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Se echó la capa sobre los hombros y salió mientras se ponía los guanteletes. Al tiempo que caminaba sobre la blanda nieve vio que un espeso manto de nubes ocultaba el sol, pero habían pasado algunas horas desde el amanecer, a juzgar por la luz. Se habían practicado caminos aplastando la nieve caída, pero los blancos copos que caían del cielo se apilaban en las ramas desnudas de los árboles caducos y ponían una nueva capa en las especies perennes. La tormenta no había llegado a su fin, ni mucho menos. Luz, ¿cómo podía esa mujer hablarle así? ¿Por qué hablaba así, precisamente ahora?

—Recuerda —dijo Berelain a su espalda, sin hacer el menor esfuerzo por bajar el tono de la voz—. Discreción.

Perrin se encogió y apretó el paso. Se había alejado varios metros de la gran tienda de rayas cuando cayó en la cuenta de que había olvidado preguntar la ubicación de los hombres de Masema. A su alrededor, los soldados de la Guardia Alada, armados y con las capas puestas, se calentaban junto a las hogueras, muy cerca de sus monturas, ya ensilladas y estacadas en rectas hileras. También sus lanzas estaban a mano, formando conos de puntas aceradas y cintas rojas ondeando al viento. A pesar de los árboles, podría haberse trazado una línea recta en cualquier fila de las lumbres, las cuales eran tan semejantes en tamaño entre sí como era humanamente posible hacerlo. Los carros de suministros que habían adquirido en su camino hacia el sur estaban todos cargados, los caballos de tiro equipados con los arreos, y también situados en hileras muy rectas.

Los árboles no ocultaban del todo la cima de la colina. Hombres de Dos Ríos seguían montando guardia allí arriba, pero las tiendas habían sido desmontadas, y Perrin divisó los caballos albardones ya cargados. También le pareció atisbar una chaqueta negra; uno de los Asha’man, aunque no alcanzó a distinguir cuál de ellos. Entre los ghealdanos, grupos de hombres contemplaban fijamente la cumbre de la colina, pero aun así parecían estar tan preparados como los mayenienses. Los dos campamentos habían sido dispuestos casi con idéntica precisión. Sin embargo, no había señal por ninguna parte de que miles de hombres estuviesen agrupándose, ninguna franja ancha de nieve pisoteada que pudiera seguirse. En realidad, no se veía una sola huella entre los tres campamentos. Si Annoura se encontraba con las Sabias, entonces es que llevaba mucho tiempo en lo alto de la colina. ¿De qué estarían hablando? Probablemente de cómo matar a Masema sin que pudiera descubrirse que eran las responsables. Echó una ojeada a la tienda de Berelain, pero la idea de regresar allí, con ella, le erizaba el pelo de la nuca.

A corta distancia de la tienda de rayas seguía montada otra de menor tamaño perteneciente a las dos sirvientas de Berelain. A pesar de que seguía nevando, Rosene y Nana se encontraban sentadas fuera en unas banquetas plegables, abrigadas con su capa, la capucha echada, y calentándose las manos en una lumbre pequeña. Parecidas como dos gotas de agua, ninguna de ellas era bonita, pero tenían compañía; seguramente ésa era la razón de que no estuviesen dentro, junto a un brasero. Sin duda Berelain insistía en que sus criadas guardasen un comportamiento más decoroso que el que ella tenía. Normalmente, los husmeadores de la Principal rara vez hablaban más de tres palabras seguidas, al menos en presencia de Perrin, pero ahora sostenían con Rosene y Nana una charla animada, salpicada de risas. Con sus ropas corrientes, los dos tipos resultaban tan anodinos que nadie repararía en ellos si tropezaba con uno en la calle. Perrin aún no tenía muy claro quién era Santes y quién Gendar. Un cazo pequeño, retirado a un lado de la lumbre, olía a estofado de carnero; Perrin intentó no prestar atención, pero a pesar de ello su estómago volvió a hacer ruidos.

La charla cesó cuando Perrin se encaminó hacia ellos y, antes de que llegase a la lumbre, las miradas de Santes y Gendar fueron de él a la tienda de Berelain, los rostros totalmente inexpresivos. Después se arrebujaron en su capa y se marcharon, evitando sus ojos. Rosene y Nana también miraron a Perrin y después hacia la tienda; rieron disimuladamente tras las manos. Perrin no supo si enrojecer o ponerse a dar gritos.

—¿Sabéis por casualidad dónde se están reuniendo los hombres del Profeta? —preguntó. Mantener un tono de voz desapasionado resultaba duro viendo las cejas enarcadas y las sonrisas de las dos mujeres—. Vuestra señora olvidó decirme el lugar exacto.

La pareja intercambió una mirada, oculta bajo las capuchas, y volvió a reír tapándose la boca con las manos. Perrin se preguntó si serían estúpidas, pero dudaba que Berelain soportara gente boba cerca de ella mucho tiempo.

Tras muchas risitas disimuladas, intercalando ojeadas hacia él, a la tienda de Berelain y entre ellas, Nana respondió que no estaba muy segura pero que creía que era en aquella dirección al tiempo que agitaba la mano vagamente hacia el sudoeste. Rosene añadió que había oído decir a su señora que se encontraban a unos tres kilómetros. O tal vez a unos cinco. Seguían riendo tontamente cuando Perrin se alejó. A lo mejor eran tontas de verdad.

Caminó cansinamente alrededor de la colina, pensando qué tenía que hacer. La profundidad del manto blanco por el que tuvo que avanzar, una vez que dejó atrás el campo mayeniense, no contribuyó precisamente a mejorar su malhumor. Y tampoco la decisión a la que llegó. Y había empeorado cuando alcanzó el campamento de su propia gente.

Todo se había hecho conforme a sus órdenes. Los cairhieninos, abrigados con las capas, se encontraban sentados en las carretas cargadas, con las riendas sujetas alrededor de la muñeca o pilladas bajo la cadera, y otras figuras de estatura baja se movían a lo largo de las hileras de remonta, tranquilizando a los caballos sujetos a ronzales. Los hombres de Dos Ríos que no se hallaban en la colina estaban en cuclillas alrededor de docenas de lumbres pequeñas repartidas entre los árboles, vestidos para cabalgar y sujetando las riendas de sus monturas. Nada de filas ordenadas, no como entre los soldados de los otros campamentos, pero se habían enfrentado a trollocs y a Aiel. Todos llevaban el arco colgado de través a la espalda, y la aljaba en la cadera, a veces equilibrando su peso con una espada, ya fuese larga o corta. Sorprendentemente, Grady estaba junto a una de las lumbres. Los dos Asha’man solían mantenerse apartados de los demás hombres, y viceversa. Nadie hablaba, simplemente se concentraban en mantenerse calientes. Los rostros sombríos revelaron a Perrin que Jondyn no había regresado aún, ni Gaul, ni Elyas ni ningún otro. Todavía quedaba una posibilidad de que la trajeran de vuelta. O, al menos, que descubrieran dónde la tenían retenida. Durante un tiempo pareció que aquéllas serían las dos últimas buenas ideas que iba a tener el resto del día. El Águila Roja de Manetheren y su propia bandera del Lobo Rojo colgaban flojamente bajo la nevada, en dos astiles apoyados contra un carro.

Había planeado utilizar aquellos dos estandartes con Masema del mismo modo que había hecho para bajar al sur, ocultando su intención tras lo obvio. Si un hombre estaba lo bastante loco para intentar reclamar la antigua gloria de Manetheren, nadie le prestaría atención; y por la mera razón de que marchaba con un pequeño ejército, siempre y cuando no remoloneara, la gente se sentía tan complacida de ver alejarse a un loco que no se molestaba en intentar detenerlo. Ya había suficientes problemas en el país para buscarse otros sin necesidad. Que luchasen otros, y sangraran y perdiesen hombres que harían falta cuando llegase el momento de la siembra en primavera. Las fronteras de Manetheren se habían extendido casi hasta donde ahora estaba Murandy, y, con suerte, Perrin podría haberse encontrado en Andor, donde Rand ejercía un fuerte dominio, antes de tener que renunciar al engaño. Ahora eso había cambiado, y sabía el precio. Un precio muy grande. Estaba dispuesto a pagarlo, sólo que no sería él quien lo pagaría. No obstante, lo acosarían las pesadillas por ello.