismo a pesar de las apariencias, pero Faile estaba componiendo un cuerpo de servicio adecuado para una noble, y no le haría ni pizca de gracia si Perrin permitía que le ocurriese algo a su secretario. Al secretario de los dos. Perrin no estaba seguro de lo que le parecía eso de tener secretario, pero el tipo tenía otras habilidades aparte de una buena letra. Y lo demostró tan pronto como hubieron salido de la ciudad y se encontraron rodeados de colinas bajas y arboladas. La mayoría de las ramas estaban desnudas, y las que aún conservaban las hojas o las agujas ofrecían el marcado contraste del verde contra el blanco de la nieve. Tenían la calzada para ellos solos, pero el hielo formado en las rodadas los obligó a avanzar despacio.