—Rosene va a traer comida caliente —dijo Berelain—. Me temo que sólo hay guiso de carnero, pero le dije que pusiera cantidad suficiente para tres hombres. —Vaciló, y él oyó sus escarpines moviéndose con inquietud en las alfombras. La oyó suspirar suavemente—. Perrin, sé que lo estás pasando muy mal. Hay cosas que quizá desees decir que no puedes hablar con otro hombre. Y no te imagino llorando en el hombro de Lini, así que te ofrezco el mío. Podemos hacer una tregua hasta que se encuentre a Faile.
—¿Una tregua? —repitió mientras se agachaba con cuidado para meterse una bota; con cuidado para no irse de bruces al suelo. Los gruesos calcetines de lana y las gruesas suelas de cuero harían entrar en calor sus pies muy pronto—. ¿Por qué necesitamos una tregua?
Ella guardó silencio mientras Perrin se ponía la otra bota y doblaba la vuelta por debajo de la rodilla; siguió sin hablar hasta que él se hubo atado los lazos de la camisa y metió los faldones por la cintura del pantalón.
—Muy bien, Perrin. Si quieres que sea así, así será.
Significara lo que significara tal cosa, lo dijo con gran determinación. De repente Perrin se preguntó si su olfato le fallaba. ¡La mujer olía a ofendida, nada menos! Pero, cuando la miró exhibía una débil sonrisa. Por otro lado, aquellos ojos enormes tenían un brillo de ira.
—Los hombres del Profeta empezaron a llegar antes de que amaneciese —siguió Berelain en un tono enérgico—, pero, que yo sepa, él no ha llegado todavía. Antes de que lo veas de nuevo…
—¿Que «empezaron» a llegar? —la interrumpió—. Masema accedió a traer sólo una guardia de honor, cien hombres.
—Accediera a lo que accediese, había tres o cuatro mil hombres la última vez que miré, un ejército de rufianes, todos los que hubiera en kilómetros a la redonda capacitados para empuñar una lanza, al parecer. Y siguen llegando más de todas direcciones.
Perrin se puso la chaqueta a toda prisa y se abrochó el cinturón sobre la prenda, colocando el peso del hacha a la altura de la cadera. Siempre parecía más pesada de lo que debería.
—¡Eso ya lo veremos! ¡Así me abrase, no permitiré que nos enjarete sus sabandijas asesinas!
—Sus sabandijas son una simple molestia comparadas con él. El peligro radica en Masema. —Su voz era fría, pero un miedo firmemente controlado se filtraba en su aroma. Siempre ocurría cuando hablaba de Masema—. Las hermanas y las Sabias tienen razón en eso. Si necesitas más pruebas que las que tienes ante tus propios ojos, además se ha estado reuniendo con los seanchan.
Aquello fue un mazazo, sobre todo después de la información de Balwer sobre los combates en Altara.
—¿Cómo lo sabes? —demandó—. ¿Por tus husmeadores?
Berelain tenía dos que había traído de Mayene, y los enviaba a descubrir lo que pudieran en todas las ciudades y pueblos por los que pasaban. Entre los dos nunca se enteraban de tanto como Balwer. Al menos, según lo que ella le contaba. Berelain sacudió ligeramente la cabeza, con pesar.
—No. Lo he sabido por los… partidarios de Faile. Tres de ellos nos encontraron justo antes de que los Aiel atacaran. Habían hablado con hombres que habían visto aterrizar a una enorme criatura voladora. —Tembló un poco ostentosamente, pero por su olor la reacción era real. Y no era de sorprender. Él había visto algunas de esas bestias en una ocasión, y parecían más Engendros de la Sombra que los propios trollocs—. Una criatura que transportaba una pasajera. La siguieron hasta Abila, hasta Masema. No creo que fuese un primer encuentro. Sonaba a algo conocido, llevado a cabo con anterioridad.
De repente sus labios se curvaron en una sonrisa ligeramente burlona, coqueta. Esta vez, su olor coincidía con su expresión.
—No fue muy amable de tu parte hacerme creer que esa pasa seca de tu secretario descubría más cosas que mis husmeadores, cuando contabas con dos docenas de informadores que se hacían pasar por seguidores de Faile. He de admitir que me engañaste. Siempre hay sorpresas nuevas en ti. ¿Por qué ese gesto de sobresalto? ¿De verdad pensabas que podías confiar en Masema después de todo lo que hemos visto y oído?
La expresión de Perrin no tenía que ver con Masema. Esa noticia podía significar mucho o no tener la menor importancia. A lo mejor el hombre pensaba que también podía atraer a los seanchan a las filas del lord Dragón. Estaba lo bastante loco para eso. Sin embargo… ¿Faile tenía a esos necios trabajando como espías? ¿Entrando subrepticiamente en Abila? Y sólo la Luz sabía dónde más. Claro que ella siempre decía que el espionaje era el trabajo de la esposa, pero prestar atención a las hablillas de palacio era una cosa, y esto otra muy distinta. Al menos podría habérselo contado. ¿O no le había dicho nada porque sus seguidores no eran los únicos que metían la nariz donde no debían? Eso sería muy propio de Faile. Su mujer tenía realmente el espíritu de un halcón. Podría parecerle divertido espiar ella misma. No, no iba a enfadarse con ella, ahora no. Luz, seguro que le parecería divertido hacer algo así.
—Me alegra ver que puedes ser discreto —murmuró Berelain—. No lo habría imaginado en ti, con tu forma de ser, pero la discreción puede ser algo bueno. Especialmente ahora. A mis hombres no los mataron Aiel, a menos que los Aiel hayan cambiado sus costumbres y utilicen ballestas y hachas.
Perrin alzó bruscamente la cabeza y, a despecho de sus buenas intenciones, le lanzó una mirada feroz.
—¿Te acabas de acordar de ese detalle? ¿Hay algo más que se te haya pasado por alto contarme, cualquier cosa que se te haya ido de la cabeza?
—¿Cómo puedes dudar de mi sinceridad? —dijo casi riéndose—. Tendría que desnudarme para revelarte más de lo que ya te he revelado. —Extendió los brazos hacia los lados y se retorció ligeramente, cual una serpiente, como para demostrarlo.
Perrin gruñó, asqueado. Faile había desaparecido, sólo la Luz sabía si seguía viva —¡Luz, que siguiese viva!—, y Berelain elegía ese momento para exhibirse más que nunca. Mas, era quien era. Debería sentirse agradecido de que hubiese guardado un comportamiento decente mientras él se vestía.
Mirándolo pensativamente, Berelain pasó la yema del dedo a lo largo del labio inferior.
—Pese a lo que puedas haber oído contar, has sido sólo el tercer hombre que se ha acostado en mi cama.
Sus ojos… humeaban. Y, no obstante, a juzgar por su actitud podría haber dicho que era el tercer hombre con el que había hablado ese día. Su olor… La única idea que le venía a la cabeza era un lobo mirando a un ciervo atrapado entre las zarzas.
—Los otros dos —continuó la Principal— fueron por motivos políticos. Lo tuyo será por placer. En más de un sentido —acabó con un inusitado dejo mordiente.
Justo en ese momento Rosene entró en la tienda, junto a una ráfaga de aire helado; llevaba la capa azul echada hacia atrás y traía una bandeja ovalada de plata, cubierta con un paño de lino blanco. Perrin cerró la boca de golpe, rogando porque la sirvienta no hubiese oído nada. Berelain sonreía como si no le importase. La fornida mujer soltó la bandeja en la mesa más grande, y a continuación extendió la falda a rayas azules y doradas en una profunda reverencia a la Principal, y otra, más breve, dirigida a él. Sus oscuros ojos se detuvieron unos instantes en Perrin y sonrió, tan complacida como su señora, antes de cerrarse la capa y salir apresuradamente obedeciendo a un gesto rápido de Berelain. Lo había oído, vaya que sí. De la bandeja salía un olor a estofado de carnero y vino con especias que provocó nuevos ruidos en el estómago de Perrin, pero éste no se habría quedado a comer aunque hubiese tenido rotas las piernas.