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Sin embargo al principio, cuando llegó a la cárcel, Teófila Díaz le había parecido a Zarza una persona interesante. Un día, Teófila le había contado el "Cuento del traidor". Curiosa coincidencia, puesto que luego la psiquiatra traicionaría a Zarza. Era una historia fascinante, un relato que, según la psiquiatra, formaba parte de Las mil y una noches. Cuando Zarza salió en libertad buscó el texto e investigó su origen. El cuento aparecía, efectivamente, en la traducción francesa de Galland de principios del siglo XVII, pero no debía de pertenecer al cuerpo original de Las mil y una noches, y por consiguiente no había sido incluido en la Zotemberg's Egyptian Recension. Probablemente fue una adición del propio Galland, como La lámpara de Aladino o Alí Babá y los cuarenta ladrones. Borges había tomado prestado el relato y lo había reescrito en su Historia universal de la infamia, con el título de "El traidor Mirval"; y era esta versión borgiana, ligeramente distinta de la contada por Teófila, la que Zarza prefería.

Mirval era un monarca sasánida que habitaba en las islas de la China. Su reino era una burbuja de bienestar y paz en mitad de un mundo atormentado. Mirval había tenido suerte: las islas eran ricas y pequeñas, todo el mundo tenía para comer, no existían rencillas entre sus habitantes. Por añadidura, el archipiélago estaba lo suficientemente lejos y a desmano como para que nadie quisiera conquistarlo. El reino de Mirval era un paraíso y Mirval era un rey extraordinariamente amado por sus súbditos. Porque la abundancia, en general, y los paraísos, en particular, suelen favorecer los buenos sentimientos. Mirval tenía esposa, cuatro concubinas y veintisiete hijos. Vivía en un hermoso palacio de mármol y malaquita; todas las mañanas paseaba a caballo con su visir, que era su hermanastro y amigo íntimo; cada dos días cenaba con los consejeros de la corte, opíparos banquetes que eran un mero pretexto para la diversión; y una vez a la semana presidía el desfile de la guardia real, de la que se sentía muy orgulloso: recios guerreros con pijamas de seda y alfanjes relucientes. Mirval se consideraba un buen rey y era feliz, porque pertenecía a esa clase de hombres pequeños y sin imaginación, dice Borges, que son capaces de soportar la dicha. Pero un día se presentó en el palacio un efrit, horroroso y tronante; había oído hablar de la felicidad del reino de Mirval y, siendo como era un genio maligno, tanta placidez le sacaba de quicio. Agarró al aterrado monarca del pescuezo y le comunicó que venía a quedarse una temporada; en ese mismo instante el alcázar quedó aislado del exterior porque todas las puertas y ventanas desaparecieron mágicamente, siendo reemplazadas por sólidos muros. En el salón del trono, sin embargo, había ahora una pequeña puerta de madera negra que antes no existía. El efrit explicó que esa puertecita debía permanecer cerrada y ordenó que no se acercara nadie. «"¡Ay de aquel que 'atraviese ese umbral!", dijo el genio. "Te lo advierto, Mirvaclass="underline" ésa es la puerta de tu infierno."»

Salvo esa prohibición, los habitantes del palacio eran libres para continuar con su vida normal. Estaban prisioneros, pero el alcázar era muy grande y disponía de perfumados jardines interiores. El efrit se materializaba de pronto aquí o allá, pero sólo les observaba y sonreía. Con el paso del tiempo, los cortesanos empezaron a acostumbrarse. Mirval había recuperado sus antiguas rutinas y era casi feliz porque pertenecía a ese tipo de hombres perezosos y sin imaginación, dice Borges, que son capaces de resignarse ante la pérdida.

Pero un día el genio apareció horroroso y tronante y agarró al monarca por el pescuezo. «"Me aburro", dijo el efrit. "Desde hoy, tú y yo jugaremos una partida de ajedrez todos los días."» Empezaron aquella misma tarde y como es natural el genio ganó al rey. «"Has perdido", dijo el efrit, "y estás obligado a pagarme un rescate. Puedes escoger: o cruzar la puertecita negra, o entregarme algo que a mí me guste"». Mirval, tembloroso, se apresuró a ofrecer a su contrincante joyas y perfumes, pero el genio soltó una carcajada despectiva: «"Ni el oro ni la seda ni el incienso me interesan, rey tonto; soy un efrit, y puedo obtener todos los tesoros del mundo con sólo desearlos. Tienes que proporcionarme algo mejor o te haré cruzar la puertecita"».El rey probó infructuosamente con sus instrumentos de música, sus pájaros mecánicos, sus libros más queridos, su biblioteca entera. Al cabo, desesperado, le ofreció las muchachas vírgenes del reino, y con eso el efrit se dio por satisfecho. Y es que el genio sólo se contentaba con seres vivos.«"¿Qué vas a hacer con ellas?", preguntó Mirval muerto de miedo. El efrit se echó a reír: "Es asunto mío"».Y dicho esto hizo desaparecer a todas las doncellas de repente, tanto las que estaban dentro del palacio como las que se encontraban en el exterior. Las gentes, asustadas, empezaron a decir que el genio bebía los alientos de los humanos, que les chupaba el alma hasta borrarlos.

A partir de aquel día, y en cada una de sus inexorables derrotas, el traidor Mirval fue traicionando a todos con tal de no atravesar la puerta negra. Primero entregó a los ancianos del reino, pensando que no servían para mucho; luego, a los artistas; después, a los comerciantes, a los campesinos, a todos los gremios artesanales, a las madres. Desaparecidas las madres, Mirval consideró que los niños no tenían nada que hacer, y también se los dio al ávido efrit. Luego tuvo que ofrecerle a la guardia real, con los alfanjes brillando al sol y los bigotes trenzados; a los criados del palacio, a los cocineros, a los eunucos. Después se evaporaron los intelectuales, los médicos de la corte, los ingenieros e incluso los consejeros, que tanto le divertían a Mirval en los banquetes. Y a partir de ese momento fue peor, porque el rey entregó a sus propios hijos, y a sus concubinas, y a su esposa, y al final también vendió al visir, su hermanastro y gran amigo, y a Pandit, el perro favorito, que dormía tumbado a los pies de su cama. Todos se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos, como dibujos en la arena que el viento borra. Para entonces al traidor Mirval sólo le quedaba su propio miedo; pero no tenía más remedio que seguir jugando y volvió a perder la última partida.«"Ya no posees nada que me interese", dijo el efrit. "Hoy no te libras de cruzar el umbral".» Mirval lloró, gimoteó, imploró, se arrastró ante el genio como un gusano; pero éste se cruzó de brazos, horroroso y tronante, y dio un soplido mágico que hizo volar al rey hacia la puerta. La hoja negra se abrió y Mirval, contra su voluntad, atravesó el dintel. Y entonces se encontró fuera de su palacio. La puertecilla daba simplemente al exterior: no era nada más que una salida o, mejor dicho, era la salida del encierro. El atónito Mirval regresó al alcázar: el efrit había desaparecido y el edificio había recuperado su apariencia original, con todas sus entradas y sus ventanas. La puertecilla negra, sin embargo, permanecía visible, ahora abierta de par en par, anodina, inocente, comunicando un palacio desierto con un reino vacío. Allí quedó Mirval, solo y desolado, único habitante de su infierno.

Zarza salió o más bien escapó de la casa de Urbano sin saber en realidad por qué se iba. Las horas se habían ido encadenando unas tras otras desde el momento, que ahora le parecía remoto, en que había recibido la primera llamada de Nicolás, y a lo largo de esa jornada interminable la realidad de Zarza había ido cambiando. Una antigua y oscura imagen de sí misma emergía poco a poco de su interior, como el hinchado cadáver del ahogado emerge de las aguas. Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Respirar y seguir. Hacía años que no se cuestionaba la existencia porque había escogido el entumecimiento antes que el dolor. Pero ahora tenía la cabeza atiborrada de preguntas angustiosas, de palabras que pugnaban por ser dichas. El taxi apenas tardó veinte minutos en dejarla frente al portal de Martina. Pocas horas antes, Zarza había intentado llegar a esta misma calle, pero un ataque de pánico le había hecho salir corriendo. Ahora regresaba y el miedo se enroscaba en su estómago como una culebra dormida.

Eran las 23:30 y las aceras estaban vacías. Apretó el botón del portero automático. Esperó unos momentos y volvió a pulsar. Al cabo se escuchó una voz de hombre seca y alarmada:

– ¿Quién es?

– Soy Zarza. ¿Está Martina?

– ¿Quién es? -repitió la voz, algo más tensa.

– ¡Soy Zarza, la hermana de Martina! ¿Puedo hablar con ella?

Hubo una pausa amenizada por los ruidos estáticos del altavoz. Al cabo se escuchó a Martina:

– ¿Quién es?

– No sonaba nada acogedora.

– Soy Zarza. ¿Puedes abrirme?

– ¿Estás sola?

– Claro.

– ¿Qué quieres?

– Sólo hablar contigo un minuto.

– No voy a darte ni una peseta.

– No quiero dinero. Quiero hablar contigo. Por favor. Ya sé que es tarde. Será sólo un momento. Por favor.

– Llámame mañana por teléfono.

– Nicolás ha salido de la cárcel. Por favor. No podemos hablar a través de este chisme.

Nueva pausa, nuevos chisporroteos sonoros. Al fin se escuchó el timbre de apertura, demasiado estridente en la oscura calma de la noche. Zarza empujó la hoja, que se cerró detrás de ella con un chasquido. Buscó a tientas la luz de la escalera, iluminando un vestíbulo elegante y recién pintado, con palmeras enanas en grandes macetones. Subió a pie hasta el tercer piso; una de las dos puertas del rellano estaba entreabierta y sujeta con la cadena de seguridad. Por el estrecho quicio asomaba el perfil inquisitivo de Martina. Zarza se puso delante de ella.

– Hola. ¿No me vas a dejar pasar?

Martina la escrutó de arriba abajo con gesto suspicaz. Zarza no debía de tener muy mal aspecto, o al menos no debía de tener el mal aspecto que Martina temía encontrar, porque el ceño de la hermana se suavizó ligeramente.

– ¿Qué quieres? -repitió.

Zarza se encogió de hombros con desaliento:

– ¡Sólo hablar contigo! Llevo un día horrible, Martina; hazme el favor, dame una tregua.