Afra decía que la humanidad había rechazado hace tiempo las teorías, ahora muy en boga, de que los seres racionales podían existir bajo las formas y estructuras orgánicas más diversas. El rastro de los prejuicios religiosos había hecho que incluso sabios respetables admitiesen inconscientemente que el cerebro pensante pudiera desarrollarse en cualquier cuerpo, así como, según la creencia antigua, los dioses tenían la facultad de presentarse en cualquier forma. En realidad, la anatomía y fisiología del hombre — único ser de la Tierra dotado de cerebro capaz de razonar— no eran un capricho de la naturaleza, sino que representaban el grado máximo de adaptación al medio ambiente y correspondían a la capacidad del cerebro y de todo el sistema nervioso de desarrollar una gran actividad.
Nuestros conceptos de la belleza en general, y de la humana en particular, han ido formándose a lo largo de milenios como resultado de la aceptación inconsciente de estructuras convenientes y formas mejor adaptadas a ésta o la otra acción. Esa es la causa de que veamos belleza en las máquinas potentes, en las olas del océano, en los árboles y en los caballos, aunque nada de esto tenga que ver con las formas humanas. Cuando se encontraba en el estado de bestia, pudo el hombre, gracias a su cerebro desarrollado, librarse de la necesidad de adaptación a un solo modo de vida, como le ocurre a la mayoría de los animales.
Las piernas humanas no valen para correr mucho tiempo por un suelo duro, ni menos aún por terreno fangoso; no obstante, permiten al hombre desplazarse con rapidez y a ciertas distancias, trepar a los árboles o escalar las cumbres de las montañas. Y la mano es el órgano más universal; puede hacer miles de cosas, y es realmente ella la que ha convertido a la bestia primitiva en ser humano...
El hombre, ya en las primeras fases de su formación, desarrollóse como un organismo universal, adaptado a las condiciones más diversas de existencia. Al pasar posteriormente a la vida social, esta particularidad de su organismo acentuóse más aún, adquirió aún más facetas, lo mismo que sus actividades. La belleza del hombre, en comparación con la de los animales, consiste, no sólo en su perfección física, sino también en su universalidad, realzada por la función del cerebro y la nobleza del espíritu.
— Todo ser racional de otro mundo, que explore el Universo, debe de ser, por este propio hecho, tan perfecto y universal como los hombres de la Tierra y, por lo tanto, igual de hermoso — dijo en conclusión Afra Devi—. No pueden existir monstruos pensantes, hombres-setas, hombres-pulpos. No sé lo que veremos en realidad: similitud de formas o belleza en otro aspecto, ¡pero algo de ello será sin duda alguna!
— Me gusta su teoría — dijo Tey Eron— ; y sin embargo...
— Comprendo — interrumpióle Afra—. Hasta la más insignificante desviación de las normas aceptadas puede producir monstruosidades, y aquí las desviaciones son demasiado probables. Un semblante humano, que a causa de un accidente haya perdido la nariz, las cejas o los labios, nos parecerá feo y repulsivo por diferenciarse de lo normal. La cabeza de un caballo o de un perro contrasta mucho con la faz humana; mas no por eso nos parece monstruosa. Por el contrario, hasta puede ser bella. Eso se debe a que la belleza responde a la conveniencia, mientras que en un rostro humano desfigurado no existe ya armonía...
— Entonces, si ellos se diferencian mucho de nosotros, ¿no nos parecerán monstruosos? — insistió Tey—. ¿Y si son como nosotros, pero con cuernos o trompas como las de los elefantes?
— Los seres racionales no necesitan cuernos ni los tendrán jamás. La nariz podrá ser alargada a modo de trompa, aunque en realidad ésta es innecesaria cuando se tiene manos, de las que el hombre no puede prescindir. Y si la trompa existiera, sería una simple excepción de la regla. Mas todo aquello que surge como resultado de la evolución histórica y de la selección natural, se transforma en ley, en término medio entre las muchas desviaciones. Y es cuando se deja ver en toda su belleza la conveniencia. No espero hallar monstruos con cuernos ni con rabos en esa nave que viene a nuestro encuentro. Sólo las formas inferiores de vida ofrecen una gran diversidad; cuanto más altas, más se parecen a nuestras formas terrenas.
— ¡Me doy por vencido! — declaró Tey Eron, mirando a los presentes con ojos llenos de orgullo por su amiga Afra.
Cuando menos se esperaba, Kari Ram, algo turbado, tomó la palabra para exponer ideas distintas. Según él, aquellos seres extraños, aunque poseyesen esa envoltura humana y hermosa que se llama cuerpo, podían estar muy distanciados de nosotros en cuanto a mentalidad, a sus conceptos del mundo y de la vida... Ya al ser tan diferentes, podrían con suma facilidad trocarse en enemigos terribles y crueles.
Mut Ang acudió en defensa de la bióloga.
— Muy recientemente me asaltó este mismo pensamiento — dijo—. Y comprendí que en la fase superior de desarrollo no puede haber malentendidos entre los seres racionales. La mentalidad del hombre, su raciocinio, reflejan las leyes del desarrollo lógico de todo el Universo. El hombre es, en este sentido, un microcosmo. El pensamiento sigue las leyes del Universo, que son las mismas en todas partes. La idea, dondequiera que surja, estará basada inevitablemente en la lógica dialéctica y matemática. No puede haber ningún otro proceso mental diferente a éste, así como no puede existir ningún ser humano fuera de la sociedad o de la naturaleza...
Las palabras del capitán fueron acogidas con exclamaciones de admiración.
— ¡No es para tanto! — protestó Mut Ang.
— ¿Por qué no? — replicó decididamente Afra Devi—. ¡Qué maravilloso es ver que las ideas de muchas personas coinciden! Esa es la prueba de su razón y evidencia un sentimiento de camaradería... especialmente cuando se aborda el problema desde diversos puntos de vista científicos...
— ¿Se refiere usted a la biología y las ciencias sociales? — inquirió Yas Tin, que hasta entonces no había intervenido en la conversación.
— Sí. La página más brillante de toda la historia social del hombre en la Tierra ha sido el aumento constante del entendimiento mutuo que acompañaba al progreso de la cultura y de los conocimientos. Cuanto más se elevaba la cultura, tanto más fácilmente lograban los diversos pueblos y razas de la sociedad sin clases comprenderse los unos a los otros, tanto más claros veían los objetivos comunes de organización de la vida y la necesidad de unirse primero algunos países y luego todo el planeta, la humanidad entera. Y ahora, con el nivel de desarrollo alcanzado ya por los hombres de la Tierra e indudablemente por aquellos que vienen hacia nosotros... — Afra enmudeció de pronto.
— Es cierto — corroboró Mut Ang—. ¡Dos planetas diferentes que coinciden en el espacio podrán entenderse con más facilidad que dos pueblos salvajes de un mismo planeta.
— ¿Y qué hay de la teoría de la inevitabilidad de la guerra hasta en el Cosmos? — preguntó Kari Ram—. Aquellos de nuestros antepasados que habían adquirido una elevada cultura, estaban convencidos de ello.
— ¿Dónde está el famoso libro que usted nos ha prometido? — le recordó Tey Eron—. Ese donde se cuenta cómo dos naves cósmicas, al encontrarse por primera vez, quisieron destruirse la una a la otra.
El capitán fue de nuevo a su camarote. Esta vez nadie se lo impidió. Al regresar llevaba en la mano la estrellita de ocho puntas de un microfilm que colocó en la máquina de leer. Los astronautas estaban ansiosos de escuchar el relato fantástico de un antiguo escritor norteamericano.
El Primer Contacto — así se titulaba la obra— describía en tonos dramáticos el encuentro de una nave espacial terrena con una procedente de otro mundo en la nebulosa del Cáncer, a una distancia superior a mil parsecs del Sol. El capitán de la astronave terrena había dado la orden de preparar todas las cartas celestes, los datos de las observaciones y los cálculos balísticos para una destrucción inmediata. También había ordenado enfilar contra la nave desconocida todos los cañones antimeteoríticos. Hecho esto, los seres terrenales procedieron a examinar el importantísimo problema de si debían intentar negociaciones con tripulantes de la otra nave o atacarla y destruirla sin dilación. Temían que los desconocidos adivinasen la ruta seguida por la astronave terrena y se presentasen en la Tierra en plan de conquista.