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Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo la voz dura de una mujer.

Faile alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente, olvidado por completo el té.

Dos mujeres Aiel, con una gai’shain mucho más baja que ellas en medio, aparecieron en la tormenta de nieve; a pesar de que se hundían casi hasta las pantorrillas en el profundo manto blanco caminaban con pasos firmes y largos. Al menos, las mujeres más altas; la gai’shain tropezaba y se tambaleaba en su afán por no quedarse atrás, y una de las otras la agarraba por el hombro para asegurarse de que fuera así. Las tres justificaban la mirada de hito en hito de Faile. La que vestía de blanco mantenía la cabeza sumisamente agachada, tanto como era posible, y llevaba las manos metidas en las anchas mangas de la túnica, como se suponía que debía hacer una gai’shain, pero sus ropas tenían el lustre de seda gruesa, nada menos. Los gai’shain tenían prohibido lucir joyas, pero un cinturón ancho, de oro y gotas de fuego, le ceñía el talle, y debajo de la capucha se atisbaba un collar a juego que casi le tapaba la garganta. Muy pocas personas, aparte de la realeza, podían permitirse joyas de esa categoría. Sin embargo, por muy extraña que fuese la gai’shain, Faile estudió a las otras. Algo le dijo que eran Sabias. Irradiaban demasiada autoridad para que fueran otra cosa; esas mujeres estaban acostumbradas a mandar y a que se las obedeciera. Pero, aparte de eso, su mera presencia llamaba la atención. La que tiraba de la gai’shain, una águila seria, de ojos azules, con el oscuro chal envuelto en la cabeza, debía de medir su buen metro ochenta, tanto como muchos hombres Aiel, mientras que la otra era al menos ¡medio palmo más alta que Perrin! No obstante, no era corpulenta, salvo en una parte de su anatomía en particular. El cabello rubio rojizo le llegaba hasta la cintura, y lo llevaba retirado de la cara con un ancho pañuelo oscuro, mientras que el chal marrón descansaba sobre sus hombros, abierto lo suficiente para dejar a la vista la mitad de un busto increíblemente opulento asomando por el escote de la blusa blanca. ¿Cómo no se congelaba dejando tanta piel expuesta a los rigores de un tiempo así? ¡Todos aquellos pesados collares de marfil y oro debían de tener el tacto de trozos de hielo!

Cuando se pararon delante de las prisioneras arrodilladas, la mujer de rostro de águila frunció el ceño desaprobadoramente a los Shaido que las habían capturado, e hizo un gesto seco con la mano libre, despidiéndolos. Por alguna razón, siguió asiendo fuertemente el hombro de la gai’shain. Las tres Doncellas dieron media vuelta de inmediato y corrieron a unirse a la riada de Shaido que avanzaba por el bosque. También lo hizo uno de los hombres, pero Rolan y los demás intercambiaron una mirada desabrida antes de seguirlos. Tal vez significaba algo o tal vez no. De repente Faile supo cómo se sentía una persona atrapada en un remolino, aferrándose desesperadamente a la esperanza.

—Lo que tenemos son más gai’shain para Sevanna —dijo la mujer increíblemente alta en un tono de sorna. Algunos habrían considerado bonito su rostro de rasgos firmes, si bien en comparación con la otra Sabia parecían blandos—. Sevanna no se sentirá satisfecha hasta que él mundo entero sea gai’shain, Therava. Tampoco es que me oponga a ello —acabó con una risa.

La Sabia de ojos de águila no rió. Su expresión era pétrea. Su voz sonó pétrea.

—Sevanna ya tiene demasiados gai’shain, Someryn. Tenemos demasiados gai’shain. Nos retrasan la marcha, obligándonos a ir despacio cuando deberíamos correr. —Su mirada acerada recorrió la línea de mujeres arrodilladas.

Faile se encogió cuando aquellos ojos se detuvieron en ella, y se apresuró a inclinar la cara sobre la taza. Jamás había visto a Therava, pero sólo con aquella mirada supo la clase de mujer que era: ansiosa de aplastar rotunda y totalmente cualquier desafío y capaz de ver un desafío hasta en una mirada casual. Bastante malo era ya cuando la mujer en cuestión era sólo una estúpida noble o alguien con quien se topaba uno en la calzada, pero escapar se convertiría en algo casi imposible si esa águila se interesaba personalmente en ella. De todos modos, la observó por el rabillo del ojo. Era como observar una serpiente coralillo, con las escamas brillando al sol, enroscada a un palmo de su cara.

«Sumisa —pensó—. Estoy arrodillada sumisamente, sin pensar en otra cosa que en beberme el té. No es necesario que me mires con atención, bruja de ojos fríos». Esperaba que las demás hubiesen advertido lo mismo que ella.

Alliandre no lo había hecho, obviamente. Intentó incorporarse sobre los hinchados pies, se tambaleó y volvió a caer de rodillas con un gesto de dolor. Aun así, adoptó una postura erguida, alta la cabeza, envuelta en la manta de rayas rojas como si fuera un chal de seda o una espléndida vestidura. Las piernas desnudas y el cabello alborotado por el aire estropeaban en cierto modo su porte, pero pese a ello seguía siendo la encarnación de la arrogancia sobre un pedestal.

—Soy Alliandre Maritha Kigarin, reina de Ghealdan —anunció en voz alta, como una soberana dirigiéndose a unos rufianes vagabundos—. Sería aconsejable que nos trataseis bien a mí y a mis compañeras, y que castigaseis a quienes se han comportando con tanta grosería y rudeza. Podéis conseguir un buen rescate por nosotras, más de lo que podáis imaginar, y el perdón por vuestros delitos. Mi señora y yo necesitaremos hospedaje adecuado para nosotras y para su doncella hasta que puedan hacerse los arreglos oportunos. Unos alojamientos más corrientes servirán para las demás, siempre y cuando no se les haga daño alguno. No pagaré rescate si tratáis mal a cualquiera de las criadas de mi señora.

Faile habría gemido —¿es que esa estúpida mujer pensaba que estas personas eran simples bandidos?—, sólo que no tuvo tiempo.

—¿Es eso cierto, Galina? ¿Es una reina de las tierras húmedas?

Otra mujer había salido de los árboles por detrás de las prisioneras, montada a caballo, un castrado negro de gran alzada. Faile pensó que debía de ser Aiel, pero no lo tenía muy claro. Resultaba difícil asegurarlo cuando la mujer iba a caballo, pero parecía al menos tan alta como ella, y pocas mujeres lo eran salvo entre las Aiel, ciertamente no con aquellos ojos verdes y la tez tostada por el sol. Y, sin embargo… A primera vista, la ancha falda, de color oscuro era muy semejante a las de las otras Aiel, sólo que estaba dividida para cabalgar a horcajadas y parecía de seda, igual que la blusa de color crema; y por el repulgo asomaban botas rojas, apoyadas en los estribos. El ancho pañuelo doblado que le sujetaba el cabello, largo y dorado, también era de seda roja brocada, y un aro de oro, del grosor de un pulgar y adornado con gotas de fuego, se ceñía sobre el pañuelo. En contraste con las joyas de oro trabajado y marfil tallado de las Sabias, los collares de gruesas perlas, esmeraldas, zafiros y rubíes medio ocultaban casi tanto busto como la tal Someryn exhibía. Los brazaletes casi le llegaban hasta los codos y se distinguían de los de las Sabias por la misma razón que los collares; y las Aiel no llevaban anillos, pero las piedras preciosas resplandecían en todos sus dedos. En lugar de un chal oscuro, una capa de intenso color carmesí, orlada con bordados de oro y forrada con piel blanca, ondeaba sobre sus hombros con el soplo del aire. No obstante, montaba con la torpeza propia de una Aiel.