La renuencia de Birgitte a aceptar la segunda alternativa en discusión era obviamente casi tan grande como su renuencia a manifestar su acuerdo con Dyelin.
—Los malditos Cazadores no son mucho mejor, Elayne —masculló—. Prestan el juramento como Cazadores del Cuerno para vivir aventuras y tener un lugar en la historia si es posible, no para sentar cabeza y hacer respetar la ley. La mitad son unos mojigatos altaneros que miran con arrogancia a todo el mundo, y el resto no se conforma con correr los riesgos que sean necesarios, sino que los va buscando. Y con que sólo surja un rumor sobre el Cuerno de Valere, tendrás suerte si únicamente dos de cada tres desaparecen de la noche a la mañana.
Dyelin esbozó una ligera sonrisa, como si le hubiese ganado una baza. El aceite y el agua no estaban a la altura de esas dos; tanto la una como la otra se entendían bien con casi todos los demás, pero por alguna razón podían ponerse a discutir sobre el color del carbón. Podían y lo hacían.
—Además, Cazadores y mercenarios, casi todos son forasteros. Y eso no sentará muy bien ni a las clases altas ni a las bajas. Nada bien. Sólo nos faltaba iniciar una rebelión.
Resplandeció un relámpago que iluminó fugazmente los cristales de las ventanas, y el retumbo de un trueno particularmente alto subrayó sus palabras. En el transcurso de un milenio, siete reinas de Andor habían sido derrocadas por una rebelión, y las dos que habían sobrevivido probablemente desearon no haberlo hecho.
Elayne reprimió un suspiro. En una de las mesitas auxiliares taraceadas, colocadas a lo largo de las paredes, había una pesada bandeja de plata labrada en la que habían dispuesto unas copas y una jarra de vino caliente con especias. Vino templado, a estas alturas. Encauzó brevemente Fuego, y un fino hilillo de vapor se alzó de la jarra. Recalentar el vino daba a las especias un sabor ligeramente amargo, pero valía la pena con tal de sentir en las manos el calor de la copa de plata. Sólo merced a un gran esfuerzo resistió la tentación de caldear el aire de la sala con el Poder, y soltó la Fuente; en cualquier caso, la temperatura no habría durado mucho a menos que mantuviese los tejidos. Había superado su renuencia a interrumpir el contacto con el Poder cada vez que utilizaba el saidar —bueno, hasta cierto punto—, pero últimamente el deseo de absorber más se volvía más intenso cada vez. Todas las hermanas tenían que enfrentarse a ese peligroso deseo. Con un gesto invitó a las otras a servirse la bebida en sus propias copas.
—Conocéis bien la situación —les dijo—. Sólo un necio no la consideraría apurada, y ninguna de vosotras es necia. —La Guardia Real era un mero vestigio de su pasada gloria, reducida a un puñado de hombres aceptables y el doble de camorristas y matones, más apropiados para echar de las tabernas a los borrachos o para que los echaran a ellos. Y, con la marcha de los saldaeninos y los Aiel, los actos delictivos estaban cundiendo con la pujanza de la hierba en primavera. Cualquiera habría imaginado que el frío y la nieve habrían sofocado su desarrollo, pero cada día traía nuevos robos, incendios provocados y cosas peores. La situación iba empeorando de día en día—. A este paso, tendremos disturbios en cuestión de semanas. Tal vez antes. Si soy incapaz de mantener el orden en la propia Caemlyn, la gente se volverá contra mí. —Si no podía mantener el orden en la capital, sería tanto como anunciar que no estaba capacitada para gobernar—. No me gusta recurrir a ellos, pero hay que hacerlo, y se hará. —Las otras dos mujeres abrieron la boca para seguir discutiendo, pero Elayne no les dio la oportunidad—. Y se hará —repitió, con firmeza en la voz.
La larga trenza de Birgitte se meció cuando la mujer sacudió la cabeza, mas a través del vínculo se transmitió una aceptación a regañadientes. Tenía un extraño concepto de la relación de ambas como Aes Sedai y Guardián, pero había aprendido a reconocer cuando Elayne no admitiría que la presionara. Lo había aprendido a su manera, claro. Estaba lo del predio y lo del título. Y lo de dirigir la Guardia Real. Y otros cuantos asuntillos.
Dyelin inclinó ligerísimamente la cabeza, y quizá dobló un tanto las rodillas; podría haberse interpretado como una reverencia, pero su expresión era pétrea. No estaba de más recordar que muchos de los que no querían a Elayne Trakand en el Trono del Sol sí querían en él a Dyelin Taravin. La mujer le había prestado todo su apoyo hasta ese momento, pero había pasado muy poco tiempo, se encontraban en los primeros compases de la lucha por el trono, y una vocecilla insistente no dejaba de susurrar en la mente de Elayne. ¿Estaría Dyelin esperando simplemente a que lo hiciera rematadamente mal antes de intervenir para «salvar» Andor? Alguien lo bastante prudente, lo bastante taimado, podría seguir esa táctica y quizás incluso tener éxito.
Elayne alzó la mano para frotarse la sien, pero rectificó e hizo como si se arreglase el cabello. Cuánto recelo, qué poca confianza. El Juego de las Casas había infectado Andor desde que ella lo había abandonado para ir a Tar Valon. Agradecía los meses que había pasado entre Aes Sedai por más razones que la de aprender a manejar el Poder. Para la mayoría de las hermanas el Da’es Daemar era un elemento tan esencial en sus vidas como respirar y comer. También agradecía las enseñanzas de Thom. Sin lo uno y lo otro seguramente no habría sobrevivido tanto tiempo tras su regreso. Quisiera la Luz que Thom estuviese a salvo, que él, Mat y los otros hubiesen escapado de los seanchan y se encontraran de camino a Caemlyn. Desde que se había marchado de Ebou Dar había rezado a diario para que fuese así, pero esa breve oración era para lo único que tenía tiempo actualmente.
Tomó asiento en el centro del arco, en el sillón de la reina, e intentó parecerlo, recta la espalda, la mano libre apoyada levemente en el brazo del sillón. «Parecer una reina no es suficiente —le había dicho a menudo su madre—, pero una mente lúcida, un conocimiento sólido de los asuntos y un corazón valeroso no dejarán de dar fruto si la gente no te ve como reina». Birgitte la observaba con intensidad, casi con recelo. ¡A veces el vínculo era en verdad un inconveniente! Dyelin se llevó la copa de vino a los labios.
Elayne respiró profundamente. Había enfocado este asunto desde todas las perspectivas que conocía, y no veía otro modo de abordarlo.
—Birgitte, para la primavera quiero que la Guardia Real sea un ejército que iguale a los que puedan reunir diez casas juntas, sean cuales sean, en un campo de batalla. —Seguramente no podría conseguirse, mas el simple hecho de intentarlo significaba conservar a los mercenarios que firmasen ahora y buscar más, incorporar a cualquier hombre que mostrase la más mínima inclinación. ¡Luz, qué enredo tan horroroso!
Dyelin se atragantó y los ojos se le desorbitaron; una rociada del oscuro vino salió de entre sus labios. Todavía tosiendo, sacó un pañuelo de puntillas de la manga y se enjugó la barbilla.
Una oleada de pánico surgió impetuosa a través del vínculo.
—¡Oh, así me abrase, Elayne, no dirás en serio que…! —exclamó Birgitte—. ¡Soy arquera, no un general! Es lo único que he sido siempre, ¿no lo entiendes? ¡Sólo hice lo que tenía que hacer, obligada por las circunstancias! De todos modos, ya no soy ella. ¡Sólo soy yo, y…! —No acabó la frase al comprender que había dicho más de la cuenta. Y no era la primera vez. Su rostro enrojeció, y Dyelin la miró con curiosidad.
Habían hecho correr la voz de que Birgitte era de Kandor, donde las mujeres llevaban ropas parecidas a las suyas, pero aun así saltaba a la vista que Dyelin sospechaba que era mentira. Y cada vez que Birgitte tenía un lapsus, más cerca estaba de revelar su secreto. Elayne le asestó una mirada que prometía un rapapolvo cuando estuviesen solas.