Las tripulaciones de las dos naves se alinearon, la una enfrente de la otra, a cada lado de la transparente pared. Los broncíneos habitantes de la Tierra y los grisáceos moradores del planeta fluórico (cuyo nombre quedó desconocido) se despedían con miradas, sonrisas y ademanes cuyo afectuoso significado era comprensible para todos.
Una punzante congoja apoderóse de los telurianos. Jamás habían experimentado tal sensación, ni siquiera al abandonar la Tierra natal, sabiendo que no regresarían sino al cabo de siete siglos. Se negaban a admitir que dentro de algunos minutos, aquella gente buena, hermosa y fantástica se desvanecería para siempre en el espacio cósmico, y por él continuaría buscando solitaria y desesperanzada, una vida racional semejante a la suya.
Sólo entonces, quizás, los astronautas llegaron a comprender plenamente que el objetivo principal de todas las búsquedas, aspiraciones y luchas era el bien del Hombre. Lo más valioso de toda civilización, en cualquier estrella, en la Galaxia entera y en la inmensidad del Universo, era el Hombre, su inteligencia, sus emociones, su vigor, su belleza... ¡su vida!
Forjar la felicidad del Hombre, protegerlo, pulsar su desarrollo eran la tarea más importante del inabarcable porvenir; mas eso podía conseguirse después del triunfo sobre el Corazón de la Serpiente, después del alocado, del necio y maligno derroche de energía vital en las sociedades humanas de organización inferior.
El Hombre era la única fuerza del Universo capaz de proceder con inteligencia y de modificar convenientemente el mundo en todos sus aspectos, venciendo los obstáculos más serios, es decir, el único capaz de crear una vida hermosa, potente y justa que le brindase la plenitud de vivas y jubilosas emociones...
El capitán de la nave blanca hizo una señal con la mano, y en el acto la misma mujer que había exhibido con su cuerpo la belleza de los habitantes del planeta fluórico lanzóse en dirección a Afra. Con los brazos muy abiertos se pegó a la pared, como si quisiera abrazar a aquella hermosa mujer de la Tierra. Afra, sin notar las lágrimas que le rodaban por las mejillas, se apretó con todo su cuerpo contra la pared como un ave cautiva que golpea con las alas los cristales de una ventana. Apagóse la luz en el compartimiento de los desconocidos, y la pantalla ennegrecida trocóse en tenebrosa sima, adonde fueron a precipitarse todos los impulsos de los terrenos.
Mut Ang dio la orden de encender la luz terrestre; mas la galería, al otro lado de la pared, estaba ya desierta.
— ¡El grupo exterior que se ponga las escafandras para separar las galerías! — y la voz imperiosa rompió el angustioso silencio que de pronto había envuelto todo—. ¡Los mecánicos a las máquinas! ¡El piloto al puesto de mando! ¡Todos preparados para partir!
La gente salió de la galería, llevándose los instrumentos y demás objetos. Únicamente Afra, a la tenue luz que pasaba por la escotilla de la nave, permanecía inmóvil, como petrificada por el intenso frío del espacio interestelar.
— ¡Vamos, Afra, que se va a cerrar la escotilla! — la apremió Tey Eron desde el interior de la nave—. Queremos ver cómo se van.
La joven mujer se recobró de su ensimismamiento y empezó a gritar:
— ¡Un momento, Tey, aguarde un momento! — y se fue corriendo a ver al capitán.
Tey quedó desconcertado. Pero Afra volvió en seguida en compañía de Mut Ang, quien ordenó:
— ¡Oiga, Tey, lleve otra vez el reflector a la galería! ¡Dígales a los técnicos que vuelvan a montar la pantalla!
Las órdenes fueron cumplidas apresuradamente, como si se tratara de un caso de avería. Un poderoso haz de luz penetró en el fondo de la galería, apagándose y encendiéndose con los mismos intervalos que el rayo del localizador del Telurio al encontrarse las naves por primera vez. Los desconocidos abandonaron sus ocupaciones para retornar a la galería. Los terrenos encendieron la luz azulada del filtro « 430 ». Afra, toda trémula, se inclinó sobre el tablero de dibujo, que reflejaba en la pantalla los rápidos esbozos que ella iba haciendo. En la suposición de que los mecanismos de la herencia debían de ser iguales en los seres terrestres y en los del planeta fluórico, Afra dibujó las cadenas espirales dobles de los mismos. Acto seguido, trazó el diagrama del metabolismo en el organismo humano y, arrojando una mirada a las grises figuras que miraban inmóviles, tachó el signo del átomo de flúor con sus nueve electrones para reemplazarlo por el del átomo de oxígeno.
Los tripulantes de la nave blanca se estremecieron. Su capitán avanzó hacia la pared y pegó la cara a ella para examinar con sus ojos inmensos los dibujos hechos a grandes rasgos por Afra. De repente levantó por encima de la frente las manos con los dedos entrelazados e hizo una profunda reverencia ante la mujer terrena.
Los del planeta fluórico habían comprendido la idea que asaltó a Afra en los últimos momentos y que ella exteriorizó bajo la triste impresión de la inminente despedida. En la mente de la joven mujer iba madurando el osado plan de modificar el proceso de transformaciones químicas que se operaba en el complejísimo organismo humano: ¡Reemplazar el flúor por el oxígeno en el metabolismo, accionando sobre el mecanismo de la herencia! ¡Conservar todas las peculiaridades y todos los caracteres hereditarios de los hombres fluóricos, pero hacer que sus cuerpos recibiesen energías de otra fuente! La tarea era tan gigantesca, que ni siquiera los siete siglos de ausencia del Telurio en la Tierra, siglos de constante progreso de la ciencia, hubieran bastado para realizarla ni aún en parte.
Mas, ¡cuánto podría lograrse uniendo los esfuerzos de ambos planetas! Sobre todo si los seres racionales de otros mundos se prestasen a colaborar también... La población del planeta fluórico no seguiría siendo una sombra perdida en las profundidades del Universo.
Cuando los seres humanos de los diversos planetas de las incontables estrellas y galaxias se uniesen en el Cosmos, lo que ocurriría inevitablemente, los grises habitantes del planeta fluórico no quedarían separados del resto de la humanidad debido a la excepcional estructura de su organismo.
Y posiblemente fuese excesiva la sensación de congoja producida por la separación inminente. Siendo dos polos opuestos por la estructura de sus planetas y cuerpos, los hombres de la Tierra y los del planeta fluórico se parecían mucho, no obstante, por su género de vida y más aún por su desarrollo intelectual y sus conocimientos. Eso creyó haber leído Afra en los enormes ojos del capitán de la nave blanca. ¿O fue, quizá, el simple reflejo de sus propios pensamientos? Sin embargo, los tripulantes de la nave blanca tenían, por lo visto, tanta fe en el poderío del intelecto humano como los hombres de la Tierra. Por eso, ante la chispa de esperanza encendida por la bióloga, los gestos y ademanes de los que se iban no expresaban el pesar de la despedida definitiva, sino la firme seguridad de volver a encontrarse en el futuro.
Las dos astronaves separábanse lentamente por temor de ocasionarse algún daño la una a la otra con la fuerza de sus motores auxiliares. La nave blanca envolvióse en una llamarada deslumbrante y desapareció. Al cabo de un minuto no quedaba allí nada más que la negrura del espacio infinito.
Entonces el Telurio reanudó su marcha. Aumentando poco a poco la velocidad, entró en la pulsación, que era como un puente reductor de las distancias, antes invencibles, entre las estrellas. Los tripulantes, bien protegidos por sus cascos, no veían ya cómo se acortaban los quanta lumínicas que volaban hacia ellos ni cómo los astros que azuleaban en lontananza iban cobrando gradualmente un matiz violáceo oscuro. La astronave sumergióse de pronto en la oscuridad impenetrable del espacio-cero, más allá del cual la vida agitada y floreciente de la Tierra esperaba su retorno.
FIN