Faile se centró en su té mientras su cerebro discurría a marchas forzadas. El brillo de oro en el dedo de Galina era un anillo de la Gran Serpiente. Habría deducido que se trataba de un extraño regalo que le había hecho la misma persona que le dio las otras joyas de no ser por la Curación. Galina era Aes Sedai. Tenía que serlo. Mas ¿qué hacía allí una Aes Sedai, con ropas de gai’shain? ¡Por no mencionar su aparente buena disposición a lamer la mano de Sevanna y besar los pies de Therava! ¡Una Aes Sedai!
De pie ante una desmadejada Airela, la última de la fila, Galina jadeaba ligeramente por el esfuerzo de Curar a tantas en tan corto espacio de tiempo, y volvió los ojos hacia Therava como si esperase de ella una palabra de elogio. Sin molestarse siquiera en mirarla, las dos Sabias se encaminaron hacia la larga procesión de Shaido, con las cabezas juntas, hablando. Al cabo de un momento, la Aes Sedai frunció el ceño, se remangó la túnica y fue en pos de ellas tan deprisa como se lo permitía el profundo manto de nieve. Sin embargo, miró hacia atrás más de una vez. Faile tuvo la sensación de que siguió haciéndolo después de que la copiosa nevada interpusiera una cortina entre ellas.
Más gai’shain aparecieron caminando en dirección contraria, alrededor de una docena de hombres y mujeres, y sólo una era Aiel, una pelirroja larguirucha con una fina cicatriz blanquecina que le surcaba la cara desde el nacimiento del pelo hasta la mandíbula. Faile identificó cairhieninos bajos y de tez pálida, y otros que parecían ser amadicienses y altaraneses, más altos y de piel más morena, e incluso una domani de tez cobriza. La domani y una de las otras mujeres llevaban anchos cinturones de cadenas de oro ceñidos a la cintura, y collares de los mismos eslabones planos alrededor del cuello. ¡Y también uno de los hombres! En cualquier caso, las joyas de los gai’shain carecían de importancia, salvo como una curiosidad, sobre todo a la vista de la comida y las ropas que portaban.
Algunos de los recién llegados acarreaban cestos con hogazas de pan, queso amarillo y carne seca, y los gai’shain que ya estaban allí, con los odres llenos de té, les proporcionaron bebida para pasarlo. Faile no fue la única que engulló la comida con increíble ansiedad incluso mientras se vestía, torpemente y más preocupada por hacerlo deprisa que por la modestia. La túnica blanca con capucha y las dos vestiduras interiores de gruesa tela le parecieron maravillosamente cálidas, al igual que las medias de lana y las flexibles botas Aiel que le llegaban hasta la rodilla —¡hasta las botas eran de color blanco!—, pero no llenaban el agujero que parecía tener el estómago. La carne era correosa como cuero, el queso estaba casi tan duro como una piedra, y el pan no le andaba muy lejos, ¡pero le parecían un festín! La boca se le hacía agua con cada bocado.
Sin dejar de masticar un trozo de queso, acabó de atar la última lazada de la segunda bota y se puso erguida, alisándose la túnica. Mientras Faile cogía otro trozo de pan, una de las gai’shain que llevaba adornos de oro, una mujer rellenita, poco agraciada y de mirada cautelosa, sacó otro cinturón de oro de una talega que llevaba colgada en el hombro. Faile se tragó deprisa lo que tenía en la boca y retrocedió un paso.
—Prefiero no ponerme eso, gracias. —Tuvo la abrumadora sensación de haber cometido un error al desestimar aquellos adornos como algo sin importancia.
—Lo que tú quieras no cuenta —repuso la mujer rellenita, en tono cansado. Su acento era amadiciense, y culto—. Ahora sirves a lady Sevanna. Te pondrás lo que se te dé y harás lo que se te diga, o serás castigada hasta que comprendas el error de tu actitud.
A unos pasos de distancia, Maighdin rechazaba a la domani, resistiéndose a que le pusiera el collar, en tanto que Alliandre retrocedía para retirarse del hombre que lucía las cadenas de oro, el cual le tendía uno de esos cinturones. Por suerte, también las dos la miraban a ella. A lo mejor aquella tanda de varazos en el bosque había servido de algo.
Tras soltar el aire con fuerza, Faile les hizo un gesto de asentimiento y después permitió que la regordeta gai’shain le ciñese el cinturón. Con su ejemplo, las otras dos bajaron las manos. Aquella última rendición pareció ser más de lo que Alliandre podía soportar, y se quedó mirando al vacío mientras le ponían cinturón y collar. Maighdin intentó traspasar con la mirada a la delgada domani. Faile trató de sonreír para infundirles ánimo, pero esbozar una sonrisa no era nada fácil. Para ella, el chasquido seco del cierre del collar sonó como la puerta de una prisión al cerrarse. Tanto el cinturón como el collar podían quitarse tan fácilmente como se habían puesto, pero los gai’shain al servicio de «lady Sevanna» estarían bajo una estrecha vigilancia. Los desastres se habían sucedido uno tras otro; por fuerza las cosas tenían que mejorar de ahora en adelante. Por fuerza.
Poco después, Faile caminaba trabajosamente a través de la nieve, sintiendo las piernas temblorosas, junto a una Alliandre de mirada apagada y una Maighdin ceñuda, rodeadas de gai’shain que conducían animales de carga o transportaban a la espalda grandes cestos cubiertos o tiraban de carretillas, con las ruedas montadas sobre deslizadores de madera. Los carros y las carretas también llevaban puestos deslizadores, mientras que las ruedas desmontadas iban atadas sobre la carga. La nieve sería algo nuevo para los Shaido, pero ya habían aprendido algo sobre cómo viajar por ella. Ni Faile ni las otras dos cargaban bultos, aunque la amadiciense regordeta les dejó claro que a partir del día siguiente y en adelante tendrían que hacerlo. Fuese cual fuese el número de Shaido que formaban la columna, parecía que toda una ciudad, si no una nación, se había puesto en movimiento. Los niños, hasta una edad de doce o trece años, iban montados en las carretas, pero aparte de ellos todo el mundo iba a pie. La totalidad de los hombres vestía cadin’sor, pero el atuendo de la mayoría de las mujeres se componía de falda, blusa y chal, como las Sabias, y la mayoría de los varones portaba una única lanza o ninguna arma, y parecían más blandos que los otros, entendiéndose por blandos que eran piedras menos duras que el granito.
Para cuando la amadiciense se hubo marchado, sin darles su nombre y sin decir nada aparte de que obedecieran o serían castigadas, Faile cayó en la cuenta de que había perdido de vista a Bain y a las otras tras la espesa cortina de blancos copos. Nadie le había ordenado que se situara en una posición en particular, de modo que caminó cansinamente atrás y adelante por la columna, acompañada por Alliandre y Maighdin. Llevar las manos cruzadas y metidas en las mangas hacía que caminar resultara dificultoso, sobre todo sobre la nieve, pero al menos así las conservaba calientes. Al menos todo lo calientes que cabía esperarse en las circunstancias actuales. El viento se ocupaba de que mantuvieran la capucha bien echada. A despecho de los cinturones dorados —una señal identificativa— ni gai’shain ni Shaido las miraban más que de pasada. Sin embargo, a pesar de cruzar la columna una docena de veces o más, la búsqueda resultó infructuosa. Había personas con las ropas blancas por todas partes, más que sin ellas, y cualquiera de aquellas profundas capuchas podía ocultar la cara de una de sus compañeras.