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Desmontó delante de ellos, se tambaleó y tuvo que agarrarse a la silla para no caer, presa de un embotamiento total por el intenso dolor que era aferrarse a aquella idea. Tenía que estar viva. Los pequeños detalles parecieron cobrar gran importancia por alguna razón. No era un solo bulto lo que iba atado a la trabajada silla, sino varios pequeños que parecían harapos enrollados. Las Doncellas llevaban raquetas de nieve, toscamente construidas con enredaderas y ramas flexibles de pino, que todavía conservaban las agujas. Por eso parecía que se movían de un modo raro. Jondyn debía de haberles enseñado cómo hacerlas. Perrin intentó concentrarse. Pensó que el corazón iba a salírsele del pecho.

Con las lanzas y la adarga sujetas en la mano izquierda, Sulin cogió uno de los pequeños envoltorios de tela atados a la silla antes de llegar junto a él. La cicatriz rosácea que surcaba su mejilla morena se torció al sonreír la mujer.

—Buenas noticias, Perrin Aybara —dijo quedamente mientras le tendía una tela de color azul oscuro—. Tu esposa vive.

Alharra intercambió una mirada con el otro Guardián de Seonid, Teryl Ivierno, que frunció el ceño. El Gaidin de Masuri, Rovair Kirklin, mantenía fija la mirada al frente con gesto pétreo. Era tan obvio como el bigote retorcido de Ivierno que ellos no estaban seguros de que fueran tan buenas noticias.

—Los demás continuaron para ver qué más podían descubrir —siguió informando Sulin—. Aunque ya hemos encontrado cosas raras de sobra.

Perrin dejó que el bulto que sostenía en la mano se desenrollara. Era el vestido de Faile, cortado por la parte delantera y a lo largo de las mangas. Inhaló profundamente, aspirando el olor de Faile, un leve rastro de su jabón de flores, un toque de su dulce perfume, pero, por encima de todo, el olor que era ella. Y ni rastro de sangre. Las demás Doncellas se agruparon a su alrededor; en su mayoría eran mujeres de edad, de rostros duros, aunque no tanto como el de Sulin. Los Guardianes desmontaron sin dar señales de que habían pasado la noche en la silla, pero siguieron detrás de las Doncellas.

—Asesinaron a todos los hombres —dijo la nervuda mujer—; pero, por las ropas que encontramos, Alliandre Kigarin, Maighdin Dorlain, Lacile Aldorwin, Arrela Shiego y otras dos más también fueron hechas gai’shain. —Las otras dos debían de ser Bain y Chiad; mencionar sus nombres, decir que habían sido capturadas, las habría cubierto de vergüenza. Perrin sabía algo sobre los Aiel—. Esto va contra la costumbre, pero las protege.

Ivierno frunció el entrecejo, dubitativo, y después intentó disimularlo ajustándose la capucha.

Los limpios cortes en la tela eran como los que se harían para despellejar a un animal, se le ocurrió de golpe a Perrin. ¡Alguien había desnudado a Faile cortándole la ropa!

—¿Sólo se llevaron mujeres? —La voz le temblaba.

Una joven Doncella carirredonda, llamada Briain, sacudió la cabeza.

—A tres hombres los habrían hecho gai’shain, creo, pero lucharon duramente y los mataron con cuchillo o lanza. Los demás murieron por flechas.

—No es eso, Perrin Aybara —se apresuró a decir Elienda, que parecía escandalizada. Era alta, con hombros anchos, y casi daba una imagen maternal, aunque Perrin la había visto tumbar a un hombre de un puñetazo. Hacer daño a un gai’shain es como hacérselo a un niño o a un herrero. No estuvo bien que tomaran a personas de las tierras húmedas, pero no puedo creer que hayan roto la costumbre hasta ese punto. Estoy convencida de que ni siquiera las castigarán si pueden mostrarse sumisas hasta que se las recupere. Hay otras que les advertirán cómo comportarse.

Otras; de nuevo Bain y Chiad.

—¿En qué dirección se fueron? —preguntó. ¿Podría ser sumisa Faile? No se la imaginaba así. Que lo intentase al menos, hasta que él pudiese encontrarla.

—Casi hacia el sur —contestó Sulin—. Más hacia el sur que hacia el este. Después de que la nieve ocultó su rastro, Jondyn Barran vio otras huellas, y dijo que los otros las siguen. Le creo. Ve tanto como Elyas Machera. Hay mucho que ver. —Metió las lanzas detrás del estuche del arco, a su espalda, se colgó la adarga de la empuñadura del pesado cuchillo del cinturón, y sus dedos se movieron veloces en el lenguaje de señas. Elienda desató un segundo bulto, más grande, y se lo tendió—. Hay mucha gente moviéndose ahí fuera, Perrin Aybara, y cosas extrañas. Creo que debes ver esto primero. —Sulin desenrolló otro vestido cortado, éste en color verde. Perrin creyó recordar que era de Alliandre—. Esto lo recuperamos donde capturaron a tu esposa. —Dentro, había amontonadas unas cuarenta o cincuenta flechas Aiel. En los astiles se veían manchas oscuras, y Perrin captó el olor de sangre seca.

»Taardad —continuó Sulin mientras cogía una flecha y la tiraba de inmediato al suelo—. Miagoma. —Tiró otras dos—. Goshien. —Aquéllas hicieron que torciese el gesto; ella era Goshien. Fue nombrando un clan tras otro, todos excepto el Shaido, tirando flechas hasta que casi la mitad estuvo amontonada a sus pies. Después sostuvo el vestido cortado con las dos manos, y luego tiró las demás—. Shaido —dijo en un tono significativo.

Apretando contra su pecho el vestido de Faile —su aroma calmaba el dolor que le atenazaba el corazón y al mismo tiempo lo acentuaba—, Perrin miró ceñudo las flechas desparramadas en la nieve. Los copos ya habían tapado a medias algunas.

—Demasiados Shaido —dijo por último.

Deberían estar todos atascados en la Daga del Verdugo de la Humanidad, a quinientas leguas de distancia. Pero si alguna de sus Sabias había aprendido a Viajar… Tal vez incluso uno de los Renegados… Luz, estaba discurriendo como un idiota —¿qué tenían que ver los Renegados con aquello?— en lugar de pensar con claridad. Sentía el cerebro tan cansado como el resto de su cuerpo.

—Los otros son hombres que no aceptan a Rand como el Car’a’carn. —Aquellos malditos colores surgieron como relámpagos en su cabeza. No tenía tiempo para nada que no fuese Faile—. Se unieron a los Shaido. —Algunas de las Doncellas eludieron sus ojos. Elienda lo miró iracunda. Sabían que algunos habían hecho eso, pero era una de esas cosas que no les gustaba que se dijese en voz alta—. ¿Cuántos calculáis que eran en total? No el clan al completo, desde luego. —Si los Shaido se encontraran allí en masa, habría algo más que rumores sobre ataques en otros pueblos. Aun con todos los demás problemas, Amadicia entera lo sabría.

—Suficientes para andarle cerca, creo —murmuró Ivierno entre dientes. Se suponía que Perrin no tenía que oírlo.

Sulin rebuscó entre los bultos cargados en la silla y sacó una muñeca de trapo, vestida con cadin’sor.

—Elyas Machera encontró esto justo antes de que emprendiésemos el camino de vuelta, a unos sesenta kilómetros de aquí. —Sacudió la cabeza y por un instante su voz y su olor se tornaron… sorprendidos—. Dijo que lo había olido debajo de la nieve. Él y Jondyn Barran encontraron arañazos en los árboles y aseguraron que estaban hechos por carros. Muchos carros. Si hay niños… Creo que puede ser todo un septiar, Perrin Aybara, Tal vez más de uno. Hasta un único septiar contará al menos con un millar de lanzas, y más si la situación lo requiere. Todos los hombres excepto los herreros cogerán una lanza si es preciso. Se encuentran a varios días de nosotros, hacia el sur. Puede que más días de los que calculo, con esta nieve. Pero creo que los que atraparon a tu esposa van a reunirse con ellos.