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—No tan deprisa; no debes derramar ni una gota —dijo mansamente el hombre de ojos verdes. La mansedumbre no encajaba con aquel rostro fiero, y tampoco con la voz de timbre grave—. Ofendieron tu honor. Pero eres habitante de las tierras húmedas, así que quizá no cuenta en tu caso.

Poco a poco cayó en la cuenta de que aquello no era un sueño. Las ideas fluían en un lento goteo de sombras que se disipaban si intentaba retenerlas con demasiado empeño. El bruto de la túnica blanca era un gai’shain. La traílla y las ataduras habían desaparecido. El hombre soltó su muñeca de los dedos que la sujetaban sin fuerza, pero lo hizo para verter un líquido oscuro del odre que llevaba colgado en el hombro. De la taza salió vapor y aroma a té.

Tiritando tan violentamente que casi se cayó, Faile se ajustó la manta de rayas alrededor del cuerpo. Un intenso dolor en los pies empezó a hacerse patente; de haberlo intentado Faile no habría podido ponerse de pie. Tampoco es que quisiera hacerlo. La manta le cubría todo, salvo los pies, siempre y cuando se mantuviera encogida; si se levantaba dejaría las piernas al aire, y puede que algo más. Sin embargo, era en el calor en lo que pensaba, no en el pudor, aunque era poco lo que le quedaba de ambas cosas. Los dientes del hambre se volvieron más afilados; no podía dejar de tiritar. Se sentía helada por dentro, y el calor del té ya era un recuerdo. Sus músculos parecían masa de pastel cuajada hacía una semana. Deseaba bajar la vista a la taza que se llenaba poco a poco, codiciando el contenido, pero se obligó a buscar a sus compañeras.

Todas estaban en fila junto a ella, Maighdin, Alliandre y todas las demás, desplomadas sobre las rodillas, encima de mantas, tiritando bajo mantas moteadas de copos de nieve. Delante de cada una de ellas había un gai’shain arrodillado, con un odre lleno y una taza, e incluso Bain y Chiad bebían como si estuviesen muertas de sed. Alguien había limpiado la sangre de la cara de Bain; pero, a diferencia de la última vez que Faile las había visto, las dos Doncellas parecían tan demacradas e inestables como las demás. Desde Alliandre hasta Lacile, sus compañeras estaban… ¿Cómo era la frase de Perrin? Ah, sí. Estaban hechas unos zorros. Pero todas seguían vivas, y eso era lo importante. Sólo los vivos podían escapar.

Rolan y los otros algai’d’siswai que se habían encargado de ellas formaban un grupo al otro extremo de la línea de mujeres arrodilladas. Eran cinco hombres y tres mujeres; a las Doncellas el manto de nieve les llegaba casi hasta la rodilla. El velo negro colgaba sobre el torso, y observaban a sus prisioneras y a los gai’shain con gesto impasible. Por un instante, Faile los miró con el entrecejo fruncido, intentando captar algo que se le escapaba. Sí, por supuesto. ¿Qué había sido de los demás? Huir sería más fácil si el resto se había marchado por alguna razón. Y había algo más, otra vaga incógnita que no acababa de pillar.

De repente, lo que había detrás de los ocho Aiel le saltó a la vista, y la pregunta y la respuesta le llegaron al mismo tiempo. ¿De dónde habían salido los gai’shain? A unos cien pasos de distancia, medio velado por los desperdigados árboles y la nieve que caía, fluía un constante río de gente, animales de carga, carros y carretas. Un río no; una riada de Aiel en marcha. En lugar de ciento cincuenta Shaido, ahora tenía que vérselas con todo el clan al completo. Parecía imposible que tanta gente pudiera pasar a un día o dos de marcha de Abila sin levantar cierta alarma, aun contando con la anarquía que reinaba en el campo, pero tenía la prueba delante de sus ojos. Sintió como si le cayese una losa encima. Quizá la huida no fuese más difícil, pero lo dudaba.

—¿Cómo me ofendieron? —preguntó entrecortadamente, y luego cerró la boca con fuerza para que los dientes dejaran de castañetear, aunque volvió a abrirla cuando el gai’shain llevó de nuevo la taza a sus labios. Tragó el precioso calor, se atragantó, y se obligó a beber más despacio. El té estaba tan cargado de miel que en otras circunstancias le habría parecido empalagoso, pero ahora calmó un poco su hambre.

—Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas, no sabéis nada —dijo desdeñoso el hombre de las cicatrices—. Los gai’shain no llevan nada de ropa hasta que se les pueden proporcionar las adecuadas. Pero temían que os congelaseis hasta morir, y lo único que tenían para abrigaros eran sus chaquetas. Se te humilló, al tratarte de débil, si es que los habitantes de las tierras húmedas tenéis orgullo. Rolan y otros muchos del grupo son Mera’din, pero Efalin y los demás deberían haber sabido a qué atenerse. Efalin no debería haberlo permitido.

¿Humillarla? Más bien enfurecerla. Reacia a apartar la cara de la bendita taza, giró los ojos hacia el gigantón que la había transportado como un saco de grano y le había azotado las nalgas sin compasión. Recordó vagamente haber agradecido aquellas fuertes palmadas, pero eso era imposible. ¡Pues claro que era imposible! Rolan no tenía el aspecto de un hombre que hubiese pasado todo un día y parte de la noche trotando, cargado además con el peso de alguien. El aliento de su respiración, que se condensaba al contacto con el aire, salía de su boca de manera regular. ¿Mera’din? Le parecía recordar que eso significaba «sin hermanos» en la Antigua Lengua, lo que no le aclaraba nada, pero había percibido un timbre de desprecio en la voz del gai’shain. Tendría que preguntarles a Bain y Chiad, y esperaba que ésa no fuera una de las cosas sobre las que los Aiel no debían hablar con los habitantes de las tierras húmedas, ni siquiera con los que eran amigos íntimos. Cualquier tipo de información podía ayudar a llevar a buen fin la huida.

De modo que habían abrigado a sus prisioneras para resguardarlas del frío, ¿verdad? Bueno, pues si no hubiese sido por Rolan y los demás, ninguna habría corrido el peligro de congelarse. Aun así, quizá le debiera un pequeño favor. Muy pequeño, considerándolo todo. A lo mejor sólo le cortaba las orejas. Si es que alguna vez tenía ocasión de hacerlo, encontrándose rodeada de miles de Shaido. ¿Miles? El número de Shaido ascendía a cientos de miles, y decenas de miles de ellos eran algai’d’siswai. Furiosa consigo misma, luchó contra la desesperación. Escaparía; todas escaparían, ¡y se llevaría las orejas de ese hombre como trofeo!

—Me ocuparé de que Rolan lo pague como merece —masculló cuando el gai’shain apartó la taza de sus labios para volver a llenarla. El hombre le lanzó una mirada de sospecha, y Faile se apresuró a añadir—: Como bien dices, soy habitante de las tierras húmedas. Casi todas nosotras lo somos. No seguimos el ji’e’toh. Según vuestras costumbres, no se nos debería hacer gai’shain, ¿me equivoco? —La cara surcada de cicatrices del hombre no acusó ningún cambio, ni el más mínimo. En algún rincón de su cerebro se formó el pensamiento de que era demasiado pronto, que todavía no conocía el terreno que pisaba, pero su razonamiento, aún embotado por el frío, no dejó que la idea llegara a su mente para hacerle contener la lengua—. ¿Y si los Shaido deciden romper otras costumbres? Podrían decidir no dejarte marchar cuando hayas cumplido tu tiempo de servicio.

—Los Shaido rompen muchas costumbres —contestó plácidamente él—, pero yo no. Me queda medio año más de vestir de blanco. Hasta entonces, serviré como exige la tradición. Si ya estás en condiciones de hablar tanto, entonces es que has bebido suficiente té.

Faile le cogió la taza torpemente. Las cejas del hombre se enarcaron, y ella se apresuró a ajustarse con una mano la manta que la cubría, sintiendo que las mejillas le ardían. Él sí sabía que estaba mirando a una mujer. ¡Luz, no hacía más que meter la pata, como un buey ciego! Tenía que pensar, que concentrarse. Su cerebro era la única arma con la que contaba. Y, por el momento, más que cerebro parecía que tenía un queso congelado. Bebió el dulce y caliente té mientras se planteaba un nuevo enfoque de la situación y si de algún modo podía sacar ventaja de estar rodeada por miles de Shaido. Sin embargo no se le ocurrió nada. Nada de nada.