La nave cósmica avanzaba, desviándose ligeramente hacia el sur de la estrella de carbono, a fin de proteger de sus radiaciones la pantalla del localizador. Su negro espejo permanecía totalmente oscuro durante semanas, meses y años. El Telurio o IF-1 (Z-685), como se le designaba en el registro de la Flota Cósmica de la Tierra (primer vehículo cósmico de campo invertido o el 685 de la lista general), no era tan voluminoso como las astronaves de largo alcance, cuya velocidad aproximábase a la de la luz y que habían precedido a las naves pulsacionales.
Aquellas gigantescas naves podían ir tripuladas hasta por doscientas personas y la sucesión de generaciones permitía penetrar muy profundamente en el espacio interestelar. Cada vez que una astronave de este tipo retornaba a la Tierra, aparecían en ella varias decenas de seres humanos venidos de otros tiempos: representantes del remoto pasado. Y aunque el sistema nervioso y el nivel de desarrollo de estos supervivientes del pretérito eran muy elevados, los nuevos tiempos les resultaban extraños, y a menudo la melancolía y la indiferencia apoderábanse de los viajeros cósmicos.
Las astronaves pulsacionales debían ahora llevar a los hombres más lejos aún. Pasaría poco tiempo, según las nociones de los astronautas, y en la sociedad humana harían su aparición Matusalenes milenarios. Los que tuvieran que marchar a otras galaxias, volverían a su planeta al cabo de millones de años. Y ése era el lado opuesto de los largos viajes extraterrenos, el pérfido obstáculo que la naturaleza había puesto ante sus insosegables hijos. Las nuevas astronaves iban tripuladas tan sólo por ocho personas. A estos exploradores de las infinitas profundidades del Universo y del futuro les estaba prohibido tener hijos durante los viajes.
Y aunque el Telurio era de menores dimensiones que sus predecesores, no por eso dejaba de ser una nave enorme en la que la tripulación, poco numerosa, habíase acomodado a sus anchas.
El despertar al cabo de un sueño prolongado provocó, como siempre, un aumento de las energías vitales. La tripulación de la astronave, formada en su mayoría por gente joven, pasaba sus ratos de ocio en el gimnasio.
Ideaban ejercicios dificilísimos, danzas fantásticas o, poniéndose cinturones estrafalarios y aros en los brazos y las piernas, realizaban trucos inauditos en el rincón antigravitacional de la sala. A los astronautas les gustaba nadar en una gran piscina con agua luminosa ionizada, que conservaba el admirable color azul del Mediterráneo, la cuna de los pueblos de la Tierra...
Kari Ram habíase desembarazado de su indumentaria de trabajo y corría ya hacia la piscina cuando una voz jovial le detuvo;
— Kari, ayúdeme. Sin usted, no me sale bien esta vuelta.
La química Taina Dan, muchacha de alta estatura vestida con una túnica corta de brillosa tela verde, que armonizaba con sus ojos, era la persona más joven y más alegre de la expedición. Al calmoso Kari le indignaba siempre el carácter impulsivo y brusco de la muchacha; pero, como amaba el baile no menos que Taina, bailarina innata, se acercó a ella con cara risueña.
A la izquierda, desde lo alto de un trampolín situado encima de la piscina, le saludaba Afra Devi, la bióloga de la astronave. Estaba recogiendo con todo cuidado en el gorro su abundante cabellera negra, antes de saltar al agua. Tey Eron se le acercó, pisando suavemente el suelo de plástico. Púsose detrás de la muchacha y estiró su brazo fuerte y musculoso. Afra, balanceándose al compás de la tabla, se dejó caer sobre ese firme apoyo. Ambos, morenos, con la tez brillante como si fuera de metal, curtidos por el aire y el sol, quedaron inmóviles un segundo. Con un movimiento imperceptible, la joven flexionó aún más el cuerpo hacia atrás, dio una vuelta completa alrededor del brazo del hombre y ambos, enlazados como en un vals, saltaron al agua.
— ¡Él no se acuerda ya de nada! — cantó Taina Dan, tapando con las puntitas de sus calientes dedos los ojos del mecánico.
— ¿Acaso aquello no fue hermoso? — replicó Kari, y atrajo hacia sí a la muchacha para efectuar el primer paso de la danza y entrar con ella en la zona de los sonidos musicales.
Kari y Taina eran los mejores bailarines de la nave. Sólo ellos sabían entregarse tan de lleno a la melodía y al ritmo, olvidándose de todo lo demás. Cuando bailaba, Kari percibía únicamente el placer de los movimientos ligeros coordinados. Sobre su hombro descansaba la mano segura y delicada de la muchacha. Los ojos verdes de Taina habían adquirido una tonalidad más profunda.
— Usted y su nombre son una y la misma cosa — le susurró Kari—. Recuerdo que en una lengua antigua, « Taina » significaba algo misterioso y desconocido.
— Me alegra mucho — repuso muy seria la muchacha—. Siempre me ha parecido que los misterios han quedado únicamente en el Cosmos y que en nuestra Tierra no existen ya. La gente está exenta de ellos; todos somos sencillos y no tenemos nada de enigmático ni de reprobable.
— ¿Lo lamenta usted?
— A veces. Quisiera encontrarme con alguna persona como las que existieron en el remoto pasado; que tuviese que ocultar sus anhelos y sentimientos ante el medio ambiente hostil, defenderlos y hacerlos firmes, darles un temple inquebrantable.
— ¡Oh, comprendo! Pero yo no me he referido a las personas, sino que he lamentado solamente que no existen enigmas indescifrables... En las novelas antiguas aparecían siempre ruinas misteriosas, profundidades ignotas, alturas inaccesibles, y antes aún, arboledas, fuentes, trochas y casas encantadas, malditas, dotadas de fuerzas mágicas.
— ¡Sí, Kari! ¡Qué bien hubiera estado encontrar aquí, en la astronave, lugarcitos recoletos, pasos vedados!
— Que condujesen a recintos desconocidos donde se ocultara...
— ¿Qué?
— No sé — confesó el mecánico tras de una pausa y se detuvo.
Pero Taina, que se había dejado entusiasmar, frunció el ceño y le tiró de la manga. Kari siguió a la muchacha. Salieron de la sala de deportes a un pasillo lateral, sumergido en la penumbra. Unas lucecitas tenues se encendían y apagaban rítmicamente en los indicadores de las vibraciones, produciendo la impresión de que las paredes de la nave luchaban contra el sueño que quería apoderarse de ellas. La muchacha dio unos pasos rápidos en silencio y quedó inmóvil. Una sombra de tristeza deslizóse tan furtiva por su semblante, que Kari no hubiera podido asegurar que había notado en ella algún síntoma de desmayo espiritual. Un sentimiento jamás experimentado le embargó dolorosamente. El mecánico asió de nuevo la mano de Taina.
— Vamos a la biblioteca. Dispongo de un par de horas libres hasta el relevo.
Ella se dirigió dócilmente hacia el centro de la nave.
La biblioteca se hallaba situada, como en todas las astronaves, detrás del puesto de mando. Kari y Taina abrieron la puerta hermética del tercer pasillo transversal y se acercaron a la escotilla elíptica de dos hojas que comunicaba con el pasillo central. En cuanto Kari hubo puesto el pie sobre una placa de bronce y las pesadas hojas de la escotilla se hubieron separado en silencio, los jóvenes oyeron un fuerte sonido vibrante. Taina oprimió con alegría los dedos de. Kari.
— ¡Es Mut Ang!
Ambos se deslizaron al interior de la biblioteca. Bajo el opaco cielorraso parecía flotar el vaho de una luz difusa. Dos personas descansaban cómodamente en unos profundos sillones entre las columnas de las filmotecas ocultas a la sombra de unos nichos. Taina divisó al médico Svet Sim y la cuadrada figura de Yas Tin, el ingeniero de los mecanismos pulsacionales, que permanecía con los ojos cerrados, sumido en sus ilusiones. A la izquierda, bajo la lisa y cóncava superficie de las instalaciones acústicas, se hallaba inclinado sobre el estuche plateado de un PVEM el propio capitán del Telurio.
Hacía tiempo que el PVEM, o piano-violín electromagnético, había suplido al piano templado de áspera resonancia, conservando su riqueza polifónica y con toda la diversidad de matices del violín por añadidura. Cuando era preciso, los amplificadores podían comunicar a ese instrumento una fuerza impresionante.