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Cuando volvió a tener conciencia de la realidad y dejó de estar simplemente concentrada en el esfuerzo de la huida, Zarza se descubrió en mitad de la autopista de circunvalación, haciendo el mismo trayecto que realizaba cada día para ir a su trabajo. Había bajado las escaleras de su casa en un vuelo, alcanzado su coche en tres zancadas y atravesado media ciudad culebreando por el denso tráfico entre las protestas de los demás conductores, pero ni siquiera después de tanto correr había podido dejar atrás la sensación de catástrofe inminente que la llamada le había provocado. Aquí estaba ahora, aún sobrecogida, en plena autopista, como todas las mañanas. Pero hoy no era un día normal. Para ella se habían acabado los días normales. Aunque, a decir verdad, Zarza siempre había desconfiado de la normalidad; siempre había temido que la cotidianidad fuera una construcción demasiado frágil, demasiado fina, tan fácilmente desbaratable como la vaporosa tela de una araña. Durante años, Zarza había intentado apuntalar el tenderete con sus rutinas, pero ahora el armazón se había venido abajo y era necesario que ella hiciera algo. Por lo pronto, no podía acercarse a la editorial. Si él conocía su domicilio, también conocería cuál era su empleo. Dio un volantazo y abandonó la autovía por la primera salida. Tenía que poner en orden sus ideas. Tenía que reflexionar sobre lo que hacer.

Unas cuantas calles más allá detuvo el coche. El azar, ese novelista loco que nos escribe, le había hecho pasar frente a un café que Zarza frecuentaba antiguamente. Eran las 8:50 y el lugar estaba recién abierto y casi vacío, adornado aún con unas desmayadas guirnaldas de Navidad. Se sentó al fondo, justo enfrente del velador que solía ocupar cuando iba por el café, tantos años atrás. Su antigua mesa también estaba libre, pero no se atrevió a utilizarla. Había algo que se lo impedía, un pequeño e incómodo recuerdo atravesado en la boca del estómago. Se instaló enfrente, pues, en una de las maltratadas mesas de mármol y madera, junto a la ventana, y durante un buen rato se concentró tan sólo en respirar.

– ¿Qué va a ser?

– Un té, por favor.

Respirar y seguir. En los peores momentos, Zarza lo sabía, había que aferrarse a los recursos básicos. Respirar y seguir. Había que desconectar todo lo superfluo y resistir, agarrarse a la existencia como un animal, como un molusco a su roca contra la ola. Además, siempre había sabido que esto llegaría. Debería haber estado preparada para ello. Pero no lo estaba. Zarza desconfiaba de sí misma y de su manera de encarar los problemas. Años atrás, él solía decir que Zarza tenía una personalidad fugitiva. Talvez tuviera razón; tal vez ella no supiera enfrentarse de manera directa con las cosas. Ni siquiera con el recuerdo de las cosas. A veces pensaba que se había hecho historiadora para poder apropiarse de la memoria ajena y escapar de la propia. Para tener algo que recordar que no doliera. El historiador como parásito del pasado de otros.

Precisamente desde la ventana del café se veían las torres de la universidad en la que Zarza estudió la carrera; aquí, en este local, era donde se solían reunir al salir de clase. Ella se hizo medievalista; él se especializó en historia contemporánea. Pero eso fue mucho tiempo atrás, en otra vida. Antes de que apareciera la Reina. Zarza volvió asentir un revuelo de náuseas en el estómago: quizá fuera el cadáver a medio digerir de su propia inocencia, se dijo con burlona grandilocuencia. Aunque ella nunca había sido verdaderamente inocente. La infancia es el lugar en el que habitas el resto de tu vida, pensó Zarza; los niños apaleados apalean niños de mayores, los hijos de borrachos se alcoholizan, los descendientes de suicidas se matan, los que tienen padres locos enloquecen.

¡Respirar y seguir! Tenía que endurecerse y concentrar sus fuerzas. Tenía que prepararse. Como los guerreros antes de la batalla. Por ejemplo, debería comer algo: no sabía cuándo podría volver a hacerlo. Apartó la taza de té, que apenas si había probado, y llamó al camarero.

– Por favor, un bocadillo de tortilla y un café.

Era lo que solía tomar con él, cuando venían aquí. Un bocadillo de tortilla con el pan tostado. Por entonces todavía disfrutaban comiendo, y existían las alamedas soleadas, y el olor a tierra mojada en las tormentas, y la tibia pereza de las mañanas del domingo. Ella nunca fue inocente, pero aquella vida de antes era casi una vida.

Podía intentar huir. O, por el contrario, podía enfrentarse a él. Ésas eran en realidad sus dos únicas opciones. Escaparse o matarlo. Zarza sonrió para sí con amargura, porque las dos alternativas le parecieron absurdas. De nuevo se encontraba sin salida. Aunque, quién sabe, quizá después de todo él no viniera a vengarse. Quizá la hubiera perdonado.

Una familia acababa de sentarse en la mesa de enfrente, en su antigua mesa, sin advertir que estaba manchada de recuerdos. Se trataba de un padre y una madre de la edad de Zarza; una niña de unos diez años, otra quizá de seis, un bebé varón. El padre había puesto a su lado a la niña mayor, que era una princesita de cabellos largos y ondulados; la madre se instaló junto a la hija pequeña, pero enseguida se levantó para sacar al bebé de su carrito y mecerlo entre los brazos. La pequeña quedó sola en uno de los extremos de la mesa, sola y devorada por la soledad, toda rizos oscuros. Era más bien feota. Nadie parecía hacerle el menor caso, como a veces ocurre con los hijos medianos; pero era papá, sobre todo papá, quien concentraba todo su desconsuelo, ese papá que sólo tenía ojos y palabras para la princesita. La princesita y papá hacían un aparte amoroso e interminable, perfil con perfil, casi labios con labios, y la mano de papá acariciaba la melena dorada de la bella, los hombros, la cintura de esa nínfula cimbreante de caderas presentidas y prepuberales. La niña feota les miraba embobada con redondos ojos pedigüeños, pero los demás ni siquiera advertían su mirada. Entonces la feota derramó el vaso de leche sobre la mesa, pero eso sólo le valió un brevísimo rapapolvo del padre, ni siquiera medio minuto de interés; y luego papá siguió devorando con la mirada a su princesita, mientras mamá, ciega y sorda, se concentraba en arrullar al bebé, y la niña mediana, la olvidada, con un mugriento cartel de Feliz Navidad sobre la cabeza, añoraba la atención y el cariño de su padre hasta la más total desesperación, hasta la herida. Hasta desear, Zarza lo sabia, que papá viniera también a ella alguna noche; que la acariciara aunque fuera de aquella manera, de aquel extraño modo, con sus dedos cosquilleantes y pegajosos; aunque ella tuviera que callarse y todo fuera oscuridad, pero que papá la tocara y la quisiera, para poder calmar ese dolor.

Respirar y seguir. De repente, Zarza se sintió asfixiada. Necesitaba salir del café, notar el aire frío de enero en las mejillas, caminar por la calle. Tragó el último mordisco de su bocadillo, pagó en la barra para no perder tiempo y abandonó el local. Eran las 9:35. Estaba decidido, se marcharía. Era lo mejor que podía hacer. Largarse de la ciudad, desaparecer al menos durante algunos días. Una vez lejos y a salvo, podría pensar con tranquilidad y encontrar una solución más definitiva. Sólo lamentaba poner en riesgo su empleo. A Zarza le gustaba su trabajo. Era una de las pocas cosas de su vida que le gustaban. Sacó del bolso el teléfono móvil que le habían dado en la empresa y llamó a la oficina; contestó Lola, la otra editora de la colección de Historia.

– Lola, no puedo ir a trabajar.

– ¿Qué te pasa?

– Cuestiones familiares. Una crisis. Mi hermano, ya sabes improvisó.

– ¿Pero es algo grave?

– Bueno, no sé, cosas de mi hermano. Al parecer está algo enfermo y me necesitan. Oye, una cosa, si alguien me llama… Si alguien me llama, tú di que me he ido de viaje fuera de la ciudad.

– ¿Cómo?

– Que si me telefonea alguien le digas que me he ido de viaje fuera de la ciudad, o, mejor, fuera del país, y que no sabes cuándo volveré.

– ¿Y eso?

– Nada, cosas mías. Lo más probable es que tenga que faltar varios días, díselo a Lucía.

– Se va a poner furiosa. Vas muy retrasada con el libro.

– Da igual. Tú díselo.

– No, si terminaré pringando yo…

Escuchó refunfuñar a Lola mientras colgaba. Nunca se habían llevado bien. Tampoco mal. Zarza no podía, no quena tener amigos.

Pero tenía a Miguel. Zarza advirtió que sentía una súbita necesidad de verle. No quería marcharse sin despedirse. No podía desaparecer sin más ni más. Las 9:40. Las visitas comenzaban a las 10:00. Subió al coche y condujo a través del todavía abundante tráfico hacia la zona Norte, bajo un cielo triste de aspecto mineral. Por las ventanillas de los otros vehículos asomaban unas caras de expresión tensa y sombría, caras de resaca de fiesta, abrumadas por ese exceso de realidad que se precipita sobre las cosas en las desnudas mañanas del invierno.

Nadie había recogido las hojas caídas el pasado otoño en el pequeño jardín de la Residencia, y ahora la alfombra vegetal estaba toda embarrada y medio podrida tras las últimas lluvias. Tampoco recortaban los setos lo suficiente, ni replantaban el césped. A juzgar por el jardín, la Residencia era un lugar un tanto descuidado. Se trataba de un mazacote rectangular construido en los años treinta; la puerta principal se alcanzaba por medio de una escalinata doble, con barandilla de hierro, que era el único adorno de la fachada. Zarza llamó al timbre y esperó a que le abrieran atisbando a través de las ventanas, carentes de visillos y con barrotes.

– Hola. Venía a ver a Miguel.

– Buenos días, señorita Zarzamala. Está en el salón de juegos.

Lo que la enfermera llamaba pomposamente el salón de juegos era un cuartucho de mediocres dimensiones consuelo de corcho y las paredes blancas. Había un sofá algo desvencijado, dos mesas camillas con cuatro o cinco sillas cada una, una librería tubular con algunos libros y cajas de juegos: rompecabezas, parchís, construcciones. En una esquina, un pequeño teclado electrónico con su correspondiente taburete. Por lo menos hacía calor, en realidad mucho calor, un ambiente de estufa. Zarza se quitó el chaquetón y se acercó a su hermano.