Se quedaron en lo alto del risco mientras la luz del día menguaba sin que nada se moviese en el nevado bosque en todo ese tiempo. La oscuridad llegó sin que hubiese cambios, y sin que Masema apareciera, pero Perrin ni siquiera se acordó de él. La luna creciente se reflejaba en la nieve y daba casi tanta luz como si estuviese llena. Hasta que las nubes empezaron a ocultarla y las sombras proyectadas se desplazaron veloces sobre la nieve, cada vez más espesas. Empezó a nevar en medio de un sonido susurrante, seco. La nieve taparía huellas y rastros. Silenciosos en el frío de la noche, los dos hombres siguieron allí, vigilantes, esperando, confiando.
3
Costumbres
Durante la primera hora tras haber sido capturada y mientras caminaba penosamente a través del bosque nevado, Faile temió congelarse. Las ráfagas de viento eran racheadas, intermitentes. Muy pocos de los dispersos árboles conservaban las hojas, y la mayoría de las que quedaban colgaban mustias, muertas. El viento penetraba en el bosque sin obstáculos y, a pesar de la corta duración de las ráfagas, su soplo era puro hielo. Perrin apenas ocupaba sus pensamientos, excepto con la esperanza de que de algún modo se enterara de los tratos secretos de Masema. Y lo de los Shaido, por supuesto; incluso si era ese pendón de Berelain la única que podía decírselo. Esperaba que la Principal hubiera escapado de la emboscada y le contase todo a Perrin. Y, después, que se cayera a un agujero y se rompiese el cuello. Sin embargo, tenía preocupaciones mucho más apremiantes que su marido. Había sido ella la que había tildado de otoñal el tiempo actual, pero lo cierto es que había gente que moría congelada en un otoño saldaenino; además, de sus ropas lo único que conservaba eran las oscuras medias de lana. Una de ellas le ataba los brazos a la espalda, por los codos, en tanto que la otra la llevaba anudada al cuello, a guisa de traílla. Las palabras valerosas servían de poco abrigo a la piel desnuda. Tenía demasiado frío para sudar, pero las piernas empezaron a dolerle enseguida por el esfuerzo de mantener el paso de sus captores. La columna Shaido, hombres y Doncellas velados, aflojaban el ritmo cuando la nieve les subía hasta las rodillas, pero de inmediato reanudaban un trote regular cuando volvía a bajarles a los tobillos, y no parecían cansarse. Unos caballos no avanzarían más deprisa en largas distancias. Tiritando, siguió adelante con esfuerzo, bregando por inhalar aire entre los dientes, que mantenía prietos para que no le castañetearan.
Los Shaido eran menos numerosos de lo que había calculado durante el ataque, unos ciento cincuenta, creía, y casi todos portaban lanzas o arcos, prestos para usar. La posibilidad de que alguien los pillara por sorpresa era mínima. Siempre alertas, caminaban silenciosamente a excepción del tenue crujido de la nieve bajo sus botas flexibles, altas hasta las rodillas. Pero los tonos verdes, grises y pardos de sus ropas destacaban en la blancura del paisaje. El color verde se había incorporado al cadin’sor desde que cruzaron la Pared del Dragón, le habían contado Bain y Chiad, para facilitar el camuflaje en un entorno verde. ¿Por qué no habrían añadido el blanco, para el invierno? Ahora se los podía divisar a cierta distancia. Faile procuró no pasar ningún detalle por alto, recordar cualquier cosa que pudiera ser de utilidad después, llegado el momento de escapar. Esperaba que sus compañeras prisioneras estuviesen haciendo lo mismo. Perrin habría salido en su busca, sin duda, pero la idea de ser rescatada no entró en sus cálculos en ningún momento. «Espera el rescate y quizás esperarás siempre». Además, tenían que escapar lo más rápidamente posible, antes de que sus captores se reuniesen con el resto de los Shaido. Todavía no sabía cómo, pero tenía que haber algún modo. La única baza a su favor era que el grueso del clan Shaido debía encontrarse a días de distancia. Esa zona de Amadicia era un completo caos, pero no parecía posible que hubiese miles de Shaido demasiado cerca sin que hubiesen tenido noticia de ello.
Una vez, a poco de emprender la marcha, había intentado mirar hacia atrás para ver a las mujeres que habían sido capturadas con ella, pero el único resultado fue acabar de bruces en un banco de nieve. Medio enterrada en el polvo blanco, jadeó, conmocionada por la impresión del frío, y volvió a aspirar aire bruscamente cuando el enorme Shaido que sujetaba la correa la puso de pie. Tan ancho como Perrin y una cabeza más alto que él, Rolan se limitó a agarrarla por el pelo y tirar para incorporarla, tras lo cual la obligó a reanudar la marcha con un enérgico azote en la desnuda nalga y retomó el ritmo de largas zancadas que la forzó a caminar rápidamente. El cachete habría servido para hacer que una yegua se moviera; a despecho de su desnudez, en los azules ojos de Rolan no había nada de la mirada del varón a una mujer. Una parte de ella se alegró profundamente; y otra parte se quedó ligeramente… desconcertada. Ni que decir tiene que no quería que ese Aiel la mirara con lujuria o interés siquiera, ¡pero aquellas miradas apacibles eran casi insultantes! Después de aquello, procuró por todos los medios no caerse, aunque, a medida que pasaban las horas sin hacer un alto en la marcha, mantenerse en pie simplemente fue requiriendo un mayor esfuerzo.
Al principio le preocupó qué partes de su cuerpo se congelarían antes, pero para cuando la mañana hubo dado paso a la tarde sin hacer un alto, su atención se enfocó exclusivamente en sus pies. Rolan y los que marchaban delante de él aplastaban la nieve haciendo una especie de camino, pero aun así quedaban fragmentos de costra helada, de bordes afilados, y Faile empezó a dejar manchas rojas en sus huellas. Peor era el propio frío. Había visto los resultados de la congelación. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los dedos empezaran a ponérsele negros? Tambaleándose, flexionaba los pies al dar los pasos, y no dejaba de abrir y cerrar las manos. Los dedos, tanto de las manos como de los pies, eran los que corrían mayor peligro de congelarse, pero antes o después pasaría lo mismo con la piel desnuda, expuesta a los rigores del frío. En cuanto a la cara y al resto del cuerpo, sólo le cabía esperar que no sufrieran secuelas. Flexionar las extremidades era doloroso y hacía que los cortes en los pies le escocieran, pero cualquier sensación era mejor que no sentir nada. Cuando tal cosa ocurría, entonces es que quedaba poco tiempo de vida. Flexionar y dar un paso, flexionar y dar otro. Ése era el único pensamiento que ocupaba su mente: seguir caminando sobre las piernas temblorosas y evitar que manos y pies se le congelaran. Siguió adelante.
De pronto, chocó bruscamente contra Rolan y rebotó contra su ancho pecho, jadeando. Medio aturdida, si no atontada del todo, no se había dado cuenta de que el Aiel se había parado, al igual que los que lo precedían; en la columna, algunos miraban hacia atrás mientras que el resto vigilaba el entorno con cautela, empuñadas las armas como si esperasen un ataque. Eso fue todo lo que le dio tiempo a ver antes de que Rolan le agarrara un puñado de pelo de nuevo y se agachara para levantarle un pie y examinárselo. ¡Luz, ese hombre la trataba realmente como a una yegua!