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Cuando hubo acabado, las otras discutieron el asunto durante un rato, lo que sólo podía significar que Saerin no tenía claro qué decisión tomar. Yukiri insistió en entregar inmediatamente a Zerah y a sus cómplices a la ley, si es que podían hacerlo sin poner al descubierto su propia situación con Talene. Pevara argumentó a favor de utilizar a las rebeldes, aunque sin demasiado entusiasmo; la discordia que habían sembrado se centraba en repugnantes historias concernientes al Ajah Rojo y falsos Dragones. Doesine parecía sugerir que raptasen a todas las hermanas de la Torre y las obligaran a prestar el juramento extra, pero las otras tres apenas le prestaban atención.

Seaine no tomó parte en la discusión. Su reacción al aprieto en el que estaban fue la única posible, pensó. Tambaleándose, fue hacia un rincón y vomitó ruidosamente.

Elayne intentó no rechinar los dientes. Fuera, otra ventisca azotaba Caemlyn, oscureciendo el cielo de mediodía de tal manera que hubo que encender todas las lámparas de las paredes de la sala de estar.

Fuertes ráfagas de aire sacudían los cristales de las ventanas en arco. Los relámpagos alumbraban el exterior y los truenos retumbaban en lo alto. Una tormenta de nieve, la peor borrasca de invierno, la más violenta. En la sala no hacía frío precisamente, pero… Con las manos extendidas delante de los chisporroteantes leños del ancho hogar de mármol, aún podía sentir el helor traspasando las alfombras que cubrían el suelo, y también a través de sus escarpines de grueso terciopelo. El ancho cuello y los puños de piel de zorro negro que adornaban su vestido rojo y blanco eran bonitos, pero no estaba segura de que le procurasen mucho más calor que las perlas de las mangas. Rehusar que el frío la afectase no significaba que no fuese consciente de él.

¿Dónde se habría metido Nynaeve? ¿Y Vandene? Sus pensamientos bramaban como la tormenta en el exterior.

«¡Ya deberían estar aquí! ¡Luz! Yo deseando ser capaz de aguantar sin dormir, ¡y ellas tomándoselo con toda la calma del mundo!» No, eso era injusto. Habían pasado sólo cinco días desde su reclamación formal al Trono del León, y para ella todo lo demás tenía que quedar en un segundo plano de momento. Nynaeve y Vandene tenían otras prioridades; otras responsabilidades, a su modo de entender. Nynaeve estaba muy ocupada con Reanne y las demás componentes del Círculo de Labores de Punto para encontrar un modo de sacar a las Allegadas de las tierras controladas por los seanchan antes de que éstos las descubrieran y les pusieran el collar. Las Allegadas eran expertas en pasar inadvertidas, pero los seanchan no las dejarían en paz por ser espontáneas, como las Aes Sedai habían hecho siempre. Aparentemente, Vandene seguía conmocionada por la muerte de su hermana, apenas comía y no estaba en condiciones de dar consejos de ninguna clase. Lo de «comer apenas», era apropiado, pero descubrir a la asesina de su hermana la obsesionaba. Se suponía que caminaba por los pasillos sumida en el dolor a horas intempestivas, si bien en realidad buscaba el rastro de la Amiga Siniestra infiltrada entre ellas. Tres días antes, la mera idea habría hecho temblar a Elayne; ahora, era un peligro más entre muchos otros. Más próximo que la mayoría, cierto, pero no el único.

Se estaban ocupando de tareas importantes, aprobadas y respaldadas por Egwene, pero Elayne seguía deseando que se diesen prisa aunque pensar así fuese egoísta por su parte. Vandene era una excelente consejera, con la ventaja de su larga experiencia y sus conocimientos, y los años que Nynaeve había pasado tratando con el Consejo del Pueblo y el Círculo de Mujeres en Campo de Emond habían desarrollado en ella una gran intuición en asuntos de política, por mucho que la antigua Zahorí lo negase. «¡Demonios, tengo cientos de problemas, algunos aquí mismo, en palacio, y las necesito!» Si las cosas salían como quería, Nynaeve al’Meara se convertiría en la consejera Aes Sedai de la próxima reina de Andor. Necesitaba toda la ayuda que pudiera tener; ayuda de personas que gozaran de su confianza.

Serenando el gesto, se volvió de espaldas al crepitante fuego. Trece sillones de respaldo alto, de talla sencilla aunque realizada con pericia, formaban una herradura delante de la chimenea. Paradójicamente, el lugar de honor, donde la reina se sentaría si recibía allí, era el más alejado del calor del hogar. O del supuesto calor; porque, aunque la espalda empezó a calentársele inmediatamente, también el frío se dejó sentir enseguida por delante. Fuera, la nieva caía, el trueno retumbaba y el relámpago relumbraba. Igual que dentro de su cabeza. Calma. Una dirigente necesitaba tener tanta calma como una Aes Sedai.

—Hay que recurrir a los mercenarios —dijo, sin poder evitar que en su voz sonase una nota de pesar.

Los mesnaderos de sus heredades empezarían a llegar en el transcurso de un mes, en cuanto se enteraran de que seguía viva, pero ya habría entrado la primavera para cuando se hubiese reunido un número de hombres significativo, y los que Birgitte estaba reclutando necesitarían medio año o más para ser capaces de cabalgar y empuñar una espada al mismo tiempo.

—Y a Cazadores del Cuerno, si es que hay alguno que quiera firmar y jurar lealtad —añadió. Había muchos, tanto de los unos como de los otros, atrapados en Caemlyn por culpa del mal tiempo. Demasiados, a juicio de la mayoría de la gente, jaraneando, armando camorra y molestando a las mujeres que no querían tener nada que ver con sus atenciones. Al menos los tendría ocupados en algo provechoso, en poner fin a problemas en lugar de ocasionarlos. Ojalá no pensara que aún intentaba convencerse a sí misma de eso—. Será costoso, pero las arcas cubrirán el gasto. —Al menos durante un tiempo. No estaría de más empezar a recibir pronto ingresos de sus heredades.

Maravilla de maravillas, las dos mujeres que se encontraban de pie ante ella reaccionaron de un modo muy parecido.

Dyelin soltó un gruñido irritado. En el alto cuello de su vestido verde llevaba prendido un alfiler de plata, grande y redondo —labrado con el Búho y el Roble, emblema de la casa Taravin—, la única joya que lucía. Una exhibición de orgullo —quizá demasiado— por su casa; la Cabeza Insigne de la casa Taravin era una mujer absolutamente orgullosa. Hebras grises le surcaban el cabello dorado y unas finas arrugas se marcaban en el rabillo de sus ojos, pero su rostro era firme y su mirada penetrante. Tenía una mente agudísima, como el filo de una navaja de afeitar. O quizá de una espada. Era una mujer franca, o eso parecía, que no se guardaba sus opiniones.

—Los mercenarios conocen bien su trabajo —dijo, displicente—, pero son difíciles de controlar, Elayne. Cuando necesitas el toque ligero de una pluma, es probable que sean como un martillo, y cuando necesitas un martillo seguramente están en cualquier otra parte, y robando por si fuera poco. Son leales al oro, y sólo hasta que el oro dure. Eso, si no traicionan antes por más oro. A buen seguro que en esta ocasión lady Birgitte estará de acuerdo conmigo.

Cruzada de brazos y con los pies bien plantados, Birgitte torció el gesto, como hacía siempre cuando alguien utilizaba su nuevo título. Elayne le había concedido un predio tan pronto como llegaron a Caemlyn, donde podía registrarse a su nombre. En privado, Birgitte rezongaba constantemente por ello, y por el otro cambio que había sufrido su vida. Los pantalones azul celeste tenían el mismo corte que los que llevaba habitualmente, anchos y ajustados a los tobillos, pero la chaqueta corta, de color rojo, tenía cuello alto y puños blancos, ribeteados con trencilla dorada. Era lady Birgitte Trahelion y capitán general de la Guardia Real, y podía rezongar y quejarse todo lo que quisiera, siempre y cuando lo hiciera en privado.

—Lo estoy —gruñó de mala gana, y lanzó una mirada, no tan de soslayo, a Dyelin. El vínculo de Guardián le transmitió a Elayne lo que había estado percibiendo durante toda la mañana: frustración, irritación, determinación. Sin embargo, parte de aquello podría ser un reflejo de sí misma. Desde la vinculación, la una era el reflejo de la otra en un modo realmente sorprendente, tanto en lo emocional como en otras cosas. ¡Vaya, pero si hasta sus maldiciones habían cambiado para ser más acordes con las de la otra mujer!