—Todos comieron hace mucho —replicó secamente la mujer—. Ni siquiera quedan restos, y las cazuelas están limpias y guardadas. Si picoteáis de demasiados platos os merecéis un dolor de tripas que os haga reventar. Especialmente cuando no son vuestros platos.
Siguió mascullando entre dientes y lo miró ceñuda un momento más antes de dar media vuelta y echar a andar, lanzando miradas funestas a todo el mundo.
—¿Demasiados platos? —farfulló Perrin—. Pero si ni siquiera he comido uno. Ése es mi problema, no un dolor de tripa.
Lini avanzaba a través del campamento, abriéndose paso entre caballos y carros. Tres o cuatro hombres le hablaron al verla, y ella respondió de malas maneras a todos, e incluso agitaba el garrote si no se daban por aludidos. La mujer debía de estar loca de preocupación por Maighdin.
—¿O era ése otro de sus dichos? —preguntó Perrin, desconcertado—. Por lo general suelen tener más sentido.
—Eh… bueno, en cuanto a eso… Yo… —Gill se quitó el sombrero otra vez y miró el interior de la prenda, tras lo cual volvió a ponérselo—. Yo… Eh… Tengo que ocuparme de los carros, milord. He de asegurarme de que todo está dispuesto.
—Hasta un ciego vería que los carros están listos —le dijo Perrin—. ¿Qué ocurre?
Gill giró la cabeza a un lado y a otro, desesperado por encontrar cualquier otra excusa. Al no encontrarla, se encogió.
—Yo… Supongo que os enteraréis antes o después —farfulló—. Veréis, milord, Lini… —Inhaló aire profundamente—. Se dirigió al campamento mayeniense esta mañana, antes de amanecer, para ver cómo os encontrabais y… eh… por qué no habíais regresado. La tienda de la Principal estaba a oscuras, pero una de sus doncellas seguía despierta, y le dijo a Lini… Dio a entender que… Quiero decir… No me miréis así, milord.
Perrin suavizó el gesto y contuvo el rugido que empezaba a salir de su boca. O lo intentó, al menos. La rabia seguía en su voz cuando habló.
—Maldición, sólo dormí en esa tienda, hombre. ¡Eso es lo que hice! ¡Díselo!
Un violento ataque de tos sacudió al orondo Gill.
—¿Yo? —inquirió, con un hilo de voz cuando pudo hablar—. ¿Queréis que se lo diga yo? ¡Me partirá la cabeza si menciono semejante cosa! Creo que nació en Far Madding, en medio de una terrible tormenta. Probablemente mandó al trueno que se callara. Seguro que sí.
—Eres el shambayan —repuso Perrin—. No todo se reduce a vigilar la carga de los carros. —¡Oh, cómo deseaba morder a alguien!
Gill pareció notarlo y, tras murmurar una disculpa, hizo una brusca inclinación y se escabulló, ciñéndose la capa. No a buscar a Lini, de eso no le cabía duda a Perrin. Gill estaba a cargo del cuerpo de servicio, pero no de ella. Nadie daba órdenes a Lini excepto Faile.
Sumido en el desánimo, Perrin observó alejarse a los exploradores a través de la nevada, y ya había diez vigilando los árboles de alrededor antes de que perdieran de vista los carros. Luz, las mujeres creerían cualquier cosa de un hombre siempre que fuese algo malo. Y cuanto peor fuera, más hablaban de ello. Había creído que Rosene y Nana eran las únicas por las que tenía que preocuparse. Seguramente Lini se lo había contado a Breane, la otra doncella de Faile, nada más volver al campamento y, a estas alturas, Breane se lo habría contado a todas las mujeres del campamento. Había muchas entre los carreteros y los cuidadores de los caballos, y, siendo como eran los cairhieninos, a buen seguro no habrían tardado en compartirlo también con los hombres. Esa clase de cosas no era bien vista en Dos Ríos. Una vez que se tenía fama de esto o aquello, quitársela de encima no era fácil. De repente, vio desde una nueva perspectiva a los hombres que se apartaban para dejarle paso, y la forma indecisa de mirarlo, e incluso el gesto de Lem de escupir. En su memoria, la sonrisa de Kenly se convirtió en una mueca de complicidad. El único punto bueno en todo aquello era que Faile no lo creería. Desde luego que no. Seguro que no.
Kenly volvió trotando a trompicones a través de la nieve, llevando de las riendas a Brioso y a su larguirucho castrado. Los dos caballos acusaban las molestias del frío; tenían las orejas aplastadas hacia atrás y la cola pegada a las ancas, y el semental pardo no hizo el menor esfuerzo por morder a la montura de Kenly, como habría ocurrido en cualquier otro momento.
—Borra de una vez esa tonta sonrisita de tu cara —espetó Perrin mientras le cogía bruscamente las riendas de Brioso. El chico lo miró con recelo y después se escabulló, echando ojeadas hacia atrás.
Sin dejar de gruñir entre dientes, Perrin comprobó la cincha de la silla. Había llegado la hora de encontrar a Masema, pero no montó. Se dijo que era porque estaba cansado y hambriento, que sólo quería un poco de descanso y algo de comida en el estómago, si es que podía encontrar algo. Se lo dijo, pero no dejaba de ver granjas incendiadas y cadáveres de hombres, mujeres e incluso niños ahorcados junto a la calzada. Aun en el caso de que Rand estuviese todavía en Altara, había un largo camino hasta allí. Un largo camino, y él no tenía opción. Al menos, ninguna otra que se sintiese capaz de tomar.
Se encontraba de pie, con la frente apoyada contra la silla de Brioso, cuando una delegación de casi una docena de esos estúpidos jóvenes que se habían adherido a Faile fue en su busca. Se enderezó cansinamente, deseando que la nieve se los tragase a todos.
Selande, una mujer baja y delgada, se plantó junto a la grupa de Brioso, en jarras y ceñuda. Se las ingeniaba para dar la impresión de ir pavoneándose a pesar de estar inmóvil. A despecho de los copos que caían, llevaba un lado de la capa echado hacia atrás para darle más fácil acceso a la espada, lo que dejaba a la vista seis bandas brillantes en la pechera de la chaqueta, de color azul oscuro. Todas las mujeres llevaban atuendos varoniles, así como espadas, y por lo general eran aún más propensas a utilizarlas que los hombres, que ya era decir. Tanto ellos como ellas se mostraban muy susceptibles con todo el mundo, y habría habido duelos a diario si Faile no hubiese puesto remedio a tiempo. Hombres y mujeres por igual, el grupo entero de Selande olía a ira, hosquedad, malhumor y mal genio, todo revuelto, un conjunto que creaba un efluvio desagradablemente intenso para la nariz de Perrin.
—Os veo, milord Perrin —saludó formalmente Selande con su seco acento cairhienino—. Se están haciendo los preparativos para la partida, pero todavía se nos niega el acceso a nuestros caballos. ¿Querréis hacer el favor de enmendar ese asunto? —Habló como si fuese una orden.
Conque lo veía, ¿no? Pues ojalá él no la viese a ella.
—Los Aiel caminan —gruñó, y sofocó un bostezo, sin importarle un bledo las furiosas miradas que se ganó por ello. Intentó no pensar en dormir—. Si no queréis caminar, entonces montaos en los carros.
—¡No podéis hacer eso! —manifestó altaneramente una mujer teariana, que asía el borde de la capa con una mano y la empuñadura de la espada con la otra. Medore era alta, con brillantes ojos azules en un rostro de tez morena, y si no se la podía llamar hermosa era por muy poco. Las abultadas mangas de rayas rojas de su chaqueta resultaban muy chocantes con su generoso busto—. ¡Ala Roja es mi montura favorita! ¡No renunciaré a ella!
—Tercera vez —dijo enigmáticamente Selande—. Cuando acampemos esta noche, discutiremos tu toh, Medore Damara.
Supuestamente, el padre de Medore era un hombre entrado en años que se había retirado a sus posesiones del campo años atrás, pero Astoril seguía siendo un Gran Señor de todos modos. Según se consideraban tales cosas, ello situaba a su hija muy por encima de Selande, que sólo era una noble menor de Cairhien. Sin embargo, la teariana tragó saliva con esfuerzo y sus ojos se desorbitaron como si esperara ser desollada viva.