De pronto, Perrin ya no pudo seguir aguantando a esos idiotas y su interpretación de tres al cuarto de los Aiel y sus payasadas de niños bien.
—¿Cuándo empezasteis a espiar para mi mujer? —demandó.
No se habrían quedado más rígidos si la columna vertebral se les hubiese congelado.
—De vez en cuando realizamos pequeños encargos y tareas que nos ordena lady Faile —contestó Selande al cabo de unos instantes, con tono circunspecto. Exhalaba un intenso olor a cautela. Toda la pandilla olía a zorros preguntándose si un tejón habría ocupado su madriguera.
—¿Iba mi esposa realmente de caza, Selande? —gruñó furioso—. Nunca había querido hacerlo, hasta ahora. —La ira rugía dentro de su ser como un ardiente fuego que los acontecimientos del día habían avivado. Apartando a Brioso con la mano, se acercó un paso a la mujer, parándose imponente ante ella. El semental sacudió la cabeza hacia atrás al percibir su humor. A Perrin le dolía el puño de apretarlo sobre las riendas—. ¿O salió para reunirse con algunos de vosotros, procedentes de Abila? ¿La raptaron por vuestro jodido juego de espías?
Aquello no tenía sentido, y lo comprendió nada más haberlo dicho. Faile podría haber hablado con ellos en cualquier parte. Y jamás habría acordado reunirse con sus informadores —¡Luz, sus espías!— delante de Berelain. Siempre era un error hablar antes de pensar. Si estaba enterado de lo de Masema y los seanchan era gracias al trabajo de esos chicos. Sin embargo, deseaba arremeter, necesitaba descargar su ira, y los hombres a los que quería machacar hasta reducirlos a nada se encontraban a kilómetros de distancia. Con Faile.
Selande no retrocedió ante su estallido de cólera. Estrechó los ojos hasta convertirlos en rendijas, y abrió y cerró los dedos sobre la empuñadura de la espada; y no era la única.
—¡Nosotros moriríamos por lady Faile! —espetó—. ¡Nada de lo que hemos hecho la ha puesto en peligro! ¡Le prometimos lealtad por el juramento del agua!
A Faile, no a él, puso de manifiesto su tono. Perrin se dijo que debería disculparse; sabía que debería hacerlo. No obstante…
—Tendréis vuestros caballos si me dais vuestra palabra de que haréis lo que os mande y que no intentaréis ninguna acción precipitada. —«Precipitada» no era: la palabra adecuada para esa pandilla. Eran muy capaces de salir a galope tendido tan pronto como supieran dónde se encontraba Faile. Eran muy capaces de provocar que la mataran—. Cuando la encontremos, yo decidiré cómo rescatarla. Si vuestro juramento de agua dice otra cosa, hacedle un nudo, o el nudo os lo haré yo a vosotros.
La mujer apretó las mandíbulas y su ceño se volvió más pronunciado.
—¡Conforme! —accedió finalmente, como si le arrancasen la palabra a la fuerza.
Uno de los tearianos, un tipo narigudo llamado Carlon, empezó a protestar, pero Selande levantó un dedo y él cerró la boca. Con esa barbilla tan fina que tenía, seguramente lamentaba haberse afeitado la barba. La diminuta mujer tenía a esos necios en la palma de la mano, lo cual no la hacía menos necia a ella. ¡Conque el juramento del agua!
—Os obedeceremos hasta que lady Faile regrese —añadió, sin apartar los ojos de Perrin—. Después, volveremos a ser de ella. Y podrá decidir nuestro toh. —Aquello último parecía ir dirigido a los demás más que a él.
—De acuerdo —contestó. Trató de suavizar el tono, pero su voz seguía sonando dura—. Sé que le sois leales, todos vosotros. Eso lo respeto. —Seguramente era lo único que respetaba de ellos. Como disculpa no era gran cosa, y así fue como lo entendieron exactamente. Un gruñido de Selande fue la única respuesta que tuvo; y las miradas fulminantes de los demás cuando se marcharon. Entre toda esa pandilla no habían realizado un solo día de trabajo honrado.
El campamento se estaba quedando vacío. Los carros habían emprendido la marcha hacia el sur, deslizándose tras los caballos de tiro sobre las anchas tablas que sustituían a las ruedas. Los caballos dejaban profundos rastros, pero los deslizadores sólo marcaban surcos someros que los copos empezaban a cubrir rápidamente. Los últimos hombres que habían bajado de la colina montaban en las sillas y se unían a los otros, que avanzaban ya junto a los carros. Un poco apartado a un lado, el grupo de las Sabias empezó a pasar; incluso los gai’shain, que conducían a los animales de carga, iban montados. Ya fuera que Dannil se hubiera atrevido a mostrarse firme o no —esto último era lo más probable—, al parecer había sido suficiente. Las Sabias ofrecían un aspecto particularmente torpe a lomos de los caballos comparadas con la gracia de Seonid y Masuri, aunque no tan malo como el de los gai’shain. Todos los hombres y mujeres vestidos de blanco habían viajado montados a partir del tercer día de nevada, pero aun así iban inclinados sobre las perillas de las sillas y se aferraban al cuello o las crines de los animales como si temieran caerse al siguiente paso. Para empezar, conseguir que se montasen había requerido la orden expresa de las Sabias, y algunos todavía se bajaban de la silla y caminaban si no los veían.
Perrin montó a lomos de Brioso. Tampoco él tenía muy claro si se iría o no al suelo. No obstante, había llegado el momento de realizar ese trayecto que no deseaba hacer. Habría matado por un trozo de pan. O un poco de queso. O un suculento conejo.
—¡Se acercan Aiel! —gritó alguien desde la cabeza de la columna, y todos se detuvieron. Sonaron más gritos, pasando la noticia como si ya no lo hubiese oído de sobra todo el mundo, y los hombres descolgaron los arcos que llevaban a la espalda. Los carreteros se pusieron de pie en el asiento, escudriñando al frente, o bajaron de un salto para agazaparse junto al vehículo. Gruñendo entre dientes, Perrin taconeó a Brioso en los flancos.
En la cabeza de la columna, Dannil seguía montado en el caballo, así como los dos hombres que llevaban las puñeteras banderas, pero alrededor de una treintena estaban a pie, retiradas las protecciones de las cuerdas de los arcos y las flechas encajadas en ellas. Los hombres que sujetaban los caballos de los que habían desmontado se empujaban para señalar o intentar ver mejor. Grady y Neald también se encontraban allí, escrutando al frente con expresión concentrada, pero sentados tranquilamente en sus caballos. Todos los demás apestaban a agitación. Los Asha’man sólo olían a… estar prestos.
Perrin podía distinguir con mucha mayor claridad lo que ellos escudriñaban a través de los árboles: diez Aiel velados, trotando hacia ellos a través de la nevada. Uno conducía por las riendas a un alto caballo blanco, y un poco más atrás cabalgaban tres hombres, con capa y la capucha echada. Parecía haber algo raro en el modo en que los Aiel se movían. Y había un bulto atravesado y atado en la silla del animal blanco. Perrin sintió como si un puño le estrujase el corazón, hasta que reparó en que el tamaño del bulto no era lo bastante grande para que se tratara de un cadáver.
—Bajad los arcos —ordenó—. Ése es el castrado de Alliandre. Deben de ser los nuestros. ¿Es que no veis que todas son Doncellas? —Ninguna era lo bastante alta para ser uno de los hombres del Yermo.
—Apenas distingo si son Aiel —murmuró Dannil mientras lo miraba de reojo.
Todos daban por sentado que la vista de Perrin era excelente, e incluso se enorgullecían de ello —o solían hacerlo—, pero él intentaba que no supieran hasta qué punto era buena. Sin embargo, en ese momento le daba igual.
—Son los nuestros —le dijo a Dannil—. Que todo el mundo se quede aquí.
Lentamente, fue al encuentro del grupo que regresaba. Las Doncellas empezaron a retirarse los velos al verlo acercarse. Bajo la profunda capucha de uno de los hombres montados, Perrin distinguió la oscura tez de Furen Alharra. Entonces eran los tres Guardianes; sólo regresarían juntos. Sus caballos parecían tan cansados como él se sentía, casi exhaustos. Deseaba azuzar a Brioso para ponerlo a galope, para oír lo que tuvieran que informarle. Temía oírlo. Los cuervos se habrían cebado en los cuerpos, y los zorros, y quizá tejones, y sólo la Luz sabía qué más. A lo mejor habían pensado ahorrarle sufrimiento no trayendo lo que hubiesen encontrado. ¡No! Faile tenía que estar viva. Trató de fijar esa idea en su mente, pero dolía tanto como asir una cuchilla afilada con la mano desnuda.