Los paños se abrieron, y Nevarin salió. Llevaba el chal atado alrededor de la cintura, pero salvo por la nubecilla de su aliento condensado no se veía otra señal de que la afectase el viento helado. Sus verdes ojos repararon en el cuchillo que Perrin empuñaba en la mano, y se puso en jarras en medio del tintineo de brazaletes. Era muy delgada, con el largo cabello de color dorado sujeto atrás por un pañuelo oscuro, y un palmo más alta que Nynaeve, pero le recordaba siempre a la antigua Zahorí. Le cerraba el paso a la tienda.
—Eres impetuoso, Perrin Aybara. —Su voz clara sonaba tranquila, pero él tuvo la impresión de que se planteaba la posibilidad de darle un bofetón. Sí, muy parecida a Nynaeve—. Aunque eso es comprensible dadas las circunstancias. ¿Qué quieres?
—¿Cómo…? —Tuvo que callarse para tragar saliva—. ¿Cómo la tratarán?
—No lo sé, Perrin Aybara. —No había compasión en su rostro, que se mostraba totalmente inexpresivo. Las Aiel podían dar lecciones a las Aes Sedai en eso—. Capturar habitantes de las tierras húmedas va en contra de las costumbres, salvo los Asesinos del Árbol, aunque eso ha cambiado. Como también matar sin necesidad. Pero muchos se han negado a aceptar las verdades reveladas por el Car’a’carn. El marasmo se apoderó de algunos y tiraron las lanzas, pero quizás las hayan tomado otra vez. Otros simplemente se marcharon para vivir como creían que debíamos hacerlo. Ignoro qué costumbres habrán conservado o cuáles habrán abandonado aquellos que abandonaron clan y septiar. —La única emoción que dejó entrever fue un atisbo de desprecio al final, por quienes habían dejado clan y septiar.
—Luz, mujer, ¡debes de tener alguna idea! O hacer alguna conjetura…
—Deja de actuar de forma irracional —lo interrumpió con brusquedad—. Los hombres suelen hacerlo en situaciones así, pero te necesitamos. Creo que tu imagen saldría mal parada ante los otros habitantes de las tierras húmedas si tenemos que atarte hasta que te calmes. Ve a tu tienda. Si eres incapaz de controlar tus pensamientos, bebe hasta que no puedas pensar. Y no nos molestes cuando celebramos consejo. —Volvió a meterse en la tienda, y los paños se cerraron bruscamente y empezaron a torcerse a medida que volvían a atarse las lazadas.
Perrin se quedó mirando la lona cerrada mientras pasaba el pulgar por la hoja del cuchillo, y después enfundó el arma. Era más que posible que hicieran lo que Nevarin había amenazado que harían si entraba a la fuerza. Además, no le dirían nada de lo que quería saber. No creía que la mujer le hubiese ocultado algo en un momento así. No sobre Faile, en cualquier caso.
Había más tranquilidad en la cima de la colina; la mayor parte de los hombres de Dos Ríos se habían ido. Los que quedaban seguían vigilando atentamente el campamento ghealdano, allá abajo, y pateaban el suelo para conservar calientes los pies, pero nadie hablaba. Los discretos gai’shain apenas hacían ruido. Los árboles ocultaban en parte los campamentos de los ghealdanos y los mayenienses, pero Perrin alcanzó a ver que se estaban cargando carretas en ambos. Aun así, decidió dejar hombres de guardia. Arganda podía estar intentando engañarlo para que se confiara. Un hombre que olía como él podía mostrarse… irracional, concluyó para sus adentros, malhumorado.
No podía hacer nada en la cima de la colina, de modo que empezó a caminar los ochocientos metros que lo separaban de su tienda. La tienda que compartía con Faile. Fue tropezando cada dos pasos, abriéndose paso trabajosamente cuando la nieve le llegaba por encima de las rodillas. Agarró los bordes de la capa, tanto para evitar que el viento la sacudiera como para conservar el calor. Pero no había calor en él.
El campamento de Dos Ríos bullía de actividad cuando llegó. Las carretas seguían colocadas en un gran círculo; las cargaban los hombres y mujeres de las fincas de Dobraine en Cairhien, y otros preparaban los caballos para ensillarlos. Las ruedas de las carretas, tan inútiles en aquella nieve profunda como en barrizales, estaban atadas a los costados de los vehículos y habían sido sustituidas por anchos deslizadores de madera. Abrigados con tantas capas de ropa que muchos parecían el doble de anchos de lo que eran realmente, los cairhieninos apenas hicieron una pausa en sus tareas para mirarlo; por el contrario, cada hombre de Dos Ríos que lo veía se paraba para mirarlo fijamente hasta que alguien le daba un codazo y le decía que siguiera con lo que estaba haciendo. Perrin agradeció que ninguno manifestara en voz alta la compasión reflejada en aquellas miradas, porque temía que se habría venido abajo y se habría echado a llorar en caso contrario.
Tampoco allí parecía que hubiese algo que él pudiera hacer. Su enorme tienda —suya y de Faile— ya había sido desmontada y cargada en un carro, junto con el contenido. Basel Gill caminaba junto a las carretas, con una larga lista en las manos. El rechoncho hombre ocupaba el puesto de shambayan, haciéndose cargo del gobierno doméstico de la casa de Faile —de Perrin— como una ardilla en un almacén de grano. Sin embargo, más acostumbrado a la ciudad que a viajar fuera de sus murallas, lo afectaba mucho el frío y, además de una capa, llevaba una gruesa bufanda alrededor del cuello, un sombrero de fieltro de ala caída y gruesos guantes de lana. Por alguna razón, Gill se encogió al verlo y murmuró algo sobre ir a comprobar los carros antes de salir disparado. Extraño.
Entonces a Perrin se le ocurrió una idea y, tras dar con Dannil, le ordenó que se relevara a los hombres de la cumbre cada hora y que se asegurara de que todo el mundo tomaba una comida caliente.
—Ocupaos de los hombres y los caballos primero —dijo una voz fina pero firme—. Pero después debéis cuidar de vos mismo. Hay sopa caliente en la olla, y algo que parece pan, y he dejado también un poco de jamón ahumado. Un estómago lleno hará que vuestro aspecto no recuerde tanto a un asesino suelto.
—Gracias, Lini —contestó. ¿Un asesino suelto? Luz, se sentía más como una víctima que como un asesino—. Comeré dentro de un rato.
La primera doncella de Faile era una mujer de apariencia frágil, con la piel como cuero curtido y cabello blanco, recogido en un moño alto, pero mantenía la espalda bien recta y sus oscuros ojos eran penetrantes y vivos. Sin embargo, ahora había arrugas de preocupación en su frente, y sus manos asían la capa con excesiva crispación. Desde luego, estaría preocupada por Faile, pero…
—Maighdin iba con ella —dijo, y no necesitó el gesto de asentimiento de la mujer. Por lo visto, Maighdin estaba siempre con Faile. Un tesoro, era como la había denominado Faile. Y Lini parecía considerarla casi una hija, aunque a veces daba la impresión de que a Maighdin no le gustaba tanto esa relación como a Lini—. Las traeré de vuelta —prometió—. A todas ellas. —La voz casi se le quebró al decir aquello—. Sigue con tu trabajo —añadió bruscamente, con precipitación—. Comeré dentro de un rato. Tengo que ocuparme de… De… —Se alejó sin terminar la frase.
No había nada de lo que tuviera que ocuparse. Nada en lo que pensar, excepto en Faile. Apenas fue consciente de hacia dónde se dirigía hasta que sus pasos lo llevaron fuera del círculo de carretas.
Un centenar de metros más allá de las hileras de caballos estacados, el oscuro pico de un risco pedregoso se alzaba sobre la nieve. Desde allí podría divisar las huellas dejadas por Elyas y los otros. Desde allí, los vería regresar.
Su olfato le advirtió que no se encontraba solo antes de que llegara a la estrecha cresta del risco, le reveló quién estaba allí arriba. El otro hombre no debía de estar atento, porque Perrin llegó a lo alto de la roca antes de que se incorporara bruscamente de donde había permanecido acuclillado sobre los talones. Tallanvor acarició la empuñadura de la larga espada mientras miraba a Perrin con incertidumbre. Era un hombre alto, que había recibido duros golpes en la vida, y por lo general se mostraba muy seguro de sí mismo. Quizás esperaba una reprimenda por no encontrarse con Faile cuando la capturaron, aunque ella había rehusado al espadachín como guardia personal; de hecho había rehusado tener guardia personal. Al menos, aparte de Bain y Chiad, que por lo visto no contaban. O quizá sólo pensaba que le mandaría marcharse de allí, de vuelta a las carretas, para así poder quedarse solo. Perrin intentó dar a su cara un aspecto menos… ¿Cómo había dicho Lini? ¿Asesino suelto? Tallanvor estaba enamorado de Maighdin, y se casaría pronto con ella si las sospechas de Faile eran ciertas. Tenía derecho a estar allí vigilando.