A quinientos pasos de la rocosa y truncada colina donde las Sabias habían instalado sus tiendas bajas, los mayenienses estaban formando, la totalidad de los aproximadamente novecientos hombres; las capas y las largas cintas rojas de las lanzas ondeaban con la fría brisa mientras los caballos pateaban impacientemente el suelo. Cerca de la colina, a un lado, justo a la orilla del arroyo helado, los ghealdanos conformaban un bloque de lanzas igual de grande, éstas con las cintas verdes. Las chaquetas —del mismo color— y las armaduras de los soldados de caballería parecían apagadas en comparación con los yelmos y petos rojos de los mayenienses, pero sus oficiales resplandecían en sus armaduras plateadas y sus chaquetas y capas escarlatas; las riendas y gualdrapas iban bordeadas en tono carmesí. Un soberbio espectáculo para un desfile, sólo que no estaban desfilando. La Guardia Alada se encontraba de cara a los ghealdanos, y éstos de cara a la colina. Y la cumbre de ésta aparecía rodeada por hombres de Dos Ríos, con los arcos largos en la mano. Nadie había disparado todavía, pero todos tenían una flecha encajada en la cuerda del arco. Aquello era una locura.
Perrin taconeó a Recio y lo puso a trote vivo, tan deprisa como podía el animal, y avanzó abriéndose paso entre la nieve seguido por los otros hasta que llegó a la cabeza de la formación ghealdana. Berelain se encontraba allí, envuelta en una capa roja, orlada en piel, así como Gallene, el capitán tuerto de la Guardia Alada; también estaba Annoura, su consejera Aes Sedai, al parecer discutiendo todos con el primer capitán de Alliandre, un tipo bajo, endurecido, llamado Gerard Arganda, que sacudía la cabeza tan enérgicamente que las lustrosas plumas del yelmo temblaban. La Principal de Mayene parecía a punto estallar, la irritación asomaba a través de la calma Aes Sedai de Annoura, y Gallene toqueteaba el yelmo con plumas rojas que llevaba colgado en la silla, como si estuviese decidiendo si ponérselo o no. Al reparar en Perrin, se apartaron e hicieron girar las monturas en su dirección. Berelain se erguía muy derecha, pero su negro cabello estaba alborotado por el viento, y la yegua blanca de finos remos tiritaba; la espuma, producto de una dura cabalgada, se había quedado pegada y congelada en los flancos del animal.
Con tanta gente junta resultaba imposible distinguir el efluvio particular de cada cual, pero Perrin no necesitaba su fino olfato para percibir la tensión en el aire. Antes de que tuviese tiempo de preguntar qué demonios estaban haciendo, Berelain habló con una actitud formal que al principio lo hizo parpadear.
—Lord Perrin, vuestra esposa y yo cazábamos junto a la reina Alliandre cuando fuimos atacados por Aiel. Logré escapar, pero nadie más del grupo ha regresado todavía, si bien podría deberse a que los hayan hecho prisioneros. He enviado un escuadrón de lanceros para que reconozcan el terreno. Nos encontrábamos a unos quince kilómetros al sudeste, de modo que regresarán con información a la caída de la noche.
—¿Faile fue capturada? —inquirió Perrin en una voz sorda por el miedo.
Incluso antes de cruzar a Amadicia desde Ghealdan ya les habían llegado noticias de Aiel incendiando y saqueando, pero siempre había sido en otro lugar, en el pueblo de más adelante o en el que habían dejado atrás, si no más lejos. Nunca lo bastante cerca para preocuparse o para tener la seguridad de que no eran simples bulos. ¡No cuando tenía que llevar a cabo las órdenes del maldito Rand al’Thor! Y mira lo que había pasado.
—¿Por qué seguís aquí? —inquirió en voz alta—. ¿Por qué no la estáis buscando todos? —Entonces se dio cuenta de que estaba gritando. Deseaba aullar, ensañarse con ellos—. Así os abraséis, ¿a qué esperáis?
El tono desapasionado de la respuesta de Berelain, como si informara cuánto forraje quedaba para los caballos, encendió más su ira. Y más porque sabía que la mujer tenía razón.
—Nos emboscaron doscientos o trescientos Aiel, lord Perrin, pero sabéis igual que yo, por lo que hemos oído, que fácilmente podría haber una docena o más de esas bandas merodeando por el campo. Si salimos con una fuerza numerosa quizá nos veríamos envueltos en una batalla contra los Aiel que tendría un alto coste en vidas, y ello sin saber si eran los que tienen a vuestra esposa. O incluso si aún vive. Debemos confirmar eso en primer lugar, lord Perrin, o cualquier cosa que hiciésemos sería inútil.
Si aún vivía. Perrin tembló; el frío se había colado de pronto dentro de él. En sus huesos. En su corazón. Tenía que estar viva. Tenía que estarlo. Oh, Luz, debería haberla dejado que lo acompañara a Abila. El semblante de Annoura era una máscara de compasión enmarcada por las finas trenzas tarabonesas. De repente fue consciente de un dolor en las manos, crispadas sobre las riendas. Se obligó a aflojarlas y flexionó los dedos.
—Se encuentra bien —dijo en voz queda Elyas mientras acercaba su castrado a Recio—. Contrólate. Ir dando tumbos por ahí, habiendo Aiel, es pedir a voces que te maten. Tal vez conducir a un montón de hombres a un mal final. Que mueras no servirá de nada si tu esposa sigue prisionera. —Intentó dar un tono más ligero a su voz, pero Perrin olía su efluvio a tensión—. En fin, la encontraremos, chico. Es posible incluso que ya se haya escapado ella, siendo la clase de mujer que es, y que esté intentando regresar a pie hasta aquí. Eso lleva tiempo, vestida con traje de montar. Los exploradores de la Principal localizarán algún rastro. —Mientras se pasaba los dedos por la larga barba, Elyas soltó una risita desdeñosa—. Si soy incapaz de encontrar algo más que los mayenienses, me comeré la corteza de un árbol. Te la traeremos de vuelta.
A Perrin no lo engañó.
—Sí —contestó duramente. Elyas no lo había engañado; nadie podía escapar a pie de los Aiel—. Vete. Deprisa. —No, no lo había engañado. Lo que Elyas esperaba encontrar era el cadáver de Faile. Tenía que estar viva, y eso significaba que la tenían cautiva, pero mejor la cautividad que…
No podían hablar entre ellos del mismo modo que lo hacían con los lobos, pero Elyas vaciló como si hubiese entendido lo que pensaba Perrin. Aun así, no intentó convencerlo de que se equivocaba. Su castrado se puso en marcha en dirección sudeste, al paso, tan deprisa como se lo permitía la nieve. Y, tras lanzar una rápida ojeada a Perrin, Aram lo siguió; el rostro del joven tenía una expresión tormentosa. Al antiguo gitano no le gustaba Elyas, pero adoraba a Faile aunque sólo fuera porque era la esposa de Perrin.
Azuzar a los animales no traería nada bueno, se dijo Perrin, que miraba ceñudo a los dos hombres que se alejaban. Pero deseaba que corrieran. Deseaba correr con ellos. Se sentía como si unas minúsculas grietas se estuvieran extendiendo por su ser, tornándolo quebradizo. Si regresaban con una mala noticia, se haría pedazos. Para su sorpresa, los tres Guardianes azuzaron sus monturas entre los árboles, en pos de Elyas y Aram, levantando rociadas de nieve y con sus sencillas capas ondeando tras ellos; después, cuando los alcanzaron, acomodaron el ritmo de marcha al de los dos hombres.
Perrin se las arregló para hacer una leve inclinación de cabeza, agradecido, a Masuri y a Seonid, incluyendo a Edarra y a Carelle. Quienquiera que hubiese hecho la sugerencia, no cabía duda de quién había dado permiso. El hecho de que ninguna de las hermanas hubiese intentado tomar el mando daba la medida del control que las Sabias habían establecido. Seguramente las Aes Sedai habrían querido hacerlo, pero sus enguantadas manos permanecieron sobre las perillas de las sillas, y ninguna de las dos demostró impaciencia ni siquiera con un pestañeo.
No todo el mundo observaba a los hombres que se alejaban. Annoura alternaba su atención entre dirigirle miradas de compasión a él y estudiar a las Sabias por el rabillo del ojo. A diferencia de las otras dos hermanas, Annoura no había hecho promesas, pero se mostraba casi tan circunspecta con las Aiel como ellas. El único ojo de Gallene estaba puesto en Berelain, esperando una señal de que empuñara la espada que toqueteaba, en tanto que la Principal tenía puesta su atención en Perrin, su rostro todavía sosegado e indescifrable. Grady y Neald habían acercado las cabezas y echaban ojeadas sombrías en su dirección. Balwer permanecía muy quieto, como un gorrión posado en la silla, procurando pasar inadvertido, escuchando atentamente.